– ¡Qué falta de consideración! ¡Qué descoco! -añadían algunas-. ¡Andar de fiestas estando ausente su marido! ¡Constándole que el otro piensa venir aquí!
– ¡Confesemos que es muy valiente! -respondían los más tolerantes-. ¡Ella misma se lanza a la cabeza del toro! ¡Mirad qué cara tan serena y tan hermosa! ¡Mirad qué sonrisa tan altanera! ¡Mirad qué ojos! ¡Ninguna inquietud se lee en ellos! ¡Y, sin embargo, bueno andará su corazón!
– ¡Esa, ésa es la Dolorosa! -exclamaba al mismo tiempo don Trajano, dirigiéndose a la prima del marqués-. ¡Este golpe la retrata de cuerpo entero! ¿Sabe usted a qué viene aquí? ¡A desarmar a Manuel con su presencia, a hacerle una paz vergonzosa para Antonio Arregui; a jugar el todo por el todo! Ya dije a usted anoche que Soledad ama… hasta cierto punto, al intrépido Venegas. Yo soy viejo y conozco el pecado…
– ¡Es usted atroz! -contestó agriamente la cortesana, cual si el jurisconsulto la hubiera sorprendido recorriendo con la imaginación, por cuenta de Soledad, aquel sendero pacífico, criminal y deleitoso.
Y luego añadió, quitándose los lentes:
– ¡Pues, señor, declaro que esa mujer vale más de lo que yo me figuraba… Aunque viste con mediano gusto y tiene una expresión hipócrita que da miedo, es muy bonita, muy graciosa y hasta muy interesante…
¡Que si lo era!… Permítasenos describirla por última vez… Permítasenos decir a qué extremo de hermosura había llegado la que conocimos inocente niña y púdica doncella, cuando la vemos ya convertida en mujer de veinticinco años, esposa y madre.
Soledad no pertenecía a la raza de las estatuas griegas. Su hermosura tenía más de gótica que de pagana, más de románica que de clásica, más de las creaciones de Schiller que de las de Ovidio, más atributos, en fin, de dama que de diosa. Así y todo, su conjunto era un primor de gracia, cuyas suaves líneas fluctuaban a veces entre la curva y el ángulo, dando mayor realce a los verdaderos hechizos femeniles. Ni se admiraba sólo la forma en aquella exquisita figura: la misma materia, cosa indiferente en la belleza gentílica, tenía en Soledad atractivo, y hablaba por sí propia a la imaginación. Era, en resumen, una de esas mujeres finas y nerviosas (a quienes erróneamente se suele llamar espirituales o ideales), cuyos encantos corpóreos no se limitan al dibujo, al modelado exterior, a la belleza plástica, como en las beldades olímpicas, sino que residen y se aprecian en la totalidad del ser físico, en su índole y naturaleza, en la calidad de la masa, así en lo que de ellas puede ver el escultor, como en lo que adivina el fisiólogo: mujeres verdaderamente materiales y terrenas, mucho más humanas que esas macizas cariátides sin magnetismo, que parecen modelos de contorneada arcilla: ¡elásticas serpientes, en fin, de piel dócil y lúbrica, de carnes precisas y delicadas, de huesos cálidos y endebles, de sangre rápida y fluida, que viven y huelgan en el fuego, como se cuenta de las salamandras!
El rostro de la Dolorosa acrecía el profundo interés y ardiente curiosidad que ya despertaba en el ánimo la traza de su lánguida y voluptuosa contextura. Acuella palidez inalterable y llena de vida; aquellos ojos amantes y altivos a un propio tiempo; aquellos labios sensuales y desdeñosos; aquel sentimentalismo del concierto de sus facciones, tan incompatible con la adocenada vida que llevaba pacientemente la casual esposa de un hombre vulgar, o, cuando menos, prosaico; todas estas contradicciones de su ser y de su existencia, expresadas vagamente por el semblante, hacían que la callada joven cautivara la imaginación y el deseo, como trágica y misteriosa esfinge, guardadora de peregrinos secretos.
Dicho se está que casi ninguna de estas sublimidades pasaban por las mentes a aquellos semi-africanos que devoraban con la vista a Soledad: mas no por ello se les oscurecía la sustancia de cuanto acabamos de exponer, ni envidiaban menos, en hipótesis, al feliz mortal que sacase de su forzosa perdurable apatía a la malograda heroína de amor; lo cual equivale a decir que envidiaban en futuro contingente a nuestro amigo Manuel Venegas, presunto dueño efectivo de aquel corazón encarcelado.
Por lo que respecta a Luisa y al señor de Mirabel, estaban muy al tanto de todo, a fuer de doctores en materias de arte, vicio y sentimiento, y profundizaron aquella tarde mucho más allá que hoy mi tosca pluma en el análisis físico-poético-moral de la Dolorosa.
De pronto advirtióse en los grupos un gran movimiento, que muy luego se propagó a ventanas y balcones, como si ocurriese alguna extraordinaria novedad… ¿Qué motivaba aquel oleaje de la muchedumbre? ¿Iba a salir la procesión? ¿Se había suspendido? ¿Acontecía alguna desgracia?
No; era que Manuel Venegas acababa de aparecer en lo alto de la calle de Santa María; era que avanzaba hacia la parte concurrida de ella, precedido de una escuadra de bullidores muchachos y escoltado a respetuosa distancia por media docena de valientes de segundo orden; era que llegaba el héroe del día.
Casi toda la gente se apartó de las inmediaciones de la iglesia, y fue extendiéndose calle arriba para gozar más pronto de la presencia del joven sin ventura, el cual marchaba, entre tanto, sosegadamente, sin mirar a nadie, con la cabeza un poco inclinada, y divirtiéndose al parecer en agitar con el bastón las olorosas hierbas que alfombraban el suelo.
No podía decirse, sin embargo, que le fuera indiferente el público, cuando tanto se había acicalado y compuesto en medio de sus penas, para presentarse dignamente a él. Los moros son siempre vanidosos y artistas, y acuden a las batallas con sus mejores ropas y todo el posible boato, viendo tal vez una fiesta en el peligro… La mencionada tarde vestía Manuel como un novio, como un triunfador, no como un hombre que acaba de ser desarraigado de la vida y sólo espera ya marchitarse y morir… Todo su traje era de rica seda negra sin brillo, con alamares del mismo color y muchos botones de plata mate; lucía un magnífico sombrero de jipijapa, de forma chamberga, al uso de ultramar; hermosos brillantes relumbraban en sus dedos y en la bordada pechera de la camisa, y pendía de su cuello una larga y muy gruesa cadena de oro, que iba a perderse debajo del ceñidor chinesco liado a su cintura, sirviendo, indudablemente, de sostén a un soberbio reloj, digno de tan fastuoso indiano.
Con mayor evidencia hubiera podido asegurarse que nuestro joven, contra su antigua costumbre, llevaba consigo un arma, y que esta arma era un puñal; pues a muy poco que se observaba, veíase dibujar su rígido bulto bajo la sarga de la chaqueta… Por lo demás, si aquellos viajeros que veinticuatro horas antes le saludaron en lo alto de la sierra vecina lo hubiesen visto en tal momento, habríanse espantado y hasta condolido del profundo cambio que se advertía en su noble rostro… ¡Una horrorosa contracción atirantaba todos sus músculos; despedían sus ojos una luz torva y rojiza como los del león durante la cuartana, y la más lúgubre tristeza tendía su velo de muerte sobre aquellas varoniles facciones! ¡Tristeza desesperada y terrible, no quejumbrosa y vehemente como la sed y el ansia de consuelo, sino fija, muda, petrificada, irremediable, muy más amenazadora en su serenidad que todos los arrebatos de la ira!
Las gentes de la calle no se atrevieron al principio más que a saludarlo a distancia, diciéndole un «¡adiós, Manuel!»;, tan natural y corriente como si no hubiesen pasado ocho años desde su última entrevista, a lo cual respondía el joven llevándose la mano al sombrero, sin pararse a ver de quién se trataba…
Un poco más adelante, ya osaron algunos acercársele y detenerlo, alargándole la mano y preguntándole por la salud. Eran -decían- antiguos amigos suyos…, y entre ellos reconoció a aquel matón a quien tuvo que romper el brazo derecho. Otros se denominaron sus condiscípulos… (¡cuando sabemos que nuestro héroe no había asistido a más escuela que al despacho de don Trinidad Muley!). Y hasta hubo alguien que se le presentó a título de hermano de leche, ignorando, sin duda, que el joven fue amamantado por su propia madre.