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En poco estuvo, sin embargo, que se desvaneciera la ilusión del público y se conociese que Manuel no era en aquel instante un pecador contrito, ni mucho menos… Lo decimos porque entonces ocurrió que la madre de la Dolorosa y la dueña de la casa trataron de quitar del balcón a la angustiada joven, próxima a perder el conocimiento, visto lo cual por Manuel desde el suelo, en que mañosamente estaba acechando la ocasión de proseguir su amoroso avance, sintió de nuevo vértigo de furor y de locura, irguióse, no del todo y con mucha cautela, y deslizó un pie en aquella dirección, como el tigre adelanta las manos para dar el salto…

– ¡Detenedlo! ¡Detenedlo! -exclamaron, haciéndose hacia atrás, las dos o tres personas que, por estar más cerca, pudieron ver que se levantaba-. ¡Detenedlo, que no se ha calmado!

Manuel arrojó a los que tal decían una mirada y una sonrisa espantosas, y, sin acabar de erguirse, y volviendo la cara a un lado y otro, como para impedir que lo detuviesen, avanzó resueltamente hacia el balcón…

Pero entonces oyó tronar sobre su cabeza una voz terrible, que le decía con indignado acento:

– ¿Adónde vas, desgraciado? ¿Por qué no quieres verme? ¿Qué daño te he hecho yo con amarte?

Y al mismo tiempo vio que una especie de montaña de oro le cerraba el camino interponiéndose entre él y la casa que iba a asaltar.

Era el corpulento don Trinidad Muley, el cura de Santa María, el preste de la procesión, revestido con capa pluvial de tisú de oro y plata, hecha como de molde para lucir sobre tan amplia y majestuosa figura.

Manuel, en medio de su delirio, lanzó un sollozo de amor y melancolía al encontrarse cara a cara con el digno sacerdote, con su antiguo protector, con su segundo padre, con el ser a quien más debía en el mundo, y le besó las manos y el rostro, entre exclamaciones de entusiasmo y tiernas lágrimas de la multitud.

– ¡Déjame! ¡Aparta! -decía entre tanto el experto don Trinidad-. ¡La procesión no puede detenerse! ¡Te repito que eres un ingrato! ¡Cerrarme la puerta de tu casa! ¡Desairarme delante de todo el pueblo!

En el ínterin, Soledad y su madre habían desaparecido.

– ¡Perdón, señor cura! -balbuceó Manuel, avergonzado de haber ofendido a su bienhechor.

– ¡Déjame! ¡No quiero verte! -replicó don Trinidad, fingiéndose cada vez más furioso.

– No me rechace usted, señor cura… -insistió el joven-. ¡Piense que soy muy desgraciado! ¡No aumente mi desesperación con sus desprecios!

– Pues entonces…, ¡agárrate y sígueme! -contestó su antiguo padrino-. Pero cállate ahora… Aquí no se puede hablar… ¡Señores! ¡Adelante con la procesión!

Y, al decir esto, el párroco alargaba a Manuel un pico de su capa pluvial, de cuya fimbria se cogió maquinalmente aquel pobre enfermo, tan necesitado de verdadero cariño.

Y la procesión se puso en marcha; y en pos de ella iba don Trinidad Muley cantando estentóreamente y mirando de reojo a Manuel para que no se soltase; y en pos de don Trinidad caminaba el terrible joven asido a la sacra vestidura; y en pos de la rescatada oveja (frase de don Trajano) bullía un gentío inmenso, que gritaba:

– ¡Milagro! ¡Milagro!… ¡Viva el Niño Jesús!

* * *

– ¿Qué diablos es eso? -preguntaban en tanto muchas personas desde los balcones más distantes.

– ¡Qué ha de ser! -respondían desde la calle algunas voces-. ¡Que Manuel Venegas iba a matar a la Dolorosa, cuando de pronto ha caído de rodillas debajo de las andas del Niño Jesús, y luego ha echado a andar piadosamente detrás de la procesión!… ¡Mírenlo ustedes! ¡Allí va…, cogido de la capa de oro de don Trinidad Muley!

– ¡Mentira! ¡No ha pasado así! -exclamaban los discípulos de Vitriolo y los catecúmenos que ya tenía en aquel barrio-. Lo que ha sucedido es que la Dolorosa se ha echado a llorar al ver a su antiguo adorador; que el padre cura ha dicho a éste cuatro frescas por no haberle querido recibir hoy, y que, de resultas de lo uno y de lo otro, nuestro perdonavidas se ha ido detrás de su antiguo amo como un doctrino, como un borrego, como el último acólito de la Parroquia… ¡Estos son los valientes! ¡Mucho ruido, y luego… la nada entre dos platos!

– ¡Conque ha llorado la Dolorosa! -decía la parte neutra del coro-. ¡Mala señal para Antonio Arregui! ¡Los primeros amores son los que privan! ¡Veréis cómo todo esto concluye por donde debió empezar: por entenderse los dos enamorados, y por irse Antonio Arregui a la Rioja! ¡Lástima de fábrica! ¡Hacía un paño tan bueno y tan barato!

En tal momento, es decir, cuando la procesión estaba ya en la calle de Santa Luparia, y Soledad y su madre se habían marchado por excusadas callejuelas, y todo parecía terminado por aquella tarde, notóse gran agitación en lo hondo de la calle de Santa María.

– ¡Antonio Arregui ha llegado! ¡Antonio Arregui viene! ¡Antonio Arregui está ahí!… Miradlo… ¡Aquél es! ¡Y qué cara trae! -decían en voz más o menos baja muchas personas, señalando a un hombre de buena presencia, que avanzaba muy de prisa por en medio de la calle, con la faz descompuesta por la indignación, seguido de algunos pilludos, y fijos los ojos en la casa donde Soledad y la señá María Josefa habían pasado la tarde.

Y entonces fue de ver la maestría con que el público se reparte los papeles y funciona en tales casos sin previo acuerdo. Mientras que unos paraban al furioso riojano y le referían exactísimamente todo lo ocurrido, advirtiéndole que su mujer y su madre política se habían marchado ilesas, y rogándole con cierta sorna que fuera prudente y se encerrase en su casa…, otros echaban calle arriba, a fin de alcanzar a Manuel Venegas y ponerle al tanto de la novedad, con ánimo, sin duda, de acabar también pidiéndole hipócritamente que se dejase de terquedades y trapisondas, y evitara un desagradable encuentro con el irritadísimo esposo de la infortunada hija de don Elías Pérez…

Por fortuna, no faltaron en el concurso algunas almas caritativas mejor aconsejadas, que corrieran más que éstos últimos y dijesen oportunamente cuatro palabras al oído a don Trinidad Muley…

– ¡Corred, muchachos! -gritó entonces el cura a los portadores de las andas-. ¡Vamos, vamos!, que está oscureciendo… ¡Más de prisa aún, perezosos! ¡Basta por hoy de procesión! ¡Y tú, Manuel mío, no te sueltes!… ¡Este diantre de capa pesa mil arrobas, y tú estás ayudándome a llevarla!

Tomó, pues, la procesión un paso como de fuga. Los de las andas, arengados incesantemente por don Trinidad, lo atropellaban todo, sin respeto alguno al orden de la comitiva: los del palio corrían detrás de las andas, midiendo con las varas el suelo a grandes trancos, y sacerdotes, monaguillos, seises, bajonistas, cofrades, público y escolta formaban un barullo indescriptible.

– Pero ¿qué ocurre? ¿Por qué corren ustedes tanto? -preguntaban los muñidores, esgrimiendo sus pértigas.

– ¡Nada! ¡Nada! ¡Adelante! -respondía don Trinidad Muley, echando los bofes.

Y, no muy seguro aún de que bastase a su propósito aquella gloriosa huida, llamó al septuagenario capitán, que marchaba detrás de él representando al ejército: le refirió al oído lo que pasaba en la otra calle, y terminó diciéndole a media voz: