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Todos los mozalbetes rodearon al maestro, no en ademán de veneración o cariño, sino de una cínica confianza que rayaba en burla, diciéndole sucesivamente:

– ¡Buenos días, Palodus!

– ¡Buenos días, Espátulo!

– ¡Buenos días, Panacea!

– ¡Buenos días, Cerato-simple!

– ¡Buenos días, Papaveris-albis!

Estos y otros muchos nombres tenía el ayudante de farmacéutico… Pero el público en general había optado por darle el de Vitriolo.

– ¡Buenos días, morralla! -contestó el enemigo de Dios, regalando una repugnante risa de su fea y desaseada boca a los insolentes mozuelos.

Y ni saludó al resto del concurso, ni fue saludado por él. No podía darse mayor franqueza ni más desprecio recíproco por parte de todos.

Vitriolo tenía veintiocho años, pero manifestaba cuarenta: ¡tan marchita se hallaba su piel, tan calva su frente, tan arruinada su dentadura, tan encorvado su talle, tan turbio su mirar y tan mermada su vista! Sin rayar en monstruo, lo cual hubiera excitado compasión, sin carecer de hechura humana, ni faltarle ningún remo ni sentido, era de lo más feo que Dios ha criado. Hacía daño a los nervios el extravío de sus ojos; ofendía su sonrisa, hasta cuando no era sarcástica y burlona, y causaban náuseas su color de membrillo y su pelo de muerto, así como su total descuido en cuanto a policía y limpieza. Tenía enormes pies y manos, las piernas un poco torcidas, hundido el tórax, desagradable la voz y apestoso el hálito. Dijérase además que lo vestían sus enemigos, pues su ropa amarillenta y su corbata verde no podían ser menos adecuadas al color de su rostro, por más que tuviesen pintas o manchas de toda clase de pringues y ungüentos. Tal era el atrevido personaje que pretendió a la Dolorosa después que se hubo ausentado Manuel Venegas y antes de la aparición de Antonio Arregui, tal era el misionero de la incredulidad en aquella población de moros bautizados, tal era el inteligente mancebo de la mejor botica de la ciudad (botica cuyo titular y dueño residía casi siempre en el campo); tal era el traidor de nuestro drama.

No bien lo divisó el familiar del señor obispo, puso término a su pacífica elegía y trató de marcharse, pero Vitriolo, que lo advirtió, exclamó con su acento burlón y desapacible:

– ¡Siga usted, señor don Carmelo!… ¿Por qué se calla al verme? ¿Estaba usted profetizando, como anoche, los milagros que haría esta tarde en la procesión el verdadero Niño de la Bola? Anoche no le respondí a usted porque tenía dolor de estómago; pero hoy debo decirle que el verdadero Niño es más supuesto que el falso, y, por consiguiente, menos capaz de hacer prodigios. ¡Figúrense ustedes que la venerada efigie del tal Niño está esculpida en madera de roble, y que una vez que se le rompió la mano en que lleva el mundo se la remendó por una peseta el carpintero de aquí al lado!…

– ¡Esto no se puede sufrir! -gruñó el capitán, pidiendo una silla y sentándose en medio del corro-. ¡Yo no sé por qué viene uno adonde se dicen tantas insolencias y majaderías!…

– Tiene usted razón… Yo me voy… -dijo el alcalde-. ¡Estos diablejos lo comprometen a uno! Vamos, Martín… Y penetró en la casa de Ayuntamiento.

– ¿Ves? -observó a Vitriolo el llamado Martín, discípulo suyo, muy de notar por lo flamante y moderno de su equipo-. ¿Ves? ¡El señor alcalde ha tenido que irse!… ¡Dices cosas demasiado fuertes!…

– ¡Habló Judas! -gritó el farmacéutico-. ¡Camaradas! Ya os lo dije anoche… ¡Martín nos abandona! ¡Desde que lo han nombrado escribiente del Ayuntamiento, se ha vuelto beato!… ¡Hay que expulsarlo de nuestra comunidad! ¡El mejor día lo vamos a ver dándose golpes de pecho en las iglesias!

– ¡Yo no soy beato, ni lo seré nunca! -respondió Martín muy amostazado-. Lo que nos pasa a todos tus amigos es que, como somos menos feos que tú, no aborrecemos tanto a Dios y se nos olvidan tus lecciones de impiedad. Quiere esto decir que, en mi concepto, tú eres de la clase de impíos más detestable que se conoce. No lo eres, en efecto, por espontáneas y tranquilas reflexiones filosóficas; ni tampoco por el sentimentalismo romántico de ciertos poetas; no como los respetables, y muchos de ellos honrados o felices, autores franceses que hemos, leído juntos, como Volney, Voltaire, Diderot, etc., sino pura y simplemente porque eres feísimo y malo; por falta de goces o de paciencia; por perversidad natural, como algunos reptiles y alimañas… En una palabra: si tú no hubieras nacido tan deforme, ya habrías tenido novia, tal vez te hubieras casado con ella, ¡y quién sabe si a estas horas serías el padrazo más creyente, más optimista y más religioso de la ciudad!… Pero, amigo, eres tan horrible y te dolerá tanto no haber encontrado todavía una mujer que te escuche, que, ¡vamos!…, me explico que no estés agradecido al Criador ni ames a tus prójimos como a ti mismo…

– ¡Al Criador! ¡Al Criador! -repuso Vitriolo con amarga ironía. ¡Os repito que nos vende desde que le han dado ese plato de lentejas! Paco Antúnez…, llegas oportunísimamente… ¡Tú, que eres mi discípulo mayor, mi brazo derecho, mi brazo fuerte, mi brazo secular, cerrarás la puerta del templo (digo de la trasbotica) a ese caballero escribiente que ya fuma tabaco propio!

– ¡Nada me importa no volver por aquí! -replicó el maltratado discípulo-. ¡Y ya verás cómo poco a poco se van yendo todos estos incautos a quienes pudres con tus doctrinas! En cuanto a lo demás, sepan ustedes, señores, que si Vitriolo aborrece tanto a la Dolorosa, consiste en que estuvo enamorado de ella y recibió calabazas… ¡o algo peor que calabazas!…

– ¡Mentira! -gritó el boticario hecho un veneno-. ¡Fue muy al revés! ¡Yo no la quise cuando don Elías me la daba (enterrada en onzas)…! Pero bien sabe todo el mundo que soy amigo de don Antonio Arregui, y que su suegra manda aquí por todas las medicinas. Por consiguiente, eso que has dicho es una infame calumnia.

– Pues allí viene el que me lo ha contado esta mañana… -respondió Martín, señalando a nuestro Pepito, que asomó en tal momento por un arco de la plaza.

– ¿Aquél? ¿Y quién es aquél? ¡Ah, Pepito! ¡Otro Judas! ¡Otro desertor como tú! ¡También asistía él antes a nuestra reunión, y era de los más calientes contra el bando apostólico! ¡Verán ustedes cómo ahora pasa de largo, sin mirar siquiera hacia aquí!… ¡Vendrá de adular al obispo, a ver si lo hace sacristán!… Señor don Carmelo, dígaselo usted de mi parte a su ilustrísima… ¡Dígale que Pepito no cree en Dios!… ¡Oiga! ¡Y qué compuesto sale tan de mañana!… ¡Nada! ¡No nos saluda! ¡Habrá trasto como él! ¡Sin duda irá a pedir un destino a la forastera del afrancesado, a esa prima vigésima de un marqués de mentirijillas, cuyo título no está en la Guía de forasteros!…

– ¡Cálmate! -le advirtió por lo bajo Paco Antúnez, mozo arrogante, honesto, limpio y simpático, bien que no menos republicano y librepensador que Vitriolo-. ¡Vas a disgustar a todo el mundo!

– ¡No me calmo! ¡Estoy harto de padecer! -replicó el enemigo personal del Criador y de las criaturas-. ¡Miren cómo me ha puesto de frescas ese escribientillo, sólo porque dije que el Niño Jesús es de madera! Pues ¡de madera es! ¡Y si, en lugar de una cruz de plata hubiesen puesto una púa de hierro a la bola que lleva en la mano, tendríamos al mundo convertido en un trompo!

– ¡No es mucho más grande que un trompo nuestro mezquino mundo, si se le compara con la inmensidad y con el poder de Dios! -exclamó gravemente el teólogo, creyendo que el sesgo del debate le favorecía para hacerse oír-. Si el mundo y el hombre no son de madera, son de barro…, y están hechos de la nada, como dice la Sagrada Escritura. La fuerza y santidad de ese Niño de palo, y de la cruz que ostenta ese trompo consisten en la moral que simbolizan y en el sacrificio que recuerdan; consisten en que ayudan a desarmar la ira, a templar la concupiscencia, a hacer al hombre, hombre…