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El Paraíso en la Tierra, bullendo de actividad como en los mejores tiempos, parecía el Infierno en temporada alta: seiscientos seleccionados Pumas Negros aguardaban allí el momento de atacar a los andrajosos de Leónidas, que por la presión de ver sufrir a su esposa, unida a las mentiras que mis ejecutivos le habían hecho tragar -¡creyó que el rey de España iba a venir a fumar con él la pipa de la paz!- por mediación de Bueyes, aceptó salir de su inexpugnable agujero para parlamentar. Así pues, estaban listas las confiadas víctimas y sus capaces verdugos y, con la colaboración de un reducido comando de experimentados pilotos de helicóptero españoles, la matanza sólo podía resolverse adecuadamente a mi favor. Y sin embargo, falló. La causa no deja de ser paradójica…

Desde mi despacho supervisaba cada uno de los detalles de la gran celada, y sentado a su mesa me sorprendió la terrible noticia. Al anochecer de la víspera del día señalado, un incendio fortuito se había originado en algún lugar del Paraíso en la Tierra, comunicándose hasta el arsenal y provocando el cataclismo: la mitad larga de los Pumas, además de una parte sustancial de las armas y municiones almacenadas, perecieron en la deflagración. ¿Sabotaje, azar? No me detuve a meditarlo. Era el tiempo dedecisiones valientes y las tomé. Ordené a pesar de todo el ataque, pero el brutal diezmo de mis pistoleros inclinó la balanza ¡otra vez! a favor del maldito Leónidas que -aunque dejando el campo de batalla sembrado con los cadáveres de casi todo «su pueblos-pudo escapar de la emboscada con un puñado de fieles. El ciclópeo ataque de ira que sufrí no me impidió buscar culpables al desastre de la víspera. Y los encontré; o lo encontré, pues se trataba de uno solo. ¿Cómo podría haberlo imaginado? ¡Mi creación máxima, mi Niño, había sido el ejecutor de mi fin! Víctima de un ataque sin precedentes en su historial, se había rebelado contra sus guardianes, asesinándolos. ¿Por qué? Me aseguró un superviviente que el Niño, fuera de sí, buscaba entre las instalaciones del Paraíso en la Tierra el paradero de María, de cuyo cuerpo desnudo se había enviciado como un tierno enamorado. Enloquecido por la ausencia de la que durante un año había sido su compañera -involuntaria y aterrorizada, pero compañera al fin para la ruda percepción de su corazón condenado a la soledad-, su amor bestial -¿pues cómo, si no amor, debemos definirlo?- le instó a buscar y reclamar a su hembra, y quiso el Azar que en la vorágine de destrucción que inició provocase el fuego que acabó por prender en la santabárbara. Lo busqué -supongo que para matarlo, aunque extrañamente no albergaba odio ni rabia contra él- pero, ciego según algunos testigos a causa del sol que llevaba treinta y cinco años sin ver, el Niño se perdió al amanecer tras haber sembrado el caos. No importa, lo dejaré ir… Las contrariedades provocadas por el desastre son graves, pero no fatales. Motivado por un cierto cansancio, he puesto en manos de mis ayudantes jóvenes los siguientes pasos del proyecto, cuya resolución final -hoy, en este momento, lo estoy percibiendo por primera vez- tal vez no veré. Ahora lucho contra

El manuscrito acababa ahí, tan bruscamente como le había advertido Laventier. Le fascinó pensar que esa era la última palabra que Victor Lars había escrito antes del derrame cerebral que lo transportó al paraíso donde no existía la conciencia.

contra

¿Contra qué?, se preguntaba Ferrer cuando le sorprendió una voz a su espalda.

– Dicen que me buscas.

Se puso en pie. Habría reconocido a Panizo aunque hubiesen pasado mil años, y sólo habían transcurrido treinta y cinco. Su cuerpo había envejecido, pero seguía sosteniéndolo una inamovible resolución de bondad en la mirada. En todo ese tiempo, Ferrer había imaginado infinitas fórmulas para el instante del reencuentro con el hombre que lo había criado. Ahora buscó desesperadamente cualquiera de ellas, pero no lo consiguió. Tampoco fue necesario.

– Dicen que me buscas.

Ayer por la mañana salió un día soleado -se le adelantó el anciano; hablaba con serenidad, con liviana grandeza: Ferrer comprendió que sabía, al menos en un sentido general, intuitivo, por qué se hallaba él allí, ante aquella tumba concreta-. Hice que me subieran al Monte Bajo, yo solo ya no puedo. ¿Lo recuerdas?

– El Monte Bajo… -¿Cuántos años hacía que Ferrer no escuchaba esas palabras? ¿Cuánto que no las pronunciaba?-. Nos gustaba subir porque era tu lugar favorito para contar cuentos. Allí contabas los mejores.

Los dos hombres sonrieron por el reconocimiento mutuo que implicaban sus palabras. Ferrer sentía una paz inexplicable. Panizo sonreía.

– En el Monte Bajo me despedí del sol. Estuve desde el amanecer hasta el ocaso. La pobre hermana -señaló hacia atrás; a veinte metros, sentada en un banco de piedra de la entrada, aguardaba la monjita que había abierto el portalón a Ferrer- tuvo que acabar harta. Pero es importante despedirse del sol. Morir sin hacerlo es una falta de educación. ¿Qué habría sido mi vida sin el sol? ¿O la tuya, la de cualquiera?

– ¿Estás enfermo?

– Mi cuerpo se muere, sí… Por eso me despido. He pasado la noche despierto, ante mi ventana, mirando las estrellas como tantas veces… Pero ésta ha sido la última, lo sé.

– Por eso esperas la lluvia…

– ¡Claro! ¿Cómo no despedirme de ella? -Panizo, Ferrer se admiraba de ello, no estaba triste ni asustado. Incluso sonreía, incluso era feliz-. Te contaré un cuento, ya que has venido desde tan lejos. Mi último cuento. Al sol y a las estrellas les he dicho adiós con calma interior. Pero la proximidad de la lluvia me acelera elcorazón… -declaró levantando la vista hacia el cielo; Ferrer le imitó: suaves nubes grises venían sin prisa desde el norte-. Y es porque sé que con la lluvia me iré. Incluso te diré cuándo: justo después del primer golpe de agua, cuando suba desde el suelo el olor de la tierra mojada. Entonces moriré. Lo oleré profundamente, hasta adentro, y con ese olor me iré… La monjita se asusta cuando se lo digo. Y me regaña, dice que soy brujo. Pero tú me entiendes y sabes que no miento. También sabes que te estaba esperando.

Ferrer le miró. Panizo no mentía: le estaba esperando. Y acaso él lo había sospechado.

– Era mi hermano -Ferrer acarició la tumba de piedra, cambiando levemente el sentido de la conversación.

Panizo asintió.

– Os fuisteis en el año cincuenta y seis, lo he buscado en los archivos. Tu hermano primero. Tú luego, un día de lluvia. Leí en los periódicos que venías, un periodista español famoso que salió un día de mi orfanato. Me enorgullecí.

La explicación que daba racionalidad a la bienvenida tranquilizó y a la vez decepcionó a Ferrer: le gustaba el halo mágico que hasta ese momento había tenido el encuentro con el anciano.

– He querido ver su tumba, decirle adiós.

– Pensé siempre que había muerto de fiebres, en el cincuenta y ocho.

Panizo, al parecer, ignoraba la verdadera biografía del Niño. Ferrer lo prefirió: el anciano no merecía ver amargados sus últimos momentos con ese conocimiento.

– Pero también he venido a llevarme algo.-Lo sé.

– ¿Sí? Yo no lo sabía hasta hace cinco minutos. Hasta que leí esto -mostró a Panizo el manuscrito abierto.

– El caballero francés me lo dijo. Vino anteayer, acompañado de dos indios. Dijo que iba a buscarte a la Montaña Profunda.

– Me salvó… Y no sólo la vida.

– Y dijo que vendrías. Que aquí estaba tu destino.

– ¿También dijo qué me llevaría?

– También -dijo Panizo, y se volvió para llamar la atención de la monjita con un gesto. Ferrer vio cómo la religiosa se levantaba y venía hacia ellos: apresurada como antes pero sin cortar el aire con los puños. Sus manos se mantenían ahora ocupadas en sostener un bulto contra el pecho-. Parecía un hombre sabio.

– Lo era. Y bueno -se esforzó Ferrer por dar sentimiento a la palabra: su íntimo epitafio a Laventier. Su despedida.