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La monjita llegó hasta ellos y extendió los brazos hacia Ferrer. La hija de María, la hija del Niño de los coroneles, dormía feliz. Era diminuta y morena, sin pelo, y Ferrer, al cogerla, puso extremo cuidado en no rozar la llaga de la espalda, que tal vez dolía aún. La monjita acarició la mejilla de la pequeña:

– ¡Ay, chiquilina! ¡Qué suerte! Vas a ir a vivir a Madrid, a España… -le cuchicheó sin otra intención que el jugueteo cariñoso, ajena a que la exteriorización de ese dato por su parte demostraba a Ferrer la veracidad de su intuición: Laventier había insistido tanto para que concluyera el manuscrito porque sabía que, tras leerlo, haría lo que estaba haciendo en ese instante.

– Imagino -dijo- que tendré que firmar algunos papeles…Panizo asintió.

– Burocracia para la adopción, lo mismo que firmaron tus padres cuando te llevaron. Lo haremos en la casa. Vamos.

– Me quedaré un momento más… -Ferrer señaló hacia la tumba. Panizo y la monjita comenzaron a caminar despacio hacia el edificio. Ferrer miró las palabras últimas de Victor Lars.

Ahora lucho contra

¿Contra qué?, se preguntó de nuevo. Decidió librarse del manuscrito y lo depositó sobre la tumba. Como si los elementos quisieran ayudarlo en su propósito, se dibujó en el horizonte el estremecimiento de un rayo lejano que anunció la descarga del cielo. Las gotas de lluvia, primero insignificantes y enseguida recias, arrastraron las letras, las palabras y las frases y humedecieron el papel hasta convertirlo en pasta, hasta desbaratarlo y deshacerlo, hasta volverlo nada… Las biografías de Jean Laventier y Victor Lars se unieron intangiblemente con la tierra, sin retorno. Desde el suelo subió, envolviendo a Ferrer y a la niña, el olor vivo de la humedad desatada. Ferrer se volvió hacia el edificio del orfanato y sonrió al comprobar que Panizo había acertado: a mitad de camino entre el cementerio y la casa, la monjita, arrodillada junto al cuerpo desplomado del anciano, hacía aspavientos de alarma ya inútiles y pedía auxilio con gritos que el ruido de la lluvia convertía en remotos ecos de algún inusual juego infantil.

¿Contra qué?

Ferrer lo ignoraba, pero no quería averiguarlo.Apretó a la niña contra él con cariño que sintió bendecido por sus amados padres muertos, por los espíritus de Bego y, sobre todo, de Pilar. El acto, por ser libre, le asustó. Tragó saliva, notaba las gotas de lluvia deslizarse por sus mejillas. A pesar del miedo, acercó la boca a la orejita infantil y susurró:

– No sé cómo te llamas. Eres mi hija.

Fernando Marías

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