Indudablemente, a juzgar por las huellas de todo el camino, el cadáver había sido llevado a rastras desde la Sierra; pero no se sabía quién era el autor de tal hazaña, ni nadie se presentó a reclamar el anunciado premio…
– ¡Manuel Venegas ha sido! ¡Sólo él tiene enjundias para estas cosas! -exclamó sin embargo, la voz popular.
Y, en efecto, pronto se supo que el llamado Niño de la Bola había llegado aquella misma noche, todo cubierto de sangre, a casa de don Trinidad Muley, y que Luis el barbero le estaba curando tres grandes heridas que tenía en los hombros y en la espalda.
A duras penas hízose al joven confesar que él había matado al oso y referir la espantosa lucha a brazo partido que se vio obligado a mantener para ello (todo por su manía de entonces de no usar armas de fuego, que calificaba de alevosas); pero, en cambio, fue enteramente imposible hacerle recibir el mencionado premio.
– Se lo regalo -dijo Manuel- a Nuestra Señora de la… Soledad, a quien encomendé mi vida y mi alma en el momento de mayor peligro. ¡Cómpresele un manto nuevo y hágasele una función de primera clase!
Fácil es graduar el entusiasmo que estos hechos producirían en el público. La ciudad entera visitó al herido durante las cinco semanas que tardó en curarse, no sin que se trajese a colación en cada visita la gloriosa muerte de don Rodrigo Venegas, cuyas heroicidades tenían tan digno continuador en su bizarro hijo. Y cuando éste salió a la calle, y se encaminó a la iglesia de San Antonio, a dar gracias a la Virgen de la… Soledad, no fueron saludos, sino aplausos y aclamaciones, los que recibió de todos los vecinos. ¿Y Caifás? ¿Y su hija? ¿Qué dirían a todo esto? ¿A cómo estaban de odio y temores el uno, y de amor y esperanza la otra, en vista del fabuloso crecimiento de aquella figura, que les importaba más que a nadie? Nada se sabía en el asunto, pues ni el padre ni la hija eran aficionados a revelar sus emociones, ni la señá María Josefa había vuelto a aparecer por casa de don Trinidad. Diremos, pues, únicamente por ahora, cuál era al línea de conducta de Manuel para con ellos (tercera parte del programa que por tan alto modo estaba cumpliendo nuestro enamorado).
En el transcurso de los tres años que duró este período de su vida, Manuel vio todos los domingos a Soledad durante una hora, bastándole para ello plantarse enfrente de su casa al amanecer y esperar allí a que saliese a misa con su madre. Era ésta muy religiosa, e incapaz, por ende, de tolerar que su hija dejase de cumplir el precepto, por manera que no hubo más arbitrio que arrostrar todas las consecuencias de aquel nuevo asedio del joven, fuese cualquiera la oposición que el sitiado don Elías quisiera hacer a tan peligrosa salida de la Plaza. No hay tirano doméstico con fuerza bastante para impedir que su mujer y su hija cumplan los deberes religiosos que les impone su conciencia y, además, el prestamista, aunque no practicara (por horror a poner los pies en la calle), era católico, apostólico, romano, o quería parecerlo.
Afortunadamente, en el programa de Manuel no entraba entonces hostilizar de manera alguna a don Elías, ni dar ningún paso directo con relación a Soledad. Limitábase, pues, a esperarla, a verla pasar, a seguirla de lejos, a situarse en la iglesia de modo que pudiera estar mirándola a su sabor, a aguardarla después en la puerta y a darle nueva escolta hasta que la dejaba encerrada en el palacio. Ni más ni menos hacía; pero esto, combinado con la imponente conducta que seguía respecto del público, bastaba a su atrevido propósito, que era formar el vacío alrededor de la hija del usurero, acotarla para sí, declararla suya, estorbar que nadie la pretendiese, poner entre ella y el mundo el temido poder de su corazón y de su brazo.
La madre y la hija pasaban junto a él graves y tristes; sin mirarlo nunca (pues tal debía de ser su consigna): pero viéndolo siempre… Las mujeres no dejan de ver jamás lo que les importa… Ni Manuel se condolía de que no le mirasen ni saludaran: decíale su alma leal que aquella tristeza era una especie de saludo: figurábase las terribles órdenes que habrían recibido del usurero, con quien llevaba cuenta aparte, y las compadecía profundamente, lejos de tenerles rencor… ¡Estaba tan seguro del afecto y simpatía de ellas! Añádase a esto… que Manuel creía haber sorprendido algunas veces a Soledad mirándole de reojo…
La interesante joven había ido creciendo en gracia y hermosura, y al terminar aquellos tres años era una mujer tan exquisita y bella, de aire tan misterioso y poético, de talle tan fino, esbelto y seductor, con unos ojos negros tan melancólicos y tan sombreados por largas y sedosas pestañas, con una palidez tan interesante, con unas manos tan blancas y tan lindas, con tal señorío en toda su persona y tal seriedad en su lujoso vestir, que la imaginación popular comenzó a inventarle dictados y calificativos laudatorios, y, después de haberle llamado la Niña de plata, la Perla judía, la Perla robada, el Terrón de azúcar y otras cosas por el estilo le puso el nombre de la Dolorosa, que era él que mejor le cuadraba, y con el que se quedó definitivamente, según hemos visto en otro lugar. Parecía, en efecto, una imagen de la Virgen de los Dolores; sólo que su tristeza no rayaba en aflicción, y tenía más de altiva que de dulce… Pero los trajes negros, las tocas blancas y los adornos de oro y pedrería de que siempre iba recargada contribuían, en cambio, a justificar aquel peregrino sobrenombre.
Digamos además que la popularidad de Manuel se reflejaba en la que era señora de su corazón, y que todos la veían con tanto respeto y benevolencia como odio y mala voluntad profesaban a su padre. Ni ¿qué sabemos? ¡Es tan especiosa a veces la conciencia del vulgo para transigir con sus propias flaquezas e idolatrías! Los millones peor adquiridos acaban por fascinarlo y obtener su pleito homenaje cuando ya no se ve posibilidad de privar de ellos al que los posee. De aquí el que prescriba la oficiosa acción pública (o sea la acción del escándalo) contra las riquezas ilegítimas largo tiempo gozadas, como prescriben al cabo de ciertos años, algunas acciones oficiales o legales, por muy fundadas que sean. «Poseer (dice un axioma jurídico) es una de tantas formas de adquirir…» Y hay que tener presente que don Elías llevaba ya nueve años de quiera y pacífica posesión del caudal de los Venegas, y doble y triple tiempo de ser dueño de otros millones… Debía, pues, de estar próximo el día del indulto de la opinión general, y, entretanto, no pesaba su anat ema sobre la inocente niña, en quien ya se reconocía, por lo visto, la indemnidad de los segundos poseedores; como tampoco había pesado nunca sobre la señá María Josefa, en la cual se apresuró la cauta plebe a reconocer otro título a su consideración, a fin de tener abierta alguna entrada moral en casa del millonario: el título de excelente y compasiva mujer, muy apesarada de las crueldades de su marido; cosa que, por otra parte, era cierta. En resumen: ya fuese por estas razones, ya por deferencia al benemérito Manuel, ya por su propia gentileza y hermosura, o por todos estos motivos juntos, Soledad gozaba del aprecio de la afición, de la simpatía del vecindario, si exceptuamos algunas hembras de su clase y edad, que le envidiaban particul armen te el romántico amor del gallardo hijo de don Rodrigo Venegas, sobre todo cuando comenzó a tener dinero, vistió con lujo y compró caballo.