– ¿Por qué razón -pareció preguntarse el mísero- no está triste esa niña cuando yo lo estoy?
La niña calló repentinamente, sin duda por haberle advertido el criado que estaba allí Manuel, o por haberle ella visto en aquel instante. Reinó, pues, en la plaza un profundo silencio, que el huérfano comparó con el de la muerte, y Soledad siguió avanzando, sin reír, sin hablar y con un aire de gravedad y compostura que infundió mayor pena al que lo motivaba…
Observó luego el adusto niño (y esto le alegró el corazón) que la hija de Caifás lo miraba furtivamente, y que se había entablado cierta sorda lucha entre el viejo, que la tiraba de la mano, tratando de acercarla lo más posible a la acera del palacio, y ella, que pugnaba por aproximarse gradualmente a la otra banda, a fin de pasar muy cerca del misterioso personaje.
Éste la miraba de hito en hito, sin pestañear, con la extrañeza y valentía, pero también con la mansedumbre del león que, harto del sangriento diario festín, viese pasar delante de su cueva una atribulada gacetilla… Muchas más cosas había en los ojos y en el corazón de Manuel, aunque su conciencia no pudiese reflejarlas aún por entero: había admiración, producida por la peregrina belleza de aquella inocente; había orgullo, al recordar que debía a tan gentil y a la sazón reservada criatura espontáneas defensas, lisonjeros elogios y la más dulce compasión; había remordimiento y pena de que por su causa hubiese dejado de reír y hablar; había no sé qué especie de ternura, nacida de este mismo generoso dolor; había, en resumen, ansia de parecerle menos hostil, a la par que celos y envidia de las personas que no estuviesen incapacitadas, como él, para gozar de su alegría y de su confianza… Es decir, que, por un milagro de precocidad de que se han dado célebres ejemplos (entre otros, el de lord Byron, llorando de amor, a la edad de diez años, por la hija de un enemigo de su familia), reveláronse en los ojos y en el corazón del huérfano, desde el punto y hora en que vio por primera vez a la hija del verdugo de su casa, los poderosos gérmenes de aquel amor fatal e inevitable, transformación aciaga de paternos odios, que tantos poemas ha creado; del amor de Romeo a Julieta y de Edgardo a Lucía; amor necesario y terrible, que arraiga tenazmente en la roca de la imposibilidad, por lo mismo que está destinado a combatir con los huracanes de un hado siempre adverso.
Repetimos que nuestro rapaz de trece años no se había dado cuenta de casi ninguna de estas emociones: no hacía más que mirar estúpidamente a aquella encantadora niña, cuyos negros y expresivos ojos, rizados cabellos castaños, preciosísima boca, rosada tez y garboso talle, prometían al mundo una mujer extraordinariamente bella… Además, el lujo, excesivo para su edad, con que iba vestida; los brillantes que relucían en sus orejas y garganta; el exquisito primor del calzado, y hasta la preciosa cesta bordada de colores en que llevaba la labor y los libros, contribuían a deslumbrar a aquel impúber medio salvaje, criado en la Sierra y en la sacristía, semicazador y semiacólito, que casi nunca había hablado con niños, mucho menos con niñas, acostumbrado únicamente a la austera sociedad de su enérgico padre y del incivil párroco de Santa María de la Cabeza.
Pero cuando verdaderamente conoció Manuel algo de lo que sentía fue cuando la Eva de doce años logró vencer en su contienda y pasó casi rozando con él… Dirigióle entonces la niña una mirada de femenina curiosidad, mezclada de indefinible dulzura, que lo dejó fascinado y sin respiración; hecho lo cual, giró resueltamente hacia su casa con tan gracioso movimiento de precoz y certera coquetería, que hubiera enloquecido a Manuel, si ya no estuviese loco de adoración y espanto…
– ¡Fue para comérsela! -dijo doña Paz al subteniente, al referirle este endiablado episodio.
Ni pararon aquí las temeridades de Soledad en aquella primera entrevista… Dos veces lo menos, al atravesar la plaza de una acera a otra, volvió la cabeza para mirar nuevamente al huérfano cuya hermosura no debió de haberle parecido menor que contemplada desde las rendijas de los balcones del palacio; y, por último, antes de desaparecer detrás del portón (que hacía rato se había abierto para recibirla) le dirigió una postrera y más larga mirada, con todos los honores de saludo…
Manuel quedó anonadado y como imbécil bajo el peso de sus extrañas y confusas ideas, y no alzó los ojos del suelo hasta que el reloj de la Catedral dio la una, recordándole que le esperaba don Trinidad… Levantóse entonces con tanta pena como la mujer del usurero al alejarse de aquel mismo sitio la tarde anterior, y tomó el camino de la casa del cura, tambaleándose cual si fuese ebrio o medio sonámbulo…
Sansón había conocido a Da lila.
VII. VARIAS Y DIVERSAS OPINIONES DE DON TRINIDAD
El descendiente de los Venegas tuvo, sin embargo, bastante fuerza de voluntad para no volver en muchísimo tiempo por aquella plaza ni por sus cercanías, bien que semejante resolución no dimanase exclusivamente de su conciencia.
Don Trinidad Muley fue quien, al ver que el joven no quiso comer ni cenar el día mencionado, ni durmió aquella noche, y amaneció al día siguiente con calentura, le recibió declaración indagatoria, y sabedor de todo lo ocurrido, díjole estas palabras:
– Caminas derechamente a tu perdición. Ya te lo anuncié cuando me opuse a que fueras a sentarte en aquel maldito poyo…; pero no quisiste hacerme caso, y el resultado lo estás viendo. ¡Temprano empiezan a gustarse las amigas de la serpiente!… Sin embargo, yo no te lo criticaría (pues no todos han de seguir mi ejemplo, en cuyo caso se acabaría el mundo…); no te lo criticaría, digo, si no se tratara de la hija del que tan cruel fue con tu padre… Pero se trata de ella, y comprendo que los escrúpulos de haberte complacido en mirarla te hayan quitado el sueño y la salud, como a todos los que están en pecado mortal. Por consiguiente, ¡en nombre de don Rodrigo Venegas (que en paz descanse), y hasta en nombre de Dios, te conjuro a que no vuelvas a acercarte a aquel barrio, si no quieres perder mi cariño, la estimación de las gentes y, por de contado, tu propia alma!
Algo muy semejante había dicho ya su corazón a Manuel, y, vista la resuelta actitud, acompañada de cariñoso llanto, de su amadísimo protector, dio palabra formal y solemne de abstenerse de ir a la plaza de los Venegas, mientras que don Trinidad no dispusiera otra cosa…
Pasaron, pues, nada menos que tres años sin que Manuel volviese a ver a Soledad.
Durante ellos, aquel singularísimo niño vivió primero encerrado casi continuamente en la iglesia de Santa María, más entregado que nunca a su antigua amistad con la efigie del Niño de la Bola, a la cual hacía muchos regalos, daba frecuentes besos y hasta solía hablar al oído, como si le confiara sus penas. ¡Lo que no hacía, ni aun en los momentos de mayor efusión, era llorar!… El don del llanto había sido negado a aquella desgraciada criatura.
Llegado de este modo a los catorce años, y cuando el vigilante don Trinidad, que nada le preguntaba, lo creía ya olvidado de su pasión pueril, Manuel cambió súbitamente de vida, y comenzó a emprender largas excursiones a la Sierra. En ella estaba algunas veces ocho días seguidos, y desde luego llamó la atención que, no conociendo allí a nadie, ni acercándose jamás adonde hubiera gente, no llevase nunca provisiones ni armas…
– Muchacho -le dijo un día el clérigo-, ¿cómo te las compones para comer?
– Señor cura… -contestó el niño-, ¡en la Sierra hay de todo!
– ¡Sí! Ya sé que hay frutas bordes y legumbres salvajes, y mucha caza mayor y menor… Pero ¿cómo cazas sin escopeta?
– ¡Con esto! -respondió Manuel, mostrándole una honda de cáñamo que llevaba liada a la cintura-. ¡Y con ramas de árbol! ¡Y a brazo partido…, y a bocados, si es menester!