Imaginémonos la emoción que causaría a Manuel este remate del discurso. ¡Soledad le amaba! ¡La madre protegía aquel cariño y soñaba con llegar algún día a casarlos! ¡El señor cura, el hombre más honrado de la tierra, no hallaba nada censurable en aquel casamiento! ¡Había, en fin, un traje nuevo que ponerse y con que poder ir en seguida a la plaza de los Venegas a tratar de ver a Soledad después de tan larga separación! ¡A Soledad, que ya tendría más de catorce años, que ya sería casi una mujer y que había hallado hermoso al niño, cuando de seguro no lo era tanto como el adolescente!
Así debieron de discurrir el egoísmo y la vanidad de Manuel en contestación al corolario de don Trinidad, y aun estamos por decir que estas lisonjeras consideraciones, más que los razonamientos morales del cuerpo del sermón, convencerían al hijo de don Rodrigo de que se había estado mortificando sin causa alguna, de que podía dar por terminadas todas sus penas y de que ya no tenía que hacer otra cosa que ponerse inmediatamente el traje nuevo y emprender una campaña pacífica en demanda de la mano de Soledad… para cinco años después, o para mucho antes si posible fuese.
Las once de la mañana iban a dar cuando el joven salió del despacho de su protector, y no eran todavía las once y media cuando ya estaba hecho un ascua de oro, en la silenciosa plaza de su mismo apellido; pero no sentado esta vez en el fatídico poyo que tantas amarguras le recordaba, sino paseándose mansamente a la puerta del Colegio de niñas, en la esperanza de que Soledad siguiese yendo todavía a él, y contando por milésimas los instantes que faltaban para las doce.
Según acababa de advertir al imberbe amante su disculpable presunción, aquella hermosura, que tan famoso lo hizo de niño, habíase aumentado extraordinariamente en la crisis de la pubertad. No obstante los rigores de su áspera vida en la Sierra, o más bien merced a ellos, casi tenía ya la estatura y robustez de todo un hombre, y aquel sello de fuerza y majestad viril que once años después produjo tal admiración en cuantos le vieron marchar a caballo entre la capital y la ciudad… Con todo, la natural lozanía de los dieciséis abriles prestaba entonces al rostro del adolescente su encantadora suavidad y virginal frescura, más realzadas que oscurecidas todavía por las vagas penumbras del apenas incipiente bozo.
En resumen: era a la par niño y hombre, tan en sazón de que una rapazuela de catorce años y medio (Soledad, verbigracia) no lo creyera demasiado persona para ella, como de que cualquier moza, mujer y hasta archimujer, lo mirase ya con ojos pecadores.
Paseábase, digo, el gentil mancebo por la puerta del Colegio de niñas, muy pagado de su figura y también de su flamante ropa de paño azul, de su sombrero recién sacado de la tienda y del pañolillo carmesí, de la India, que Polonia le había puesto al cuello, sujetándoselo con una sortija de similor y piedras de Francia, que el cura le regaló el día que cantó Misa (pues hay que advertir que esta ama, antes de serlo de llaves, lo había sido de leche del bueno de don Trinidad, a quien seguía diciendo a solas «mira, niño»…), cuando dieron las doce en el reloj de la Catedral, y se abrieron simultáneamente la puerta del establecimiento (para dar paso a Soledad y a otras educandas) y la puerta del caserón de los Venegas, para dar paso al viejecillo que ya conocemos.
Las otras niñas se alejaron de Soledad con aire misterioso al ver que se le acercaba aquel joven, a quien de seguro reconocerían; el criado, que lo reconoció también, se quedó inmóvil junto al portón del palacio, temiendo seguramente alguna catástrofe, y Soledad (de quien no hay que decir que antes que nadie se había hecho cargo de todo) púsose más encendida que la grana y trató de seguir su camino.
– Óyeme, niña… -le dijo entonces con inusitada blandura el desabrido Manuel, atajándole el paso respetuosísimamente-. Tengo que darte un recado para tu padre.
Soledad se paró, y, repuesta de su sorpresa en el mismo instante, fijó sus grandes y dulces ojos en los del hijo de don Rodrigo Venegas, sin la menor expresión de timidez ni sobresalto. También había crecido bastante la niña, cuyas nacientes gracias juveniles recordaban a la Ofelia de Shakespeare. Aún iba vestida de corto, en lo cual no hacía bien su madre, ni menos en seguir enviándola al Colegio, pues era exponerla a que algún descarado le dirigiese la flor, allí usual, de que más parecía una maestra que una discípula. Lo decimos entre otras varias razones, porque no podía darse nada tan atractivo y misterioso como el poético semblante de aquella adolescente, cuya inteligencia despertaba ya viva curiosidad y loco deseo de penetrar en el abismo de su alma.
Manuel quedó embelesado y sin poder continuar su discurso al reparar en los nuevos hechizos que hermoseaban a la gentil criatura con quien se había desposado su espíritu desde la niñez, y bajó un momento los ojos, como deslumbrado por tanta belleza…
Era enteramente el reverso del famosísimo primer saludo de Fausto a Margarita: ella representaba la seducción; él, la inocencia.
– Soledad… -prosiguió diciendo el semisalvaje, con voz tan mansa y melodiosa que hubiera enternecido al más feroz tirano-. Dile a tu padre, de parte de Manuel Venegas, que de ti, y sólo de ti…, depende el que él y yo seamos amigos. Dile que te quiero más que a mi vida y que estoy pronto a perdonarlo si consiente en casarnos cuando… tengamos la edad, por cuyo medio quedarán arregladas antiguas cuentas y se evitarán muchos disgustos… Dile que yo estudiaré y trabajaré entretanto, a fin de llegar a ser un hombre de provecho… Y, en fin, dile que tu madre y don Trinidad Muley entran gustosos en estas paces.
– ¿Y yo? -pudo preguntar la niña.
Pero se guardó muy bien de preguntarlo.
En cambio, tampoco respondió cosa alguna. Sólo había sido fácil notar que cuando oyó al huérfano declarar su cariño en términos tan vehementes y decir lo de la conformidad de la madre y el cura, bajó los párpados y se mordió los labios, como para ocultar sus emociones.
Acabado que hubo Manuel su breve discurso, Soledad intentó de nuevo seguir marchando; pero el joven volvió a detenerla con exquisita finura, y añadió lo siguiente: