Выбрать главу

– ¡Adelante! -repuso la veterana deidad.

– Ni ¿a qué escribir tampoco? -prosiguió el retoñado viejo-. Sus tremebundas amenazas no podían menos de estar vivas en la memoria de estos naturales y repetirlas era como presuponer el propio interesado que alguien pudiese echarlas en olvido. En cuanto a escribir a la misma Soledad, excusado es decir que hubiera sido inútil, dado que el astuto y vigilante don Elías habría interceptado todas las cartas… Mas, aun prescindiendo de tal consideración, ¿qué podía Manuel decir a la joven? ¿Que no le olvidara? ¿Que lo quisiese? ¿Que lo aguardase hasta su regreso? ¡Harto sabe usted, mi querida doña Luisita, que esas cosas no se piden, y hasta me aventuro a añadir que el suplicarlas es contraproducente!… Ergo no debe acusarse al hijo de mi amigo (como se le ha acusado aquí esta noche) por no haber escrito a nadie durante su prolongada ausencia!… ¡Yo, en su caso, hubiera hecho lo mismo!

– ¡Tú, Mirabel! -exclamó la jubilada esposa del anciano jurisconsulto-. ¡Repara lo que dices! ¿Te vas a comparar ahora con ese muchacho?

– ¡Déjame, Tecla! Tú no entiendes de estos achaques, considerados bajo su aspecto artístico… -replicó don Trajano, con tal autoridad, que su pobre mujer se arrepintió de haber abierto la boca.

Los tertulianos indígenas cerraron por su parte los ojos, como dando a entender que ellos no se atrevían en ningún caso a hacer observaciones a aquella especie de Salomón con tupé y patillas, y mucho menos delante de la sobrehumana forastera.

En cuanto a Pepito, hay que advertir que había salido a buscar noticias, por indicación de toda la tertulia, pero antes de que don Trajano comenzase su relación.

– Pues ¡sí! -continuó victoriosamente el neopagano-. Manuel procedió como era debido, dejando rodar el mundo y pasar el tiempo, a fin de que cada cual obrara secundum se, naturaliter y sin presión exterior o extrínseca. ¡Lo contrario habría sido mantener un estado de cosas violento y falso, de muy mal agüero poco prolegómeno de posibles nupcias! Conque olvidemos esto y pongamos sobre el tapete a Soledad; pues veo, Luisita, que está usted deseando saber cómo la adorada por el Niño de la Bola pudo casarse con otro hombre, o cómo hubo hombre que se atreviese a casarse con ella…

– C'est ça! -respondió vivamente la cortesana.

– Dice que así es… -advirtió el afrancesado, dirigiéndose a su habitual tertulia-. Pues señor… -añadió luego-, Soledad estuvo muy mala cerca de un año, después de la partida del osado Venegas, y durante aquel tiempo su padre no pensó más que en cuidarla, hasta que, dichosamente, a fuerza de mimos y desvelos y de traer médicos de todas partes, consiguió hacerle recobrar la salud. Dedicóse entonces don Elías, por sí o por medio de terceras personas, a buscarle marido, procurando que ni ella ni la madre lo notaran; pero, dicho sea en honra y gloria del amador ausente, nadie se prestó a disputarle el corazón ni la mano de su elegida, y eso que el antiguo usurero (me valdré de sus expresiones) daba a la muchacha, enterrada en onzas, y se la ofreció a sujetos de medianísima clase y sin ningunos bienes de fortuna, y eso también que la tal muchacha seguía siendo un primor, de quien todos estaban suficientemente enamorados. Realizábase, en suma, aquel diabólico plan del antiguo monaguillo «de hacerse amo de los valientes de la población, como medio infalible de llegar a serlo de Soledad», pues huelga decir que no todos los que se negaban a casarse con la millonaria lo hacían tanto por devoción amistosa a Manuel como por miedo a las amenazas y juramentos que profirió al marcharse… En lo demás, todos los que interpelaban a don Elías Pérez sobre los sentimientos de su hija, para el caso de que se decidieran a pretenderla, oían igual coatestación:

– ¡Ese es cuidado mío! -les respondía el viejo con la mayor calma-. Cuente usted con su conformidad.

¡Asómbrese usted, Luisita!… (Y no salga esto de aquí, señores, pues voy a revelar un hecho que conocen muy pocos y que a mí me contó el mismo riojano un día que vino a consultarme acerca de otros asuntos, y yo no quiero enemistades con entes como el que tengo que nombrar ahora…) ¡Asómbrese usted, digo! ¡Una sola persona; el joven más feo y más cobarde de la ciudad; una especie de Cuasimodo, sin belleza de alma que contrastase con la deformidad de su cuerpo… (observará usted que también yo conozco a Víctor Hugo…); un bicho malo y descreído (por cuanto era tan cobarde y feo, pero no ciertamente tan cobarde y feo por cuanto era descreído y malo…, que a mí no me falta discernimiento para distinguir estas cosas); un enemiguillo de Dios y de los hombres, a quien todos trataban a puntapiés por más que no pudiera negársele algún ingenio y mucha, aunque detestable, ilustración; un tal Vitriolo, en fin, que todavía vive huérfano desde la niñez y mancebo de la botica de la plaza, fue quien se atrevió, no ya a secundar indicaciones del usurero, que nunca se las hizo, por no considerarlo criatura humana, sino a tomar la iniciativa y dirigir una carta a Soledad y otra a su padre, presentando su candidatura a la mano de la gentil doncella! Alegaba el mísero, con la mayor formalidad del mundo, las excelencias de su alma, la elevación de su talento, su cultura (¡que el muy necio calificaba de superior a la de todo el vecindario!), su carencia de vicios, su laboriosidad, su despreocupación en materias religiosas y políticas, y, sobre todo, la circunstancia de no temer ni poco ni mucho al valentón llamado Niño de la Bola.

Dicho se está que el padre y la hija despreciaron aquellas cartas, tomándolas como una broma de mal género; pero el joven, viendo que no obtenía respuesta, se propasó a hablar personalmente del asunto a don Elías, y éste, que en ocasiones sacaba a relucir un genio de todos los diablos, le contestó llenándolo de improperios y de sangrientas burlas, y diciéndole para terminar:

«-¡Líbrete Dios, sierpe venenosa, de volver a mandar cartas a mi hija; pues si ella se contentó días pasados con obligar a un perro a comerse tu ridícula declaración de amor, yo te obligaré a ti a tragarte los demás papeles que tengas la avilantez de dirigirle!»

Vitriolo se puso más verde de lo que ya era, y respondió con una risa que espantó a Caifás:

«-¡Pobre perro! ¡Procuren ustedes que no rabie! Mi carta de amor, guardada en tal estuche, no podrá menos de convertirse en verdadero ácido sulfúrico.»

Y, dicho esto, se volvió a su casa, donde estuvo enfermo dos o tres meses.

He contado a usted esta anécdota para que forme juicio del extremo a que llegaron las cosas, por la obstinación del prestamista en casar a Soledad con cualquiera que no fuese Manuel Venegas, y también para que se haga usted cargo de lo humillada y afligida que estaría por dentro la Dolorosa en la desventura…

Por lo demás, nuestra heroína seguía en apariencia lo mismo que siempre: serena, impasible, callada en todo lo relativo a Manuel, afectuosísima y zalamera con el embobado don Elías, acompañándolo a la iglesia y a paseo, gastándole cada año un dineral en vestidos y joyas, y contestando con frías sonrisas de lástima a los jóvenes que osaban dirigirle alguna galantería… sin trascendencia. ¡Dios me perdone si me equivoco!; pero en mi concepto, aquella muchacha, tan hermosa y tan rica, estaba como indignada al ver que ningún hombre se atrevía a arrostrar la muerte casándose con ella, o, cuando menos, solicitándolo.

De este modo pasaron seis años. Don Elías Pérez, agobiado por la edad y los sinsabores, se acercaba al sepulcro, y su desesperación no tenía límites al pensar que dejaba célibe a Soledad, y que el odiado Venegas podía regresar el día menos pensado y darle la mano de esposo. Ocurriósele entonces la idea de marcharse con su familia a otro país, donde no gravitaran sobre los ánimos las inolvidables amenazas del Niño de la Bola y le fuese posible hallar marido para la heredera de sus millones… Pero ¡ya era tarde! Un tenaz reuma no le consentía moverse… Estaba postrado en el lecho para no levantarse más.