Nuestro joven no cesaba de mirar a la gentil doncella con una ingenuidad y una valentía más propias del estado salvaje que del civilizado, desde que la veía salir del antiguo caserón hasta que la dejaba en él, y muy especialmente durante la misa, cual si creyera que su devoción a la llamada Dolorosa le eximía de atender al incruento Sacrificio. Soledad, en cambio, no quitaba los ojos del altar, arrodillada continuamente desde el principio hasta el fin de la santa ceremonia, rezando sin interrupción, a juzgar por el leve movimiento de sus labios de serafín y a las muchas cuentas que pasaba del rosario… Pero ¿quién sabe dónde estaría su alma? Al enamorado mozo le decía el corazón que aquel ángel estaba pidiendo al cielo el triunfo de su mutuo cariño…; mas nosotros no tenemos datos suficientes para negar ni afirmar semejante cosa, ni tan siquiera para responder de que la joven rezase verdaderamente… ¿Acaso no hay personas dotadas del don especial de no ver lo que miran y de ver lo que no están mirando? Pues ¿quién nos dice que Soledad no era una de ellas, y que, mientras clavaba aparentemente los ojos en el altar, no contemplaba la gallarda figura de Manuel Venegas?
Repetimos que todo lo creemos posible… Ello es que el interesado (hombre de instintos muy seguros) salía siempre de la iglesia loco de felicidad, acariciando risueñas esperanza s.
Conque vayamos derechos al asunto, o sea a decir cómo se preparó y realizó el mencionado lance que puso término a este período de la vida de nuestro héroe.
X. EL EMPLAZAMIENTO
Cuando el reflexivo y cauteloso don Elías llegó a penetrarse de que Soledad, la única persona a quien había amado y favorecido desinteresadamente, podía servirle de escudo y defensa contra la ira de Manuel y contra la indignación o la mofa del pueblo (que tal es siempre -;observaron a este propósito los moralistas- el fruto de las buenas acciones); cuando se convenció, digo, de cuánto la quería y veneraba el joven Venegas y de cuánto la admiraba y respetaba el público, hizo una completa revolución en su vida y costumbres.
Comenzó el viejo por aventurarse a ir a misa, cosa que deseaba hacía mucho tiempo, para librarse de la fea nota de judío, rabote, hereje y otras lindezas que le aplicaba el vulgo; preparóse luego a salir al campo, según lo requería su salud, a juicio del médico de la casa, y acabó, finalmente, por asistir a los paseos públicos y a las fiestas populares, como cualquier hijo de vecino…, o poco menos. Todo ello (bueno es hacerlo constar) aprovechando la temporada que Manuel estuvo herido por consecuencia de su lucha con el oso…
También debemos añadir que en aquellas salidas lo acompañaba constantemente Soledad, y nunca la señá María Josefa, a quien el millonario seguía mostrando tanta esquivez y desprecio como adoración fanática a la hija de que le era deudor. Hay hombres que son así, y que con dificultad la hacen limpia, aun tratándose de sus más sagrados afectos, solía exclamar con este motivo la licurga hermana del ama de gobierno de don Trinidad Muley. A misa iban a la Catedral, como templo más respetable o respetado que los otros… Para ir a paseo había habilitado el prestamista un viejísimo coche o carroza de los Venegas, que encontró en la leñera del antiguo palacio… Y, cuando había procesión o castillo de fuego que ver, nunca faltaba un balcón de tal o cuál deudor moroso, cuyo domicilio tuviese puerta falsa a alguna solitaria calleja, por donde entrar con el debido recato.
Era, pues, siempre dramática, por lo inesperada y repentina, la aparición de don Elías y de Soledad en la ventana o balcón que caía a la plaza o calle donde se preparaba la fiesta y hervía el concurso… ¡La Dolorosa! ¡La Dolorosa! ¡La Dolorosa!… (oíase decir por todos lados). ¡Qué hermosa está! ¡Qué bien vestida viene! ¡Qué perlas trae! ¡Lleva un caudal encima!… Y sólo al cabo de algún tiempo fijábase la atención en don Elías Pérez (ya no era moda decirle Caifás), a quien unos hallaban mucho más viejo que antes, otros perfectamente conservado, algunos mejor vestido y menos antipático que en 1823, y todos merecedor de perdón y olvido después de tantos años de encierro. «Si delinquió (parecía decir la actitud del coro), ¡bien ha expiado su crimen! ¡Dispensémosle, al menos, la acogida indulgente que no niega nadie a los que han cumplido su condena! ¡En medio de todo, don Rodrigo era un despilfarrador que de una u otra suerte habría muerto en el hospital, y, en cuanto al Niño de la Bola, ya veis que tampoco ha nacido para ministro de Hacienda! ¡No bien ha reunido un poco dinero, ha comprado caballo!… ¡Los ricos nacen, y los pobres se hacen!»
La primera vez que nuestro héroe vio clara y distintamente al padre de su amada fue aquel día que salió a dar gracias a la Virgen de la Soledad después de su convalecencia. Huyendo de las demostraciones de entusiasmo que lo abrumaban en la calle y de las visitas que seguían inundando su casa, se encaminó a pie a un cortijo próximo, que había sido de su padre, donde existía una fuente muy provechosa para los que necesitaban recobrar fuerzas…, y allí encontró, enteramente solo, de pie junto al manantial, y sumido en profunda, meditación, a un anciano de elevada estatura, cuyo grave y austero rostro y fría y penetrante mirada recordó haber visto hacía años, al través de un vidrio, en un balcón de la antigua vivienda de los Venegas…
– ¡El padre de Soledad! -pensó el joven retrocediendo un paso.
Don Elías alzó los ojos al propio tiempo; vio y reconoció a Manuel, y se puso más amarillo que la cera; pero no hizo movimiento alguno de que demostrase la índole de aquella emoción.
Manuel volvió a andar el paso que había desandado, y comenzó a medir al viejo de pies a cabeza y de un lado a otro, con aquella franca y valerosa mirada que le era habitual, sólo comparable a la del toro que descubre en la dehesa a un importuno y no sabe si arremeterle o perdonarlo…
El altivo viejo siguió inmóvil, mirando aparentemente hacia otra parte, pero sin perder de vista al bravo mancebo, cuyos ojos comenzaban a despedir cierta rojiza lumbre…
En tal situación, de todo punto insostenible, oyóse en el vecino olivar una dulcísima voz de mujer, que gritaba alegremente:
– ¡Papá! ¿Dónde te has metido?
– ¡Ella! -pensó Manuel, temblando como un azogado y retrocedierdo de nuevo, no ya un paso solo, sino otros muchos, bien que con perezosa lentitud…
El anciano no respondió a su hija, ni se movió de su puesto… Pero cuando vio desaparecer (siempre andando hacia atrás) al famoso Niño de la Bola, sonrió de una manera indefinible, y se dirigió al sitio donde había sonado la voz mágica, y esta vez providencial, de la que era reina y señora de aquellas dos almas enemigas.
Manuel se apostó en el camino para ver pasar a la joven a su regreso, y quién sabe si para seguirla, como de costumbre, pesárale o no le pesara al despótico anciano; pero el pobre no contaba con la remozada carroza de sus abuelos, que cruzó a escape entre nubes de polvo, no dejándole columbrar ni la más leve sombra del dulce objeto de sus ansias…
A nadie cupo después duda de que una escena tan insignificante, al parecer, y tan significativa en el fondo, contribuyó en gran parte a que don Elías y el joven Venegas cometiesen al cabo de algunas semanas las graves imprudencias que abrieron entre ellos un nuevo abismo… Y fue que desde aquel encuentro, en que no hubo colisión ni agravio alguno, ambos dejaron de considerarse tan extraños y terribles el uno para el otro como en realidad seguían siéndolo; ambos se acostumbraron a verse sin gran sobresalto en la calle o en la Catedral, y ambos llegaron, por consecuencia, a chocar de frente el día menos pensado, en las peores circunstancias que pudo excogitar el infierno para hacerlos de todo punto incompatibles…