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– Mañana, a estas horas, te aguardaré aquí mismo para saber la contestación de tu padre.

Dicho lo cual, la saludó muy políticamente, quitándose el sombrero y dejándole franco el camino.

Fue entonces Soledad quien se detuvo…, para clavar en Manuel una larga mirada de cariño y reconvención: movió luego los labios con ternura, como disponiéndose a decirle alguna cosa; pero se arrepintió en seguida, y bajó los temerarios ojos, con no sé qué tardía modestia; sonrió, en fin, levemente, como burlándose de sí propia, y echó a correr hacia el palacio con más aturdimiento y ligereza que aconsejaba su calidad de núbil.

Ya era tiempo, pues en aquel instante comenzó a tronar una voz terrible al otro lado del portón; viose salir muy asustada a la señá María Josefa en busca de su hija, y notóse que el viejo cobrador daba excusas a la persona invisible que rugía dentro del portal. Manuel, en medio del inefable arrobamiento que le había causado la indefinible mirada de la joven, sintió vibrar en su pecho la ira, y estuvo para correr también hacia el palacio. Pero luego se dominó bruscamente, y, encogiéndose de hombros, tomó con majestuosa lentitud el camino opuesto, sin volver la cabeza para ver lo que seguía ocurriendo en la plaza, de donde salió a punto que cesaron las voces y se oyó cerrar el portón.

– ¡Mañana veremos! -iba diciéndose el mozo con la tranquilidad de la justicia y de la fuerza.

VIII. PERIPECIA

El día siguiente, a las once de la mañana, estaba ya Manuel a la puerta del Colegio, en busca de la contestación que aguardaba de parte de don Elías, y mientras era llegada la hora de que la niña saliese de aquel santuario (donde vulgarísimas muchachas y estólidas maestras -así suelen discurrir los enamorados- tenían la gloria de verla coser y de oírla decorar sus lecciones, como si también ella fuese criatura mortal), el pobre mancebo se paseaba, lo más lejos posible del mudo caserón, enmarañando y devanando por centésima vez en su cabeza mil encontradas conjeturas sobre la significación del rubor, de la mirada, de la sonrisa y de la fuga de la intrépida y silenciosa adolescente durante la escena de la víspera…

De lo que no podía dudar era de que Soledad le amaba, no ya sólo porque don Trinidad se lo hubiese contado la mañana anterior con referencia a la mujer del usurero, sino porque a él se lo había dicho su leal naturaleza al recibir aquella mirada (reveladora de dulces y ya presentidos misterios) con que la niña, trocada en mujer, había transfigurado al niño en hombre.

En cuanto a lo que pudiese contestar don Elías a su demanda, Manuel estaba también completamente tranquilo.

– ¿Qué mejor recurso le queda al acorralado Caifás -decíase el joven, rebosando júbilo, soberbia y confianza- que transigir conmigo, que escapar a mi furia, que liquidar amistosamente con el espectro de mi padre, con el público y con Dios?… ¡Nada! ¡Nada! ¡Soledad es mía! ¡Terminaron mis penas! ¡Desde mañana comenzaré a trabajar y dentro de cuatro o cinco años seré bastante rico para casarme con mi adorada!

A todo esto iban a dar las doce, y el cobrador del prestamista no salía del palacio en busca de la educanda… ¿No habría ido ésta aquel día al Colegio? Los minutos se le hacían siglos al impetuoso Venegas, y desde aquel instante comenzó a dudar de la solidez del edificio de sus esperanza s…

Dieron, por último, las tres Avemarías todos los campanarios de la población, y las niñas comenzaron a salir del Colegio, primero en grupos, luego desperdigadas… ¡Soledad era la única que no salía! ¡Y el criado no iba tampoco por ella!

Manuel no pudo contenerse más, y acercándose a una colegialilla de cinco o seis años que se había quedado rezagada y pasó cerca de él, le preguntó con afectada indiferencia:

– Dime, niña: ¿y Soledad? ¿No ha venido hoy al Colegio?

– No, señor… -respondió el gorgojo-. La han quitado… ¡por mala!

– ¡Ah, viejo infame! -gritó Manuel, volviéndose hacia el caserón con el puño cerrado, como amenazando derribar aquellas paredes y sepultar bajo sus escombros a don Elías.

Y se encontró cara a cara con don Trinidad Muley, que hacía ya un rato estaba interpuesto estratégicamente entre su atolondrado pupilo y la casa del usurero.

– ¡Tienes razón! ¡Es un pícaro, y por eso he venido yo a buscarte! -dijo el clérigo, cogiendo de un brazo a Manuel

– ¡Señor cura! -exclamó éste con desesperación-. ¿Por qué no me dejó usted morirme el día que enterraron a mi padre?

– ¡Muchacho!, ¿qué dices? ¡Eso es una blasfemia! -contestó don Trinidad, estremeciéndose-. Anda… Vámonos de aquí… Tenemos que hablar. El día está bueno, y tomaremos el sol en el camino de las Huertas. Allí no hay nadie a estas horas.

Manuel había inclinado la cabeza sobre el pecho y caído en una profunda meditación…

– Vamos…, vamos… Sígueme… -continuó diciendo el sacerdote-. No te abatas de esa manera… Para todo hay remedio en este mundo, máxime cuando se tienen sentimientos cristianos… Yo te diré lo que hay que determinar en el presente caso… ¡Conque anda, que aquí hace mucho frío!

El joven siguió a su protector sin levantar la cabeza, pensando más, indudablemente, en sus propios recursos y en los atrevidos planes que formó aquel día que en lo que el cura tuviera que decirle.

Llegados al próximo camino de las Huertas, don Trinidad Muley (de quien hemos olvidado decir que a los treinta y siete años de edad era ya excesivamente grueso) se paró como una nave que da fondo; quitóse el enorme sombrero de canal, se limpió el sudor con un gran pañuelo de hierbas, tomó aliento dos o tres veces, y habló así:

– Pues, señor: ¿para qué andar con circunloquios?… ¡Es menester que olvides a Soledad! Su padre te aborrece con sus cinco sentidos, y no te la entregará nunca. ¡No me lo nombres!… ¡Prefiero verte muerta!, le dijo ayer, en contestación a tu sensato mensaje; e inmediatamente mandó al Colegio por la silla y demás efectos de la muchacha, haciendo decir a la maestra «que Soledad era ya demasiado grande para aprender tonterías»… Todo esto me lo acaba de contar, llorando, la señá María Josefa en una entrevista misteriosa, para la cual me citó hace una hora, y que hemos celebrado en casa de otro sacerdote. ¡La pobre mujer es una santa! Conque ¡lo dicho! ¡Es menester que me des palabra de honor y hasta que me jures no volver a acordarte de Soledad!

Manuel seguía con la cabeza baja y aparentemente tranquilo; y, cuando el cura hubo callado, le preguntó con lentitud y precisión:

– Dígame usted: ¿y Soledad? ¿Qué ha respondido a su padre?

– ¡Vaya una salida!… ¡Nada!… ¿Qué había de responderle?

– Pero… ¿ha dado muestras de sentimiento?… ¿Ha llorado?…

– Soledad es como tú… ¡Soledad no llora!

– ¿Y cómo sabe usted que no ha llorado en esta ocasión?

– ¡Toma! Porque también se lo he preguntado yo a su madre… ¿Crees que, porque estoy vestido de cura, no entiendo yo de estos negocios?

Manuel continuó preguntando:

– ¿Y qué dice la señá María Josefa? ¿Sigue creyendo que su hija me quiere? ¿Espera que se someterá a la voluntad de su padre?

– ¡Mira, niño!… -respondió el cura muy amostazado-. ¡Aquí no hemos venido a hablar de Soledad, sino de ti! ¡A mí no me mareas tú!

– ¿De modo que no quiere usted decirme la opinión de la madre? -exclamó el joven con sentido acento.

– ¡No, señor!… ¡De ningún modo!

– ¡Corriente! ¿Qué le hemos de hacer? Usted es mi segundo padre…, y no hay más que tener paciencia. ¡Yo veré cómo me las compongo!

– ¡Malo, malo, Manuel! Tú no me quieres… ¡Ya empiezas a echar bravatas!… ¡Esa pícara soberbia ha de ser tu perdición en este mundo!