El estado de buena esperanza marcó el principio de la batalla más cruel e inmisericorde: decidido a todo, endurecí las sesiones de tortura de madre e hijo, y las filmaba ahora con recreación en los detalles. El Niño, enmascarado con caretas de personajes de los dibujos animados, era una visión espeluznante que volvió medio loco a Leónidas: de nuevo gracias a su supuesto amigo Bueyes, en el que paradójicamente buscaba consuelo, llegó a mis oídos que, además de mis vídeos de tortura, el desgraciado indio se agenció películas de esos personajes animados, y al parecer las miraba fuera de sí, hallando en los simpáticos cortometrajes quién sabe qué variantes de la locura, favorecedoras en cualquier caso de mis planes. Sabiendo acorralada su lucidez, decidí apretarle las tuercas enriqueciendo el envío de vídeos, de periodicidad ya semanal, con fragmentos de su querida esposa, que cada lunes, a las nueve en punto de la mañana, recibía la visita de un cirujano que le arrancaba una tira de piel antes de entregarla a los desmanes del ansioso Niño. Dichas tiras, apoyadas en una base de terciopelo y convenientemente enmarcadas como si fueran valiosas obras de arte, eran remitidas al indio numeradas y tituladas para su mejor catalogación, y las acompañaba siempre un mensaje recordatorio de que él, y sólo él, era culpable de la maldición que iba despellejando viva a su esposa… «Primera tira, diez centímetros de la espalda, arrancada en la primera semana de embarazo»; «octava tira, ocho centímetros por tres de muslo interior izquierdo, octava semana de embarazo»; «duodécima semana…».
La semana número treinta y dos, la prisionera dio a luz, lo que no impidió, sino que endureció el correspondiente despellejamiento de la llaga humana cuyas heridas, sin embargo, cuidábamos meticulosamente en previsión de posibles necesidades futuras. Además, anuncié a Leónidas que al siguiente lunes, y desprovista ya de piel la madre, empezaríamos con el bebé, una preciosa niña ante la que el degradado Niño, su verdadero padre, no mostró ternura ni interés alguno. Sin embargo, Leónidas -que conoció a su supuesta hija por televisión, merced a una detallada cinta del nacimiento que le hice llegar- vio derrumbarse todas sus resistencias cuando tuvo en las manos el primer trocito de piel de la niñita, entresacado de la mitad de la espalda. Y claudicó.
Sin imaginar -pues su sagacidad estaba demolida- que ello podía implicar el fin de su pueblo, aceptó celebrar una gran conferencia de paz, a la que estaban invitados todos sus indios. Previamente, la víspera del evento, le devolví a su mujer. Pero no a su hija, de cuya llorona presencia me libré endosándosela -¿qué lugar mejor, qué manera más estética de cerrar este ínfimo círculo de la Historia?- al orfanato del que casi cuatro décadas atrás saqué a su padre: ¿cómo podría Leónidas, caso de intentar cualquier ataque suicida para recuperar a su hija, sospechar que ésta se hallaba oculta en el lugar más seguro, la bondad de Panizo?