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– ¡Y el que usted hable así consiste -interrumpió Vitriolo- en que es barbero del señor Obispo desde que Su Ilustrísima desempeñaba un pobre curato en Vizcaya!…

– ¡A mucha honra! -contestó el familiar, conteniendo con su noble actitud las risotadas de unos y el movimiento de indignación y retirada de otros-. ¡Es muy verdad que sigo afeitando a mi señor y padre, el cual me sacó de la miseria cuando la guerra civil dejó pidiendo limosna a toda mi familia! Pero eso no quita que yo, yo, que sería muy capaz de ahogar a usted con las manos si no me lo impidieran mis ideas religiosas, me complazca en pedir a Dios que lo mire con misericordia en la hora de la muerte.

– ¡Bien dicho, señor cura! -exclamó el capitán-. ¡Déme usted esos cinco!

– ¡Palabras de carlista! ¡Estratagema de apostólico! -replicó el boticario-. ¡Por todas partes se va a Roma!

– ¡Lo mismo me explicaría y procedería -repuso el teólogo- si fuera judío, moro o protestante! No, yo no defiendo aquí ahora ninguna religión determinada, sino la religiosidad en abstracto, el temor de Dios, el amor al hombre… En fin, lo perdono a usted, y me marcho. ¡Usted abrirá los ojos con el tiempo!

Vitriolo conoció que quedaba mal, y trató de detener al diácono, diciéndole a roda prisa:

– ¡Defiende usted las tinieblas! ¡Defiende usted la Inquisición y el f anat ismo! ¡Defiende usted la mentira, profesada como industria para tiranizar y explotar a los hombres! En cambio; nosotros, los filósofos, defendemos los fueros de la razón, la causa de la verdad, la despreocupación del entendimiento, la dignidad de la especie humana. ¡Nosotros no queremos que nadie viva engañado, ni sometido a las desigualdades de la suerte, en la esperanza de otra vida y de un cielo que no pueden existir, que no existen, que repugnan a la buena lógica, como lo demuestra el célebre dilema de Epicuro!…

Pero el teólogo no oía ya al farmacéutico, pues se había marchado efectivamente, dejándolo con la palabra en la boca.

La mayoría del público, y con especialidad las personas graves, comenzaron a desfilar también, renunciando a las decantadas ventajas de convertirse al ateísmo, con lo que pronto la tertulia quedó en cuadro…

– Pero, ¡hombre! -arguyó entonces el capitán, encarándose con Vitriolo-. Suponiendo que todas esas infamias que usted dice sean ciertas, ¿qué adelanta con darnos tan malas noticias? ¿Qué pierde usted con que yo, en medio de mis reumas, de mi retiro forzoso, del atraso de mis pagas y del disgusto de conocer a muchos malvados como usted, me consuele esperando hacer en otra parte una campaña mejor que la de esta pobre vida? ¿Me equivoco? Pues ¡déjeme usted en mi dulce engaño! ¡No haga usted el oficio de Satanás! ¡Piense usted en sus ungüentos, y déjenos a nosotros con nuestros santos… de madera, que también nos sirven de medicina!

– ¡Valiente modo de discurrir! -contestó el boticario-. ¡Bien se conoce que no ama usted la verdad, ni ha visto un libro por el forro! ¡Los militares fueron ustedes siempre oscurantistas, inquisitoriales, serviles!

– ¡Vaya usted mucho enhoramala! -repuso el capitán, levantándose-. ¡Yo no soy servil! ¡Yo soy más liberal que usted! ¡Yo me he batido contra Napoleón y contra Angulema! Yo he derramado mi sangre defendiendo la independencia y la libertad de mi patria, hasta que, por viejo y achacoso, me dieron el retiro… Pero todavía soy capaz… En fin, no quiero incomodarme… Repito que hago una tontería en venir por aquí… ¡Todos sois unos impíos, unos luteranos, unos mocosos, que debíais estar en la cárcel!… Mas, ¿qué le hemos de hacer? ¡El mundo marcha así! Conque muchachos, ¡hasta luego!… Son las ocho, y voy a ver si me dan de almorzar.

Grandes carcajadas y burlas produjo en los mozalbetes el apóstrofe del veterano; y como en pos de él se marchase la poca gente de viso que ya quedaba en el corro, penetraron aquéllos en la botica, donde el maestro, atendida la especialidad de las circunstancias, les dejó meter mano al cajón del palodus, y hasta fingió no reparar en que algunos se empinaban las botellas del jarabe simple, del jarabe de corteza de cidra y del jarabe de altea.

* * *

Terminado el refrigerio, todos se fueron a sus casas a continuar almorzando, menos Paco Antúnez, a quien dijo Vitriolo:

– No se marche usted, señor jefe de estado mayor. Tenemos que hablar…

– ¿Qué hay? -preguntó el mimado discípulo con aire de verdadero valiente-. ¿Que dice la Volanta?

Vitriolo le contestó con suma afabilidad:

– La Volanta está en muy buen terreno. Tú sabes que fue una labradora muy acomodada, y que su afición al aguardiente la hizo caer en las garras del usurero don Elías, quien la dejó pidiendo limosna… Hoy le dan de comer Soledad y su madre, más bien por remordimiento que por caridad, de donde se deduce que ella las detesta con todo su corazón. En cambio, considerando que yo soy el abogado consultor de los pobres, que no voy a misa, y que le hago de balde ciertos ungüentos para sus oficios de curandera y de bruja, me quiere con toda su alma, ve en mí una especie de vicario del diablo, único Dios en que cree, y me cuenta todo lo que sucede en casa de la Dolorosa. Ahora bien: por tan seguro conducto he sabido que la señá María Josefa fue quien mandó anteanoche destruir la gran acequia de la fábrica, tan luego como se enteró de que llegaba Manuel Venegas, obligando así a marchar allá a Antonio Arregui, y ganando tiempo para entenderse con el burlado amante… La propia Volanta proporcionó el hombre que rompió dicha acequia, y ella también debía procurarme a mí hoy, según me ofreció anoche, esta misma u otra persona que fuese a la fábrica como por casualidad y participase a Antonio Arregui el regreso del Niño de la Bola. ¡Seis reales le di para ello!…

– Son tres leguas de ida y tres de vuelta… ¡No estuvo mal! -prorrumpió flemáticamente Paco Antúnez, encendiendo un buen trozo de lo que entonces se llamaba tabaco negro.

– No estuvo mal… -repitió Vitriolo-. Pero es el caso que todos los hombres a quienes ha propuesto el trato la Volanta recelan que se entere el Niño de la Bola, y ninguno se atreve a ir a la Sierra… ¡Ya ves qué contrariedad! ¡Son las ocho de la mañana, y es menester que el marido de la Dolorosa se halle aquí antes de la hora de la procesión!…

– La procesión es a las cuatro…-observó con frialdad Antúnez, chupando aquel veneno que tenía en la boca.

– ¿Te atreverías tú a ir? -preguntó Vitriolo, afectando gran indiferencia.

– ¡Yo no! -respondió inmediatamente el discípulo, con una gravedad impropia de sus veintidós años.

– Puedes fingir una cacería… -insistió Vitriolo-. Coges el caballo y la escopeta, y en dos horas estás allí… Arregui no podrá maliciar que vas ex profeso a darle la noticia.

– He dicho que no voy… -replicó Antúnez, mirando el humo de su cigarro,

– ¿Temes que se lo cuenten a Manuel Venegas? ¿Te asustas tú también del Niño de la Bola?…