– ¡Así ¡Así! ¡A mis plantas!… -exclamó éste con sarcástico regocijo-. Oiga usted en esa postura mis instrucciones, a ver si complaciéndome en todo, conquista usted una conmutación de pena. Ahora no le habla a usted ese traidorzuelo que se ha amancebado con su hija… ¡Ahora le hablo yo, el verdadero marido de Soledad!… Dígale usted a ese hombre que se marche de la casa en que ya está de más, adonde yo tengo que ir esta noche, no sé si a besar a mi mujer, o a pegarle antes de matarla… Dígale usted que por la mañana temprano lo buscaré a él dondequiera que se agazape, para lo cual iré siguiendo con el olfato su pista de acobardada garduña o de zorro ladrón, y lo mataré como quien mata un insecto… Dígale a Soledad que he llegado; que eche su hijo a la Inclusa, y me espere bien vestida hasta que yo vaya a verla o le mande recado de que la espero… Dígale que yo…, que Manuel Venegas…, que el Niño de la Bola… ¡Oh! ¡No le diga nada! ¡Ay, Dios mío!… ¡Se me va la cabeza!… ¡Yo me vuelvo loco!… ¡Aire! ¡Aire! ¡Pobre Soledad mía! ¡Soledad de mi alma! ¡Soledad! ¡Soledad!
Y gritando de esta manera, sollozando o riendo, pero sin derramar ni una lágrima, salió tambaleándose de la ermita, montó a caballo y desapareció fuera de camino, por en medio de los oscuros sembrados, como si huyese a un mismo tiempo de las tierras en que había estado ausente tantos años y de la ciudad a cuyas puertas acababa de ser herido de muerte.
III. DE LO QUE AQUELLA NOCHE PENSARON Y DIJERON LOS HABITANTES DE LA CIUDAD
La súbita noticia de que el Niño de la Bola estaba de vuelta colmado de riquezas, y también de ira, cundió aquella misma noche por toda la ciudad con la rapidez del pavor, cual si se tratase de la llegada del cólera o de la proximidad de un ejército enemigo. El arriero malagueño, vagando con sus cargas por aquellas calles para él desconocidas, sin saber dónde meterse y teniendo que preguntar a los transeúntes por un don Manuel Venegas que había venido con él de Málaga, y de quien se había apoderado, al pasar por delante de cierta ermita, una especie de alma en pena vestida. de negro, fue el primero que, ya cerca de las Ánimas, reveló al público tan interesante nueva, confirmada poco después por una antigua criada de la señora de Arregui (alias la Dolorosa), que tuvo que ir a la botica de la plaza por tila y flor de azahar para la señá María Josefa, y contó de camino a cuantos halló al paso todo lo acontecido en el santuario campestre, tal y como la madre acababa de referírselo a su hija.
Era ya muy tarde para que en un pueblo tan anticuado se prolongaran mucho en calles y plazas los corrillos y comentarios de las gentes, aun tratándose de negocio de tanta monta; por lo que rodos se contentaron con cerciorarse de la verdad del hecho, y se marcharon a sus casas a rumiarlo santamente en familia, al propio tiempo que la ensalada de la cena… Podemos, pues, asegurar que, empezando por el palacio del señor Obispo y concluyendo por la última cueva de gitanos, todo el mundo se acostó y durmió aquella noche pensando en nuestro héroe, en la dramática historia de su juventud, en su amor a Soledad, en las amenazas que profirió al marcharse y en el conflicto que de seguro iba a ocasionar su vuelta.
Los necesitados de dinero recordaron además la generosa esplendidez con que el hijo de don Rodrigo sacaba de apuros a los pobres cuando sólo poseía algunos miles de reales, y prometiéronse, al saber que llegaba de Indias con tres cargas de onzas, salir de deudas y trabajos, sin más que presentarle una apuntación de lo que les hacía falta para ponerse a flote. Las mozas por casar, especialmente las llamadas señoritas, preguntaron si venía soltero, y hablaban pestes de la Dolorosa. Pensaron los médicos en que tenían un buen cliente más; los sacristanes discurrieron sobre cuánto valdría el entierro de un indiano tan rico, en la previsión de que se muriese al hallar casada a su antigua novia; conocieron los matones… sede vacante que había llegado el propietario de la precaria autoridad que ejercían interinamente, y convinieron, por tanto, en que el Niño de la Bola debía matar a Antonio Arregui (tal era el nombre del marido de la Dolorosa), a ver si de resultas lo ahorcaban a él, suponiendo que Antonio Arregui no comenzase por matarlo; receló el nuevo Obispo de la diócesis, persona muy santa y entendida, si aquel extraño personaje vendría a perturbar las conciencias; el Alcalde y el Juez temieron que les hubiese caído trabajo, y Escribanos y Procuradores, que trabajaban por arancel, holgáronse, a la inversa, en tal expectativa… Todos, en fin, auguraron una tragedia espantosa al entregarse aquella noche en brazos del sueño con la mayor comodidad posible, dándose acaso cuenta, mientras se arropaban y tomaban la postura favorita, de que no amaban al prójimo tanto como a sí mismos, y alegrándose indudablemente de que ninguna persona de su casa o de su particular afecto se hallara en el duro trance de Antonio Arregui, de Soledad y de Manuel Venegas…
Dos excepciones había en el pueblo, por lo tocante a recogerse temprano. Era una de ellas la botica de la Plaza, que no se cerraba hasta la diez, y donde el mancebo o practicante que la regentaba (persona importantísima, que ha de figurar mucho en el resto de nuestra historia) tenía tertulia de hombres solos, casi todos mozalbetes muy mal criados, bien que algo instruidos en materias asaz delicadas; y era la otra la casa de un antiguo hijodalgo (ya no se daba a nadie este título, ni existían los privilegios inherentes a él), hombre muy acaudalado y culto, grande admirador de Moratín, afrancesado en 1808 y en 1823, y miembro a la sazón de la Sociedad secreta llamada Jovellanos; casa que no cerraba sus puertas hasta que a las once se retiraban las cuatro o seis personas de clase y de ciertas ideas a quienes se tenía la dignación de recibir después que cenaban los señores, o sea al punto de las nueve…
En la botica, o mejor dicho en la trasbotica, hablóse largamente de la llegada del Niño de la Bola, no faltando ya quien supiera y contase (por acabárselo de oír a la hermana del ama de don Trinidad Muley) que éste había recibido quince días antes una carta del joven, fechada en Málaga (y sin señas, para evitar toda contestación), en que le decía, bajo el mayor secreto, que el sábado 5 de abril llegaría a la ciudad, para cuya fecha necesitaba que le hubiese tomado una casa muy buena y en muy buen sitio, y que la tuviera algo amueblada; que Manuel Venegas era, por consiguiente (y no el nuevo deán, como se había contado), quien iba a vivir en aquella misma plaza en el antiguo edificio denominado Casa del Chantre; que ya estaba constituida en ella la susodicha hermana del ama de gobierno del cura, con el alto empleo de ama de llaves del hijo de don Rodrigo, en cuya calidad acababa de recibir las tres cargas de onzas, perlas, diamantes y rubíes que tanto había paseado por las calles el arriero; y, en fin, que nada había vuelto a saberse del Niño de la Bola desde que ya muy anochecido lo vieron unos guardas cruzar a escape por medio de los sembrados de la vega, como si él o su caballo se hubiesen vuelto locos, pero que don Trinidad Muley andaba ya en su busca, caballero en una pollina, siendo de esperar -de temer, dijo el relatante- que, si lo encontraba a tiempo y conseguía calmarlo, no ocurriese nada por aquella noche…
Como todos los asistentes a la trasbotica tenían al dedillo la historia del casamiento de Soledad con Antonio Arregui, y sabían quién era este sujeto, y estaban al tanto de las demás ocurrencias habidas en casa de don Elías Pérez desde que Manuel Venegas se ausentó de la población, no hubo para qué referir allí tales sucesos, y contrájose el resto de la velada a exponer cada cual el desenlace que a su juicio convenía mejor a aquella tragedia, en cuyo punto opinó Vitriolo (así llamaban al mancebo) que «debían morir todos los personajes» esto es, Manuel, Antonio, la Dolorosa, su madre y hasta, si venía el caso, el mismo don Trinidad Muley…