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– Hoy le he hablado… -se apresuró a exponer la señá María Josefa-. Y él, lo mismo que yo, opina que debes…

– ¡No vuelva a decírmelo! -profirió el joven acariciándola-. ¿Qué manía es ésa? ¿Por qué hablarme de que no entre en la ciudad, cuando la suerte lo ha arreglado todo de manera que podemos ser enteramente dichosos? ¿Qué nuevo obstáculo se opone a ello? ¡Algunas cavilaciones del buen señor cura o algún infundado recelo de usted! ¿Creen ustedes, acaso, que Soledad no me quiere? Pues ¡sí me quiere, aunque ella misma les haya dicho lo contrario! ¡Lo sé yo!… ¡Lo sabe mi alma!… ¡Verá usted, en seguida que me mire, en seguida que me hable, cómo su alma es mía!… ¡Yo la conozco!… Ella oculta sus sentimientos; pero nuestro cariño se parece al sol, que, aunque se nubla en apariencia, siempre arde lo mismo… ¡Ah, señá María! yo soy ya otro hombre… Soy bueno, soy pacífico… ¡No en balde se da la vuelta al mundo, como yo se la he dado dos veces! ¡No en balde se vive tanto y de tan diversos modos como yo he vivido! Así es que todos mis sentimientos e ideas han cambiado en estos ocho años, menos mi amor a Soledad y el cuidado de la honra de mi apellido… ¡Oh! ¡Cuánto he batallado con la suerte en África, en la India, en Filipinas y en ambas Américas! ¡Y cómo me ha favorecido la fortuna! Ya soy más rico que fue mi padre en sus buenos tiempos… En Málaga he dejado un capital… En el maletín del caballo traigo arrobas de oro y de piedras preciosas… He sido general en la América del Sur… He vencido caciques indios, que es como quien dice reyes, y yo mismo he podido también ser rey de aquellas tribus salvajes… No cuente usted nada de esto, pues nadie lo creería… ¡Le traigo a Soledad unos regalos!… ¡Y también a usted! ¡Al mismo don Elías le destinaba un magnífico presente!…

– ¡Malhaya sea el dinero! ¡El tiene la culpa de todo! -rezó fatídicamente la madre, cuyos ojos, clavados en el suelo, seguían derramando lágrimas amarguísimas, en tanto que Manuel, sentado junto a ella y casi abrazándola, le contaba con aquella inocente ingenuidad de niño cómo había logrado conquistar el vellocino de oro…

– ¡Malhaya sea el dinero!, digo yo también… -respondió el joven con cierta acritud-. Pero no empiezo a decirlo ahora… Lo he dicho siempre; y si me fui a recorrer el mundo en busca de más oro del que nuestra sierra podía darme, ¡usted sabe en qué consistió! ¡Por lo demás, el caudal que yo traigo ha sido ganado honradamente en los campos de batalla, como los tesoros de muchos reyes de Europa! ¡Yo soy siempre el hijo de don Rodrigo Venegas!… En fin, vámonos a la ciudad… El arriero me está aguardando… Yo la acompañaré a usted con el caballo del diestro; y, si usted lo permite, esta misma noche hablaremos con su hija y quedará arreglado todo en cuatro palabras… ¡Vamos señora!… No perdamos un tiempo precioso…

Y así diciendo, el joven se puso de pie, como resuelto a marcharse en seguida.

La señá María Josefa no se levantó, sino que hundió el rostro entre las manos y comenzó a gemir desconsoladamente, exclamando con desgarrador acento:

– ¡Ay, Dios mío! ¡Ay, Dios mío de mi alma! ¿Qué va a ser de nosotros? ¡Esto es una perdición! ¡Pobre hija de mi vida!

Manuel se quedó frío como el mármol, y un sudor de muerte corrió por su descompuesto semblante.

– Señora… -tartamudeó al fin-. ¡Hablemos claro! ¿Qué nueva infamia ha ocurrido durante mi ausencia? ¿Dígamelo pronto, o voy yo mismo a averiguarlo a la ciudad!…

– ¡Manuel! ¡Manuel! -clamó la pobre anciana -. ¡A la ciudad, no! ¡Vámonos a otra parte!… Adonde tú quieras… ¡Yo te acompañaré hasta el fin del mundo! Yo pasaré contigo lo que que me reste de vida… Yo seré para ti una madre cariñosa…, una madre tiernísima…

– Pero ¿y Soledad? -gritó frenéticamente el Niño de la Bola-. ¿Qué haremos de Soledad? ¿Qué ha sido de ella? ¡Pronto! ¡Pronto! ¡Sin discurrir más mentiras!

– No sé; no me lo preguntes… ¡Soledad no merece nuestro cariño! La abandonaremos… Yo misma no la veré ya más… Anda… ¡Vente, hijo mío!… Llama a ese hombre, y vámonos a América, a Portugal, a Filipinas…; adonde tú dispongas…

– ¿Y Soledad? -repitió Manuel con tal violencia, que la madre retrocedió espantada-. ¿Qué ha hecho usted de su hija? ¿Con quién se quedará Soledad?

Hubo un instante de silencio, durante el cual se oyó el tempestuoso latido de aquellos dos corazones.

Manuel fue el primero que recobró aliento para seguir marchando hacia el abismo, y dijo con la pavorosa tranquilidad del que se suicida:

– Nada tiene usted ya que explicarme… Soledad se ha casado.

La madre cayó de rodillas, por toda contestación, y tendió hacia el joven las manos cruzadas, como pidiendo indulto.

Reinó otra vez un funerario silencio.

Venegas permaneció algunos instantes bajo el peso de las ruinas que acababan de caer sobre su alma. ¡Todo un mundo se había hundido en ella! El coloso tuvo un momento, sólo un momento, la suprema ilusión de creerse inferior a su desventura, imaginándose también esta vez, como la triste noche que siguió al entierro de su padre, que había muerto y sido sepultado…

Pero no tardó en rehacerse la fiera bajo los escombros de su juventud malograda, y salió de entre ellos mucho más horrible que del terremoto que puso fin a su niñez: lanzó un tremendo alarido, que hizo temblar y botar espantado al noble bruto que le aguardaba allí cerca, y, agachándose hacia la horrorizada víctima que yacía a sus plantas, díjole con enronquecida voz:

– ¿Quién? ¿Quién ha sido? ¿Quién se ha casado con mi mujer? ¿Cómo se llama el temerario? Ni ¿qué me importa su nombre? ¡Morirá sea quien fuere! ¡Morirá, aunque se esconda en el centro de la tierra! De esto no hay más que hablar: ¡es cosa decidida!… Pero dime, vieja infame, embustera, llorona, peor mil veces que el escorpión con quien estuviste casada: ¿cómo has podido consentir que Soledad…? ¿Qué has hecho para reducirla?… ¿Cómo se ha prestado ella…? ¡Ah! ¡La hipócrita! ¡La impúdica! ¡La vil criatura que yo tomaba por un ángel!… ¡Casarse con otro hombre! ¡Qué horror! ¡Qué asco! ¡Qué miseria! ¡Todos sois de una misma casta de reptiles: el padre, la madre y la hija!

– ¡Ella es inocente! -respondió la anciana, irguiéndose poco a poco ante aquellos bárbaros insultos.

– ¡Morirá! -pronunció Manuel, extendiendo el brazo como si jurara.

– Su padre fue quien la obligó a casarse… Ella no quería… ¡Te lo juro por lo más sagrado!…

– ¡Morirá! -repitió Manuel implacablemente.

– ¡Antes morirás tú mil veces, dragón de los infiernos! -gritó al fin la madre, levantando la cara hasta rozar con la del joven-. ¡Estás enfrente de una madre resuelta a todo, a matar, a morir, a llorar hasta que se ablande tu alma de piedra, a servirte de criada…, a todo, menos a ver padecer a su hija…, menos a ver sin padre al nieto de su corazón!… Ya lo sabes, monstruo… Puedes tomar el camino que gustes…

Una carcajada histérica y salvaje estalló del pecho de Manuel y se dilató por los silenciosos campos.

– ¡La desvergonzada ha tenido un hijo!… -rugió luego convulsivamente-. ¡Un hijo de cualquiera! ¡Cómo se multiplican estos bicharracos! ¡Cuántos, cuántos tengo que matar, comenzando por usted, que es la abogada de todos ellos! ¡Rece usted el credo, señá María!

La anciana dio un agudo chillido, creyéndose muerta; y, como no pudiese escapar, volvió a caer de rodillas, y se abrazó a los pies del insensato.