Pues que ya sabemos tanto como el que más acerca del gallardo jinete que cruzaba por lo alto de la Sierra cuando levantamos el telón para dar principo al presente drama, tiempo es de que corramos en su seguimiento hasta alcanzarlo, a fin de entrar con él, después de ocho años de misteriosa ausencia, en la morisca ciudad que fue su cuna.
Restábale apenas una hora de sol a aquel esplendoroso día en el momento que nuestro héroe logró salir del laberinto de cumbres y barrancos que forma allí la gran cordillera, y descubrió a lo lejos el amplio horizonte de su país nativo, su llana campiña, sus verdes viñedos y oscuros olivares y las conocidas siluetas de los remotos cerrajones que delimitan la comarca. La ciudad querida, la señora de todo aquel territorio, quedaba aún oculta detrás de los arcillosos cerros que al Oeste le sirven de dosel; pero ya era fácil distinguir (sobre todo teniendo anterior idea de su situación) la enhiesta aguja de la torre de la Catedral y el torreón del vigía de la Alcazaba árabe, derruido pocos años después…
El Niño de la Bola detuvo su caballo para contemplar aquel nunca olvidado panorama… La más viva emoción se leía en su semblante, menos duro y altivo que cuando la melancolía de la ausencia y las lecciones del mundo no habían trabajado aún su corazón… Quitóse reverentemente el sombrero, por vía de salutación a sus lares patrios, y lanzó un hondo suspiro, como quien llega al término de largos afanes.
– Señorito…, ¿está usted malo? -le preguntó el arriero al verle de aquel modo.
Manuel no respondió… púsose el sombrero apresuradamente y metió espuelas al caballo, como para librarse de tan importuno testigo. Media hora después, cuando ya caía el sol al Occidente, el malagueño volvió a alcanzar al desdeñoso personaje, que, parado de nuevo, en lo alto de la enrevesada cuesta por donde se baja desde la última meseta de la montaña a la extendida vega de la ciudad, contemplaba las Cuevas, el barrio de Santa María, las Huertas y hasta la antigua casa de sus mayores, que se distinguía entre todas por un erguido ciprés que la coronaba… Aquel edificio atraía muy particul armen te su ansiosa atención… ¡Ignoraba el desventurado que allí no vivía ya nadie! ¡Ignoraba todo lo que había ocurrido durante su ausencia!…
Pero no adelantemos noticias, que harto pronto llegarán a vuestro conocimiento. Manuel siguió andando, muy despacio esta vez, tan luego como se le incorporó el arriero con las cargas; y, ya fuese arrepentido de no haber contestado a la última afectuosa pregunta del pobre hombre, ya por distraerse de sus propios pensamientos, entabló conversación con él, diciéndole:
– ¿Ha estado usted en alguna ocasión mucho tiempo seguido lejos de Málaga?
El espolique se inflamó de júbilo al verse interrogado, y, en un abrir y cerrar de ojos, había respondido todo lo siguiente:
– ¿Que si he estado? ¡Ya me figuraba yo que ahí era donde a usted le dolía! ¡Usted debe de venir del fin del mundo, y por eso le ha hecho tanta operación el descubrir su tierra! Yo estuve primero dos años en el Moro… (no crea usted que en presidio, sino por mi gusto), y luego he servido al Rey, digo, a Cristina, hasta que me dieron la absoluta, después que tomamos el puente de Luchana, donde fui herido… ¿Dice usted que si sé lo que son fatigas? ¡Pregúnteselo usted a la pobrecita de mi madre, en quien pensaba a todas horas aquella pícara Nochebuena, llamada también la Noche triste, en que Espartero ganó Bilbao… ¡Figúrese usted que yo la pasé desangrándome sobre la nieve en el mayor desamparo y soledad…! ¿Pero ¿qué dice este loro?
– Soledad… -había repetido el loro con todas sus letras.
Manuel sonrió por primera vez en todo aquel viaje, y preguntó al arriero:
– ¿No ha estado usted nunca en la ciudad a que nos dirigimos?
– No, señor; no he estado; pero sé que es muy buena, aunque muy peleadora… ¡Ya se ve! Usted habrá nacido en ella, y luego se iría a las Indias a buscar fortuna… ¡La de todos! Si alguna vez vuelve usted a embarcarse para allá, pregunte en Málaga por Frasquito Cataduras (que es como el mundo me conoce), y lléveme consigo de criado, pues lo que es con la arriería no llegaré nunca a salir de capa de raja…
Manuel no escuchaba ya al malagueño, sino que había vuelto a hacer alto, más conmovido que la vez anterior… Oíase a lo lejos el alegre repique de unas campanas, cuyo son había reconocido sin duda el joven… Ello es que su rostro expresaba un regocijo, una ternura, una aflicción de gozo (si vale hablar así), que a cualquier otro hombre le hubiera hecho derramar lágrimas…
– ¡Vamos, señorito! ¡Repórtese usted! -exclamó el arriero-. Si teme usted algo, aquí estoy yo, y ahí llevamos cuatro escopetas…
– ¡Desgraciado de ti -interrumpió Manuel -si le cuentas a alguien que me has visto de este modo! En cambio, si callas, te pagaré bien tu silencio… No quiero que se conozcan mis debilidades… Conque vamos andando.
La verdad era que el vehemente joven no podía ya con el peso de su alma; visto lo cual, y que no había modo de correr y adelantarse en aquella dificultosísima cuesta, resolvió seguir hablando con el arriero, a fin de no volver a oírse a sí propio en presencia de tan indiscreto observador.
– Esas campanas que repican -díjole, pues, con afectada naturalidad- son las de Santa María de la Cabeza, y anuncian que mañana, primer domingo de abril, habrá, como todos los años en tal día, una gran función en aquella parroquia… ¡Qué alborozo respirará ahora mismo todo el barrio! Alguna persona conozco yo que dirigía en su niñez esos jubilosos repiques… ¡Cómo pasa el tiempo, sin que las cosas dejen de ser las mismas! ¡Verás qué hermosa procesión sale de allí mañana a la tarde! ¡La procesión del Niño de la Bola! Y si te detienes en la ciudad, pasado mañana podrás ir a la rifa, a las Cuevas, donde siempre ocurren buenos lances… ¡Allí se puja todo: el baile, los abrazos, la felicidad…, la vida del alma; el destino de las criaturas!… Pero ya se ha puesto el sol…, y la cuesta es menos pendiente… Vamos aprisa, a fin de pasar el vado del río antes de que oscurezca, pues sentiría que se mojasen esas cargas…
Y como, en efecto, la bajada fuese ya más fácil, Manuel metió espuelas al caballo, y pronto se encontró solo en la llanura, o sea en unas dilatadas alamedas que allí pregonan la proximidad del citado río… La ciudad distaba todavía bastante; pero aquello era ya, en cierto modo, estar bajo sus muros…
Había comenzado a oscurecer, y el dulce misterio de tal hora, la amenidad del sitio, la húmeda frescura del aire, en cuya primaveral fragancia reconocía el aroma de los árboles, plantas y hierbecillas entre que se había criado; el armonioso rumor, igual siempre, y para él tan familiar, que alzan allí, en aquella estación del año, al caer las sombras de la noche los más humildes cantores del Creador del mundo, ora desde las empantanadas aguas, ora desde los adolescentes trigos, todo sumergió a Manuel en una profunda paz moral, muy diferente de la ventura, pero mejor consejera del alma que el esperanza do deseo… Estúvose, pues, parado algunos minutos en aquella tranquila margen del Rubicón de su pobre historia, como dando reposo al fatigado espíritu antes de las supremas emociones que le aguardaban, o acaso preguntándose fríamente si, en lugar de encaminarse hacia la dicha, se dirigiría hacia un total infortunio… ¿Viviría Soledad? ¿Le habría sido fiel, ella, que nada le había prometido? ¿Habría habido algún hombre capaz de tomarla por esposa? ¿Viviría el terrible anciano? ¿Seguiría negándose a toda transacción? ¿Se atrevería Soledad en este caso a unirse con el hijo de don Rodrigo Venegas, después de la espantosa escena de la rifa? ¿Le amaba a tal extremo? ¿Le había amado alguna vez? ¿Qué aguardaba al proscrito a la vuelta de su largo destierro? ¿Horribles dolores? ¿Crueles desengaños? ¿Renovadas luchas? ¿Escenas de sangre? ¿Su propia muerte, por término de tantas angustias y fatigas?