En cambio, y con motivo de hallarse presente una forastera (nada menos que hija de Madrid y prima segunda de un marqués, la cual había ido a la ciudad a vender sus últimas fincas, y estaba de huéspeda en casa del ilustre moratiniano, por habérsela recomendado en carta autógrafa uno de los ministros de entonces, miembro también de la citada Sociedad secreta, al decir de los irritados esparceristas), fue indispensable contar aquella noche en tan encopetada tertulia toda la vida y milagros de don Rodrigo, del usurero, de Manuel, de Soledad y de Antonio Arregui; tarea que desempeñó a las mil maravillas el propio dueño de la casa, académico correspondiente de la Lengua y doctor in utroque jure, llamado, por más señas, don Trajano Pericles de Mirabel y Salmerón, cuyos paganos e ilustres nombres de pila (digámoslo de pasada) daban claro a entender que su candoroso padre había sido, como otros muchos españoles del reinado de Carlos III, muy amante de la Enciclopedia… y juntamente del Bautismo.
Comenzó, pues, tan autorizado sujeto por referir todo lo que nosotros hemos narrado en el libro segundo de la presente obra, o sea hasta el instante que Manuel Venegas se ausentó del pueblo después de la inolvidable escena de la rifa; y llegado que hubo a aquel punto crítico de su relación, bebió agua, tomó aliento y rapé, y continuó de la manera siguiente…
Pero antes de copiar lo que dijo no estará de más que nos fijemos un poco en la citada forastera…, y también en cierto jovenzuelo, de ella locamente enamorado, que a la sazón fluctuaba allí entre el suicidio y la gloria.
IV. DOS RETRATOS POR VÍA DE ENTREMÉS
En los treinta años frisaría la aristocrática madrileña, y era una valiente hembra; alta, desenvuelta y garbosa, cuya magistral elegancia suplía con exceso los deterioros que el vivir muy de prisa pudiera haber causado a su natural hermosura. Tenía mucho talento, mucha gracia y, sobre todo, mucho mundo: conocía y trataba indudablemente (pues ya había recibido cartas que lo probaban) a todas las personas notables de Madrid, empezando por don Evaristo Pérez de Castro, a la sazón Presidente del Consejo de Ministros, y concluyendo por Olózaga, el orador más insigne de la oposición; hablaba el francés, el inglés y el italiano, y siempre estaba leyendo libros en estos idiomas, no sólo de Literatura, sino de Medicina, de Historia natural, a que era muy aficionada, y alguno que otro de Filosofía antirreligiosa…; iba, empero a misa todos los domingos y fiestas de guardar, y aun agradábale la conversación de los sacerdotes ilustrados y bien vestidos; tocaba perfectamente el piano; cantaba de memoria óperas enteras; montaba a caballo en todas posturas; aseguraba que sabía nadar (como lo acreditaría en llegando el verano); tiraba, en fin muy bien con escopeta y con pistola, y, sin embargo, o, por mejor decir, en medio de todo esto, no había sido recomendada al señor de Mirabel en concepto de casada ni de viuda, sino en calidad de soltera, lo cual pareció a aquellos atrasados vecinos y vecinas mucho más extraordinario y sorprendente que todas las dichas habilidades.
– Es una Diana cazadora… -solía exclamar don Trajano, muy
orgulloso y satisfecho de alojar en su casa aquella notabilidad, y más prendado de sus hechizos y salvaje pudor (sic) de lo que convenía a un hombre tan provecto, respetable y acaudalado…
– No niego yo que sea una Diana en cuanto a castidad -le argüía su mujer cuando estaban solos-; pero ¡quién sabe si resultará una Diana pescadora!…
Y era que la esposa del jurisconsulto temía que, por fin de fiesta, tuviese que quedarse su marido con las malparadas fincas de la cortesana en el precio que a ésta se le antojase pedir…
En cambio, el mencionado jovenzuelo sentía una adoración fanática, ciega, absoluta, hacia aquella divinidad relativa; lo cual comprenderemos mejor penetrando en la imaginación de él que aquilatando los merecimientos de ella. Lo que ocurría allí era lo siguiente:
En todas las poblaciones subalternas de Europa, y especialmente en las estacionarias y vetustas como aquella ciudad, hay casi siempre, desde los comienzos de nuestro alborotado siglo, un organista que sueña con eclipsar a Rossini, un coplero que sueña con eclipsar a lord Byron, o un albéitar, lector de periódicos, que sueña con eclipsar a Marat; un joven, en fin, pálido y tétrico, que huye de la gente y pasea solo por los desiertos campos, foco de pensamiento y de bilis, hígado con pies y sombrero; declarado enemigo de cuanto ve en torno suyo, y cónsul moral de todo lo de fuera, cuya febril imaginación sigue los vuelos de las celebridades contemporáneas más de su agrado, como el astrónomo sigue la marcha de los planetas que nunca ha de visitar y que ruedan indiferentes por el cielo sin sospechar la existencia de los Observatorios.
De estos Mirabeaus, Napoleones o Balzacs en agraz, unos mueren antes de llegar a los veinte años, aplastados por su propio genio o por la desesperación; otros se allanan lenta y penosamente a bajar al nivel de sus vulgarísimos paisanos y acaban en secretarios de Ayuntamiento o en oficiales de escribanía; otros logran levantar el vuelo…, pero caen mal en la metrópoli de su patria, llámese París o Madrid, Viena o San Petersburgo, y mueren de hambre, se pegan un tiro, o se inutilizan y frustran más deplorablemente bajando a la sima del deshonor por el plano inclinado de la miseria…; y algunos, en fin, llegan a ser grandes hombres, académicos, generales, ministros, millonarios… y legan su nombre a las generaciones futuras.
No sabemos qué porvenir tendría reservada la suerte al jovenzuelo de que hablamos…; pero él era a la sazón el presunto gran literato de aquella tierra, y, la verdad sea dicha, mostraba algunas condiciones para ello. Dábale por escribir tragedias románticas; Víctor Hugo era su ídolo. Ya había devorado todos los libros del pueblo, que ascendían a millares de volúmenes, procedentes de los extinguidos conventos de frailes y de la biblioteca de un sabio deán, muy amante de las letras profanas, que acababa de pasar a mejor vida. Hacía el número ocho entre los doce hijos (todos varones, como los de Jacob) de un procurador no tan rico en bienes de fortuna como en herederos de su limpia fama, el cual sólo podía darles sustento y ropa, y de modo alguno carrera en la Universidad, cosa que lamentaba singul armen te el buen hombre por este su adorado Pepito, cuyo talento le parecía superior al de todos los sabios de que hablaban las historias y al de todos los ministros que figuraban en los periódicos. Obligábase, pues, a ir a Palacio a visitar al nuevo Obispo de la diócesis, como había pedido a don Trajano que lo admitiese en su tertulia, tan luego como se enteró de las buenas relaciones que tenía en Madrid la forastera, esperando sin duda el amantísimo padre (¡téngalo Dios en su santa gloria!) que Su Ilustrísima, admirado de las hermosas tragedias que componía el chico, lo hiciese de golpe canónigo de gracia, con lo cual ya tendría abiertos los caminos de la mitra, de la senaduría, del capelo y hasta de la tiara, o que la prima del marqués lo recomendase a María Cristina, a fin de que esta augusta señora lo llamara a la Corte y lo pusiese en candelero.
En lo demás, Pepito vivía solo, tanto porque las gentes de la población estaban heridas de su saber y de su orgullo, cuanto porque él despreciaba la conversación de aquellos bienaventurados. A veces no podía ya con el sublime fastidio, propio de las naturalezas privilegiadas, y envidiaba la fácil dicha de los modestos, y, sobre todo, entrábale un hambre de lisonjas de mujer, que rayaba en verdadero delirio… Pero su corazón le decía a veces que las incultas y recelosas señoritas de aquel pueblo no se atreverían nunca a franquearse con él, ni él sabría tampoco hablarles en estilo y forma que no las abochornase y retrajese; y, como consecuencia de todo ello, lo pasaba bastante mal.