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– Se equivoca usted, señor cura. Yo quiero a usted… como un hijo; pero ¡eso no impide que quiera también a Soledad con toda mi alma!

– Pues ¡es menester que no la quieras, aunque revientes! ¡Es menester que la olvides por completo!… ¡Te lo mando yo!…

– ¡Imposible, don Trinidad, imposible! -contestó Manuel con un reposo y una dulzura que dieron a sus palabras más energía que si las hubiese dicho en el calor del entusiasmo-. ¡Aconsejarme que me desprenda de Soledad es pedirme toda la sangre de mis venas; y, aun suponiendo que la derramara y que pudiese criar otra, también sería suya a media vez que la nueva sangre pasara por mi corazón! Padre, mi corazón pertenece a Soledad, como la piedra pertenece al suelo; que, por muy alto o muy lejos que la tiren, siempre va a parar a él. Yo he pasado tres crueles años en la Sierra, lidiando por arrancarme este cariño, cuyas raíces corren por todo mi cuerpo y por toda mi alma…, yo lo he expuesto en aquellas alturas al furor de los huracanes desencadenados, para ver si lo desarraigaban de mis entrañas, y sólo he conseguido fortalecerlo más y más por consecuencia de la misma lucha. Dígame usted ahora qué camino me queda… ¿Morirme? ¿Matarme?… ¡Pues no quiero, porque eso es alejarme de Soledad!

– Muchacho, ¡tú eres el demonio! -respondió el cura-. ¡Tú hablas como esos libros prohibidos que llaman novelas, y que, en buena hora lo diga, no han caído todavía en tus manos! Y lo peor del caso es que no sé qué contestarte. Por consiguiente, dime tu plan, pues de fijo tendrás alguno.

– ¿Yo? -replicó Manuel con fanática tranquilidad-. Yo no sé lo que pasará el día de mañana, ni por dónde habrá que romper esta cadena que llevo liada al cuerpo… ¡De lo que estoy seguro es de que Soledad será mía!

– Pero… ¿si no te quisiera?…

– ¿Se lo ha dicho a usted su madre?

– ¡Dale bola! Su madre no me ha dicho eso…, sino precisamente lo contrario. La pobre mujer sigue creyendo que su hija se alegraría muy mucho de que el viejo transigiese contigo… Pero ¿si, lo que es un suponer…, te olvidase la muchacha?

– ¡No me olvidará, señor cura!

– Bien…, pero ¿si don Elías se empeñase el día menos pensado en casarla con otro?

– ¡Tampoco puede suceder eso!

– ¿Cómo que no? ¡Figúrate que la solicitara algún ricacho!…

– No la solicitará nadie. El evitarlo es cuidado mío.

– ¡Manuel!

– ¡Señor cura!

– ¡Me dan miedo tu frialdad y tu confianza!

– ¡Y con razón! ¡Hay veces que yo también me asusto de mí mismo!

– ¿Qué piensas hacer?

– ¡Sábelo Dios! Soledad me pertenece, y yo procuraré defenderla… No le digo a usted más.

– Pero yo no podré consentir. Yo no consentiré nunca que te dejes llevar de esa soberbia satánica que vas descubriendo. ¡Tenlo entendido desde hoy! Yo soy cristiano; yo soy sacerdote. A mí me gustan los valientes, pero no los iracundos…; y, por tanto…

– ¡Comprendo! ¡Comprendo!… Me arrojará usted de su casa. ¡Es natural, y yo tendré paciencia!

– ¡Vete al demontre! ¿Quién te habla de semejante cosa? Lo que digo que no consentiré es que hagas nada contra la ley de Dios, ni creo que tú seas capaz de infringirla… Pero si tal haces, no obstante el esmero que he puesto en enseñártela, me moriré de rabia de que no seas mi verdadero hijo… (¡en cuyo caso te abriría en canal!) y de vergüenza de haber criado casi a mis pechos a semejante monstruo.

– Tranquilícese usted, mi buen padre… -respondió Manuel con aquella gravedad que no debía a los años, sino a la tristeza de su vida-. ¡Yo no quiero más que justicia seca!… ¡Justicia para todos!… Defenderé mi derecho y lo haré respetar por todo el mundo: protegeré la libertad de la pobre niña, e impediré que su padre la sacrifique, como me ha sacrificado a mí; y por estos sencillos medios, no lo dude usted, Soledad será mi esposa.

– Tú te entenderás…, y yo no te perderé de vista. La verdad es que no hay que matar al sastre en una hora… ¡Os queda mucho tiempo!… Tú mismo, aunque saliste bruscamente de la niñez, hace seis años, cuando se murió tu padre y te volviste un somormujo, todavía no tienes edad de pensar en casorios. Y en cuanto a la mozuela…, ¡ya ves, catorce años!… ¡Nada…, una hierbecilla!… ¡Un diablo que os lleve a los dos! ¡Jesús! ¡Tengo un hambre! ¡Debe de ser más de la una!… ¡Todo esto sin contar, mi querido hijo, con que don Elías pasa de los sesenta años, y se puede morir cuando Dios disponga!… ¡Sesenta y cinco tiene, según mi cuenta!… Además, ha habido muchos padres (yo recuerdo algunos) que primero han dicho que no y luego que sí… ¡Dios es grande y misericordioso; aprieta, pero no ahoga, y en teniendo uno la conciencia tranquila!… ¡Diantre! ¡La una en el reloj de la Catedral! Anda…, anda…, démonos prisa, que hoy la sopa es de fideos y ya estará Polonia echando venablos… Chiquillo, ¿no me oyes? ¿En qué piensas? ¿Tendré yo que pedirte el abrazo de paz? Pues ¡te lo pido! ¿Estás ya contento?

Manuel abrazó, en cuanto era posible, la respetable mole de don Trinidad Muley, y no contestó palabra alguna; pero en su noble y hermosa frente se leían temerarias resoluciones.

IX. OPERACIONES ESTRATÉGICAS

Desde aquel triste día hasta la fecha del ruidoso lance que obligó a Manuel a salir de la ciudad (para no regresar a ella en el espacio de ocho años, según indicamos en el libro primero de la presente historia), cumplió nuestro joven con asombrosa firmeza de carácter el vasto programa que había concebido en el camino de las Huertas, y cuyos pormenores no creyó oportuno explicar al buen cura de Santa María; programa atrevidísimo y sumamente complicado (a lo que se vio después), que contenía tres líneas paralelas de conducta: una para consigo mismo, otra para con el público y otra para con don Elías y Soledad.

Respecto de sí mismo, había resuelto trabajar y ganar dinero, no sólo para dejar de ser gravoso a su protector, sino para ir reuniendo un pedazo de pan que ofrecer algún día a su adorada, seguro de que ella lo aceptaría gustosísima, dejando inmediatamente a don Elías y sus mal ganados millones por los puros goces del amor y de la virtud, únicas bases firmes de la felicidad, según aquel imberbe heredero de Don Quijote.

La Sierra, tesoro que entonces no era de nadie, y del cual, por ende, podían gozar todos a título de aprovechamiento común, fue también en esta ocasión ancho campo de la actividad y gigantesco poderío del huérfano. Pero no ya para fantasear allí, corriendo inútiles peligros, o para gozar a sus anchas de la libre vida de la naturaleza, sino para sacar abundantísimo fruto de las providenciales lecciones que le diera su padre y del propio conocimiento por él adquirido acerca de los misterios y riquezas de aquella maravillosa montaña, que en otra obra nuestra denominamos La Madre de Andalucía.

Industrias allí olvidadas desde la expulsión de los moriscos, o en desuso desde la muerte de Don Carlos III, y no pocos provechos y explotaciones que hasta época recientísima no han merecido la atención de las gentes, sirvieron de objeto a la pasmosa inventiva y titánica laboriosidad de Manuel, el cual sin ayuda ajena, por no divulgar secretos que poseía él solo, fue juntamente herbolario, cazador con destino a la peletería, maderero de especies extrañas y preciosas, colector de bichos raros, cantero de jaspes y de serpentina y lavador de oro.

Estas tres últimas faenas, especialmente, le produjeron pingües utilidades. Hallábase el oro en abundancia entre las arenas de un río nacido en aquellas alturas, y si tal riqueza no ha bastado hasta ahora a convertir la comarca en una especie de Perú, consiste en que la operación de extraer y lavar dichas arenas es tan larga y penosa, que el hombre más laborioso, de condiciones ordinarias, trabajando doce horas al día, apenas reúne el oro bastante para costear el pan que se come… Y por lo que toca a los jaspes y a la serpentina, aunque se presenta a flor de tierra en los altos barrancos rodeados de eternas nieves, su arrastre es tan difícil y peligroso, que sólo raras veces, y para la decoración de suntuosas iglesias, se había acometido el arduo empeño de utilizarlos… Pero ¿qué eran tales inconvenientes tratándose de un hombre de los extraordinarios recursos de Manuel? ¿Quién vio reunidas nunca tantas luces naturales, tanta fuerza física, tanta agilidad y tan inquebrantable perseverancia? ¿Quién conocía como él la Sierra? ¿Quién estaba hecho a sus rigores, tan familiarizado con el laberinto de sus senderos, tan práctico en el modo de trepar a sus cumbres o de bajar a sus hondos precipicios? Desvió, pues, las aguas de sus cauces, construyó presas y balsas, condensó por decantación las hojuelas y pajitas de oro, como hoy se hace en California, y, por estos medios, hubo semanas que recogió más de treinta adarmes del precioso metal… Y para conducir rodando, sin que se quebrasen, hasta el pie de la Sierra los jaspes y la serpentina, forró de grandes hierbas y de bien trabado ramaje sus pesadas moles, y las deslizó a riesgo de morir, por las chorreras de las nieves derretidas (sin reparar en si eran más o menos practicables), precipitándose él detrás de cada uno de aquellos artificiales aludes cuando el ingente envoltorio caía dando tumbos de roca en roca por haberse convertido el lecho de torrente en escalones de catarata.