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Don Trajano Pericles se enjugó el sudor al terminar aquel sublime esfuerzo de elocuencia, en que, sin pensarlo, rindió cierto culto al romanticismo, y luego añadió, por vía de clásico desahogo:

– A los nueve meses justos y cabales, Soledad dio a luz un hermoso niño.

– ¡Gracias a Dios! -no pudo menos de exclamar la forastera-. Pues, señor, me declaro partidaria acérrima del Niño de la Bola. La razón está de su parte. Soledad no tiene corazón, ni lo ha tenido nunca…

– Creo que confunde usted las especies… -respondió don Trajano-. Lo que no tiene Soledad es un corazón de heroína de novela, y mucho menos un corazón de hombre. Su corazón es pura y simplemente de mujer…

– ¡Está destornillado! -dijo doña Tecla, sonriendo en cierto modo a sus tertulios, como pidiéndoles que perdonasen a su marido.

– Pues entonces digamos que tiene un corazón de mujer que no sabe amar… -añadía entre tanto la madrileña.

– Diga usted más bien -replicó don Trajano- un corazón que ama hasta cierto punto… Yo no negaré que la Soledad ha querido siempre a Manuel Venegas. Creo más…; ahora que no nos oye mi mujer… Creo que lo quiere todavía… Pero la hija del usurero no nació para heroína; no nació para defenderse por sí propia; nació para que otros la defendieran o la conquistasen. Ella contaba, sin duda, con que el temido Niño de la Bola venciese a todos los enemigos de su amor, tanto a su padre como a los pretendientes que pudieran sobrevenir… Parecíase a esas princesas de los cuentos orientales que se dejan ganar, como un premio, por el contrincante más listo en descifrar charadas y enigmas, y se casan con él, aunque no sea muy de su gusto. Indudablemente nuestra princesa, esto es, la Dolorosa, hubiera preferido que Manuel saliese vencedor… Indudablemente lo amaba… Pero el pobre se descuidó, el pobre tardó en regresar de las Indias, el pobre no había contado con que vinieran a esta ciudad forasteros como Antonio Arregui, poco sensibles a vagas amenazas…, y la obediente joven, con más o menos dolor, y con peores o mejores reservas mentales, dejóse conquistar y llevar por don Elías, por el fabricante, por la fatalidad, por el destino…, bien que a condición de hacer luego de su capa un sayo… ¡Así procedieron en todos tiempos las hembras creadas por Dios, ya que no las creadas o falsificadas por novelistas y poetas! ¡Así procedió nuestra primera madre en el Paraíso terrenal cuando, según leemos en el Génesis…!

Por fortuna, llamaron en esto a la puerta de la calle, que, si no, ¡sabe Dios el vapuleo que habría dado el jurisconsulto a las pobres hijas y nietas de Eva, inclusas las más guapas que figuran en las historias!

– ¡Ahí está Pepito! -exclamó la prima del marqués-. El nos traerá noticias frescas…

Lo primero resultó cierto; pero no así lo segundo. Pepito entró, efectivamente, en el salón, empinado y tieso para ganar estatura, y los saludó a todos, aunque sin ver más que a la forastera, como la mariposa no ve más que la llama… Mas, ¡ay!, en cuanto a noticias, todas las que llevaba eran negativas o dudosas.

Sacábase de ellas en sustancia que Manuel Venegas no había penetrado aún en la ciudad, ni sabía nadie por dónde andaba; que don Trinidad Muley, cansado de recorrer el campo en su busca, y teniendo que madrugar para la gran función del otro día (misa y sermón con Señor manifiesto, comunión general, etc., etc), se había retirado a dormir hacía pocos instantes; que la casa de Antonio Arregui, sita en distinto barrio que el ya vacío palacio de los Venegas, estaba cerrada como un sepulcro, pero no así la dispuesta para alojar al Niño de la Bola, por cuyos abiertos balcones se veían muchas luces, como si allí hubiera un muerto de cuerpo presente; y, en fin, que hasta los serenos, únicas personas que ya andaban por las calles, temían que a la tarde siguiente ocurriese alguna desgracia durante la procesión del verdadero Niño de la Bola, a la cual no dejaría de asistir ninguno de los tres personajes principales del drama: Soledad, por el bien parecer, a fin de que no se dijera que le había impresionado el regreso de su antiguo amador; Manuel Venegas, a convertir en hechos sus juramentos y amenazas de antaño, y Antonio Arregui, a evitar que le creyeran huido y lo infamaran con la fea nota de cobarde… Es decir: los tres ¡por consideración al publico!

– Pues ¡hay que ir a esa procesión! -exclamó en el acto la forastera.

– Balcones tengo reservados al efecto, desde mucho antes que pudieran preverse estas barahúndas… -respondió don Trajano-. Iremos a casa de uno de mis labradores.

– ¡No faltaré! -dijeron los ojos de Pepito, quien no podía concebir que Manuel Venegas fuese más interesante que un hijo de las Musas.

– ¡Y también habrá que ir pasado mañana a la rifa! -continuó la madrileña-. El Niño de la Bola no podrá menos de presentarse allí a cumplir su juramento de bailar con la Dolorosa… ¡Deseando estoy conocerlos a los dos!

– Cuente usted con palco principal, o sea con la cueva del mayordomo de la Cofradía -repuso don Trajano, saludando a la prima del marqués.

Y como en aquel momento diese las once el reloj de música que había en el recibimiento, la tertulia se levantó en masa, despidiéndose todos hasta la tarde siguiente, en la procesión; con lo que la forastera se retiró a su cuarto a soñar con no sé qué prestamistas de Madrid; Pepito se fue a su desván a componer versos eróticos a la forastera; los tertulios innominados y mudos se marcharon a descansar del trabajo de haber nacido, y el elocuente señor de Mirabel cayó bajo el brazo secular de su esposa.

Descansemos nosotros también, poniendo para ello fin al libro tercero.

LIBRO CUARTO: LA BATALLA

I. EL CUARTEL GENERAL DE «VITRIOLO»

Amaneció al fin aquel memorable domingo en que había de tener comienzo la ruda batalla de treinta y seis horas que riñeron el Bien y el Mal en torno de Manuel Venegas, y especialmente dentro de su atormentado corazón; batalla empeñadísima y desastrosa, en que tomaron parte, más o menos directa y justiciable, todos los habitantes de la ciudad, o sea todos los individuos del gran Jurado que solemos llamar el público.

Vitriolo había citado la noche anterior a su gente, «para el toque de diana, en la puerta de la botica», y allí estaban, en efecto, desde el amanecer, los que más atrás denominamos mozalbetes muy mal criados, bien que algo instruidos en materias asaz delicadas, de quienes era apóstol y cabeza el pasante de farmacéutico.

También se encontraban en aquel centro ordinario de noticias (y excelente acechadero en tal mañana para seguir las operaciones de Manuel Venegas, cuyo domicilio estaba en la misma plaza) otras muchas personas diversas en edad, clase y condición, todas ellas muy afanadas en averiguar o refererir lo último que se sabía relativamente a los pavorosos sucesos que se veían llegar…, que eran infalibles…, que hasta se aguardaban con impaciencia…, y contra los cuales no dejaría de tronar todo el mundo, ni de proceder activamente la justicia, luego que se hubiesen consumado. Las mismas criadas que iban a la compra se acercaban a aquella gran tertulia al aire libre, y metían su baza en la conversación, indicando lo que debía hacer cada personaje, si tenía honor y vergüenza… Las más sisadoras y alegres de cascos eran las más implacables y terribles, y repetían punto por punto los juramentos y amenazas que el Niño de la Bola pronunció hacía ocho años, terminando todas sus arengas de: ¡Ahora veremos si hay hombres! El propio alcalde, persona muy digna, peroraba allí con la mayor seriedad, sobre si Manuel mataría a Antonio aquella tarde o lo dejaría para el día siguiente en la rifa, inclinándose a que sucedería lo primero. Un familiar del obispo, todavía simple diácono, aunque ya iba para viejo, pero que comenzaba a tener fama de gran teólogo, habíase aproximado a la reunión como por casualidad, y no perdía palabra de lo que en ella se decía, sin que aún hubiese despegado los labios por su parte… En fin, hasta nuestro antiguo amigo, aquel capitán retirado que ofreció dos pagas a Manuel Venegas la tarde de la célebre rifa, hallábase entre los curiosos, sin embargo de sus setenta y ocho inviernos y gloriosísimos achaques…