Verdaderamente, todavía era muy niño: diecisiete años iba a cumplir cuando nosotros lo vemos en escena; estaba feo, por resultas de una pubertad retrasada y enérgica, de cuya tardía crisis daban aún claro testimonio la hinchazón de su nariz y de sus labios y la inseguridad de su voz. No había acabado de crecer, o, mejor dicho, faltábale crecer por igual; su tez era verde; apuntábale el bozo, y sus ojos parecían dos ascuas. Vestía con detestable gusto, aunque con limpieza y señorío. En punto a religión era discípulo de Voltaire, y en política idolatraba a Mirabeau; pero nadie sospechaba semejantes horrores… Aquellos estudios los hacía a solas en los tejados de su casa.
Tal era el joven que se había enamorado de la madrileña, no como de una criatura mortal, sino como de un ángel del cielo especial del romanticismo. Y se explica esta devoción… ¡Ella venía del mundo con que él soñaba a todas horas! ¡Ella figuraba en primera línea en el Olimpo de la Corte! ¡Ella había conocido a Larra, más glorioso entonces por haberse suicidado que por haber escrito sus inmortales obras! ¡Ella tuteaba a Espronceda…, a Pepe…, que era como solía llamar la diosa al semidiós de aquellos dichosísimos tiempos! ¡Ella había sido retratada al óleo por el Duque de Rivas, por el creador de Don Alvaro o la fuerza del sino! ¡Ella era visitada por Pastor Díaz, por el inspirado cantor de La Mari posa, negra y de la Elegía de la Luna ! ¡Ella, en fin, había asistido al estreno de El trovador y de Los amantes de Teruel y arrojado coronas a sus autores!
Además, ¡aquella mujer olía de un modo!… ¡Tenía una ropa tan bien hecha! ¡Lucía tan completamente el talle, yendo en cuerpo gentil sin miedo a que se dibujasen sus formas, o sea sus naturales encantos!… ¡Ni era esto todo!… ¡Sabía Pepito…, sabían otras muchas personas…, decíase de público en el pueblo…, que la forastera se bañaba diariamente! ¡Bañarse! ¡Cosa de ninfas! ¡Cuando menos, cosa de sultanas, cosa de huríes! ¡En nada, en nada era como las demás mujeres! Ella no ocultaba, ni tenía para qué ocultar, sus menudos pies, siempre divinamente calzados; ella estaba a todas horas limpia como un oro; sus uñas parecían hojillas de rosa; al andar crujía deliciosamente su ropa blanca, y crujía también la seda de su vestido. Tampoco temía enseñar los brazos hasta el hombro: ¡había en ella algo de la noble franqueza de las estatuas! ¡Sin duda alguna, tenía mucho de divinidad! ¡En las estampas de la Ilíada había visto el joven figuras semejantes!…
La madrileña sabía de sobra todo lo que le pasaba a Pepito. Habíase hecho cargo de su edad y de sus circunstancias, y comprendía que el amor genérico y la devoción poética fomentaban a la par aquel incendio simultáneo de un cuerpo y de un alma. Gozaba, pues, muchísimo en el espectáculo de tan atroz combustión, y por nada del mundo la habría aminorado. Lejos de ello, echaba leña al fuego siempre que podía, y hasta creemos que hubiera sido capaz de mostrarse al joven enteramente desnuda (fingiendo descuido), a fin de acabar de volverle loco…, por lo mismo que estaba decidida a no otorgarle ni el más insignificante favor…, ¡ni tan siquiera que besara la corona bordada en su pañuelo!
Y era natural. En aquel pueblo, donde todo se veía y sabía; en aquella austerísima casa, donde pasaba por una Santa Úrsula, tenía la madrileña que olvidarse de sí propia, o, mejor dicho, tenía que acordarse de cómo estaba obligada a parecer. Además, hay mujeres que sólo entre sus padres enarbolan bandera corsaria, y la prima del marqués, la amiga del duque, la festejada por los vates de moda, la recomendada por los ministros, pertenecía a este género. Negaba, por tanto, al atrevido mozo, según ya hemos expuesto, cosas que para ella eran verdaderas nimiedades…, vengando de paso su forzada inacción con el martirio del deseo ajeno… Habíale negado, verbigracia, tres cabellos de sus largos tirabuzones, ¡de aquellos tirabuzones que tal vez habría saqueado muchas veces la sin ventura para que amantes olvidadizos se hicieran cadenas de reloj que ya no existirían!… En cambio, ella introdujo en la tertulia de Mirabel la costumbre de dar la mano a los caballeros, y cuando se la daba a Pepito recreábase en ver la cara de gozo y de orgullo que ponía el infeliz… ¡Aquella mano, que tantos esfuerzos inútiles habría hecho quizás para retener a ingratos y pérfidos Eneas, parecíale a él una azucena virginal, un don del cielo, el principio de una escala mística que conducía a la gloria!…
Dichosamente, no había en el pueblo quien pudiera desengañar al joven. Tal vez el Obispo y el juez de primera instancia adivinaban la verdad… Pero ambos eran hombres de orden y muy cautos, incapaces de escandalizar al público… y nada dispuestos a malquistarse con la recomendada de los ministros.
En lo demás no había cuidado; pues las señoras y señoritas del pueblo, aunque temían acercarse a la atildada y sabihonda forastera, no la detestaban ni envidiaban, visto que los maridos, novios y todo género de presentes y futuros de aquellas contentadizas hembras experimentaban igual temor y nunca se atreverían a decirle «los ojos tienes negros», y considerando (¡cínica y terrible consideración de las más celosas!) que aquella exquisita mujer no se prendaría en ningún caso de tan ramplones caballeros. Limitábanse, pues, las tales damas y damiselas a no visitarla, ya por la dicha cortedad, ya por sugestiones del estólido orgullo que suelen engendrar los agrios de la modestia; pero, así y todo, imitaban hasta donde podían los trajes y modos de componerse de la prima del marqués, siendo ya muchas las que habían encargado a la capital, o echóse en casa, sombreros (gorros se llamaban entonces) por el estilo de los suyos, o sea una especie de galeras que a la sazón estaban muy de moda…
Conque basta ya de entreacto, y oigamos a don Trajano Pericles de Mirabel, que va a referirnos todo lo acontecido en el asunto de Manuel Venegas después que éste se ausentó de la ciudad.
Dijo así el ilustre personaje:
V. DE CÓMO SE CASÓ ANTONIO ARREGUI
Meses, años, lustros (o, por lo menos, un lustro y parte de otro) pasaron sin que volviese a haber noticias del mal llamado Niño de la Bola… Digo más: hasta hace dos horas y media no ha sabido nadie de la ciudad si era muerto o vivo, si había logrado enriquecer o estaba en la miseria, ni qué zona, clima o región del Globo presenciaba su gigantesca lucha con el Hado.
– Pero ¿por qué no escribía? -interrogó la madrileña, cuyo interés hacia aquel drama de carne y hueso, tan apropiado a los gustos literarios de entonces, se comprenderá fácilmente.
El señor de Mirabel respondió en el acto:
– ¡Tampoco escribió Diego Marsilla a Isabel de Segura en la comedia que está hoy tan de moda, y que tanto entusiasma a usted! Además (y dejándonos de comparaciones), el hijo de mi infortunado amigo no era hombre de hacer las cosas a medias, y, por tanto, explícase muy bien que le repugnara dar cuenta y razón de su paradero y del estado de sus fondos… Esto hubiera sido en cierto modo hallarse presente y ausente a un propio tiempo; de donde se habría debilitado el prestigio que siempre acompaña y da mayor estatura a todo lo arcano y misterioso; doctrina artístico-literaria que se me ocurre en el calor de la improvisación, y respecto de la cual, los clásicos, convenimos con ustedes los románticos…