Arregui, que era riojano y descendiente de navarros, y no daba, por ende, cabida en su sereno corazón a los supersticiosos respetos y temores a que tanto se presta la imaginación andaluza (yo soy también andaluz, mi querida Luisita, pero desciendo de portugueses), quedóse maravillado con lo que acababa de oír; tomó informes de personas sensatas, y se convenció de que todo era cierto; y como, por otra parte, se había prendado de la belleza, afabilidad y discreción de la Dolorosa desde que la visitó por primera vez, no comprendiendo que tan encantadora criatura, llamada a heredar algunos millones, se enterrase en vida entre las cuatro paredes de un convento, se llegó pocos días después al lecho del anciano y le dijo con su gravedad acostumbrada:
«-Yo no soy valiente de oficio; pero no le temo a ningún hombre, sobre todo cuando la razón está de mi parte y puedo contar con el amparo de la ley y de los tribunales de justicia. Tampoco soy rico si se me compara con usted; pero tengo tan pocas necesidades, que, con mi caudal y con mi amor al trabajo, me sobra para no necesitar ajenos millones. ¡Lo que yo necesito, como paisano de usted, agradecido a sus bondades, y como muy enamorado que estoy de su linda hija, es poner término a la vergonzosa tiranía que pesa sobre esta casa! Tengo, pues, la honra de pedir a usted la mano de Soledad, sin desprecio ni desafío, pero también sin temor alguno a las amenazas del famoso Niño de la Bola.»
Don Elías estrechó en sus brazos a Antonio Arregui; le besó las manos y la cara; le apellidó hijo de su alma y de su corazón; lloró de agradecimiento y de alegría, y acto seguido llamó a su martirizada mujer, que lo había oído todo detrás de la puerta, y le mandó que fuese inmediatamente en busca de su hija, pero que antes abrazase a su yerno.
La señá María Josefa llevaba ya muchos días de presentir aquel golpe, y aun de desearlo; pues a la pobre madre le era más duro vivir sin la única prenda de su corazón, y pensar que al cabo del año de noviciado la perdería definitivamente, que arrostrar los desastres a que pudiera dar motivo aquel casamiento el día del retorno, para muchas gentes improbable y para ella infalible, del tremendo Manuel Venegas. ¡Lo que la infortunada quería era ver a su hija a todas horas; que no se la quitasen; que no siguiera sepultada en un claustro! Abrazó, por consiguiente, al fabricante con cierto júbilo, procurando acallar en su corazón los presentimientos que la conmovían con siniestros vaticinios, y marchó desolada en busca de Soledad, a quien no había visto… desde la tarde anterior.
Carezco de datos para referir puntualmente las escenas que se sucedieron en la alcoba de don Elías cuando la joven regresó del convento. La señá María Josefa ha sido muy diplomática en este punto, y se ha limitado a decir que los ruegos, el llanto y las órdenes de aquel extenuado padre, que casi desde el féretro le recordaba la prometida obediencia y le amenazaba con la maldición de Dios y la suya… (a este coloquio no asistió Antonio Arregui), así como la grave y noble actitud que mostró luego el digno industrial, cuyo circunspecto semblante expresaba un amor que no retrocedía ante la muerte, pero que sena humilde esclavo del menor de los caprichos de su dulce sueño… (Improbe amor! Quid non mortaha pectora cogis?), decidieron al fin a la Dolorosa, a sacrificar las gratuitas esperanza s de Manuel Venegas, «al cual (son expresiones transmitidas por la madre) nada tenía ofrecido, ni nunca había dirigido la palabra..»
Pronunció, pues, la esfinge el anhelado sí;…, y pronunciólo, dicho sea en verdad, con gran admiración y espanto de todo el pueblo, y aun de nosotros mismos. Pronunciólo muy tranquila y valerosamente, según unos; a costa de una formidable convulsión, según otros…
¡Ello es que lo pronunció, mal que le pese a la escuela romántica y que ipso facto ocupó Antonio Arregui el trono de esta pendenciera ciudad, vacío desde la marcha del Niño de la Bola!
Ni faltó quien dijera entonces -y yo lo creí- que la taimada y misteriosa doncella estuvo conteniéndose hasta que su prometido se marchó al otro día a las obras de la fábrica, y que entonces fue cuando estallaron sus nervios con tal ímpetu, que se la dio por muerta durante muchas horas…, sin embargo de lo cual, no bien le advirtieron que había regresado Antonio, recobró el imperio sobre sí misma, y se mostró sosegada, apacible y hasta sonriente… Fenómenos son éstos, mi querida Luisita, que muchas veces han servido para explicar ulteriores conflictos en varios matrimonios; como, por ejemplo, la súbita felonía de mujeres que se casaron gustosas en apariencia, y que, no obstante, abrigaban en el pecho la sierpe de otra pasión inextinguible, destinada a morder un día al confiado marido en mitad del corazón y de la honra… Pero ¡yo cometería una ligereza, impropia de mi carácter, si aventurara en este punto, y con relación al caso presente, juicios o prejuicios, tanto más temerarios, cuanto que nada real y positivo se sabe ni se ha sabido nunca acerca de los sentimientos de la Dolorosa, y prefiero volver lisa y llanamente a mi pobre y concienzudo relato!
Diré, pues, en las menos palabras posibles, a fin de no fatigar al concurso, que a las pocas semanas de concertarse aquel matrimonio comenzaron a publicarse las amonestaciones; que durante su lectura todos tenían clavados los ojos en la puerta de la iglesia, esperando ver entrar al Niño de la Bola, en el ademán trágico y solemne del novio de Lucía, a desmentir y ahogar al honrado sacerdote que pregonaba tales nupcias: que, afortunadamente, no ocurrió semejante escándalo, ni ninguna otra novedad y que de este modo llegó, como todo llega en el mundo, el día prefijado para la boda.
Boda he dicho, y no la hubo… Verificóse el casamiento de noche, en la alcoba de don Elías, cuya vida estaba otra vez en mucho riesgo, pero que no consintió se aplazase el acto ni una sola hora. Nadie asistió a él más que el cura de aquella feligresía y los testigos. Yo fui uno de ellos…; ¡y nunca lo fuera, para presenciar horrores como los que allí iban a suceder! ¡No bien acabó la ceremonia nupcial, y mientras la desposada socorría a su madre, que había perdido el conocimiento y caído en tierra, oyóse un gran suspiro en el antiguo lecho del padre del Niño de la Bola, desde el cual acababa de ejercer don Elías Pérez el oficio de padrino de aquel enlace, y vimos que el viejo usurero estaba dando las boqueadas! ¡Apenas hubo tiempo de que el cura le leyese la recomendación del alma, en el propio libro que había servido poco antes para leer a los novios la Epístola de San Pablo! Don Elías expiró inmediatamente…, y (¡oh, miseria humana!, ¡oh sarcasmo del destino!, ¡oh lección de los Hados!) aquellas mismas velas encendidas para que sirviesen como de intorchas de Himeneo a la sacrificada hija fueran blandones fúnebres que alumbraron el lecho mortuorio del padre tirano que ha dado margen al conflicto en que hoy se encuentran tantos y tan sensibles corazones.