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– Señora, ¡cállese usted, por María Santísima! -interrumpió a su vez don Bernardino-. Doña Antonia no hace más que mirarnos, y la pobre está que da lástima verla…

– Dice usted bien… Voy a acompañarla… ¡Luego se lo contaré yo a usted todo, mi subteniente! Entretanto, señor don Bernardino, véngase a mi lado, no sea que vaya usted a aprovechar la ocasión para destriparme el cuento… ¡Espérese usted, Amoñita! ¡Arre, Piñón!

* * *

No creemos que el lector tenga empeño alguno en oír de labios de doña Paz la historia de los primeros veinte años del Niño de la Bola relatada en el embrollado estilo de que la impetuosa viuda acaba de darnos elocuente muestra… Preferimos, pues, narrarla por nosotros mismos, con referencia a todos los datos que poseía el público, después de lo cual correremos en seguimiento de nuestro héroe, a fin de acompañarlo en el remate de su jornada, y llegar con él a la famosa ciudad que fue su cuna, y donde iba a desenlazarse el perpetuo drama de su vida.

Conque digamos adiós al subteniente, al sacristán, a las viudas, a los estudiantes y a los aceiteros, de ninguno de los cuales hemos de volver ya a tener noticias hasta que nos los encontremos el día del Juicio en el famoso Valle de Josaphat.

LIBRO SEGUNDO: ANTECEDENTES

I. LA MOSCA Y LA ARAÑA

El memorable año de 1808 vivía en la ciudad cierto cumplido caballero, huérfano, célibe y de unos cinco lustros de edad, llamado don Rodrigo Venegas, que se jactaba de proceder de aquel Reduán del mismo apellido, príncipe moro con vetas de cristiano, cuyo nacimiento se debió, según ya sabréis, al dramático enlace de un vástago de la casa señorial de Luque con la hermosísima princesa Cetimerien, descendiente del profeta Mahoma.

Como quiera que fuese, nuestro don Rodrigo había heredado de sus padres mucha hacienda y un viejísimo y destartalado caserón, con honores de palacio, en cuya fachada se veían los ambiguos escudos de armas de tan esclarecida familia, pregonando antiguas hazañas que ya no iban teniendo imitadores en tierra española…, y, por resultas de todo ello, el buen hijodalgo, hombre de entero corazón y encumbradas ideas, se consumía en aquel decaído y sedentario pueblo, no sabiendo qué hacerse de sus rentas ni de su sangre, ansiosas de correr en empeños nobles y generosos.

Imaginaos, pues, el efecto que le produciría la súbita explosión de la guerra de la Independencia. Español, al fin, aunque en realidad descendiente de españoles no bautizados, empuñó seguidamente las armas contra el francés; empero, como no era hombre de contentarse con hacer lo que cualquiera otro, llegó en su patriotismo hasta equipar, armar y mantener a sus expensas, durante cuatro años, una partida de voluntarios de caballería, al frente de los cuales se cubrió de gloria en muchas y muy célebres batallas. Consecuencia de tan relevante conducta fue que cuando, después de la victoria de los Arapiles y entrada de nuestros ejércitos en Madrid, don Rodrigo regresó a la ciudad a curarse su quinta herida, y sin haber querido admitir recompensa alguna del Gobierno de la nación, encontróse vacíos sus graneros, muertos sus ganados, sus tierras sin arar desde 1809, y talados o arrancados de cuajo sus olivares y viñas por los vengativos soldados de Sebastiani. Ni paraban aquí los menoscabos de su hacienda: hallóse también entrampado en la respetable suma de cuatro mil duros con el más rico y feroz usurero de la ciudad (a quien había tenido que ir pidiendo dinero desde Bailén, desde Ocaña y desde Talavera, para sostener la benemérita partida), y en nada menos que otros diez mil duros que importaban los réditos y los réditos de los réditos de aquella cantidad, según la socorrida cuenta del interés compuesto

Todo lo llevó con paciencia y hasta con alegría y orgullo, el magnánimo don Rodrigo, como había llevado los dos balazos y las tres cuchilladas que recibió en defensa del suelo patrio, pero no se conformaron del propio modo algunas personas de su posición, amigas suyas y conocidas del prestamista, las cuales, por oficiosidad espontánea, pidieron a éste que rebajase algo de tan crecidos réditos, «en atención al noble destino que el bizarro Venegas había dado al capital.»

Era el prestamista uno de aquellos hombres sin entrañas que yo no sé para qué quieren vivir ni ser ricos: no hubo, pues, manera humana de hacerle bajar un maravedí de tan exorbitante usura, ni de que comprendiese cuán merecedor era don Rodrigo de especialísimas consideraciones. El interpelado (que se llamaba don Elías, y a quien el vulgo llamaba Caifás) contestó que él no entendía de patria, sino de números, y que no reclamaba ni un ochavo más de lo que le debía el gastoso caballero, según documentos que conservaba como oro en paño, sin que valiera decir que, al firmarlos, no había graduado su deudor a cuánto ascenderían, caso de morosidad, los intereses de los réditos caídos, pues todo aquello era el a b c de los negocios comerciales. Resultado: que don Rodrigo Venegas tuvo que renovar por diez años los pagarés de dichos cuatro mil duros, con aquella acumulación de diez mil (total, catorce), y con la de otros seis mil que nadie más que don Elías se atrevió a prestarle para repoblar olivares y viñas (total, veinte), y con la de otros cinco mil, por réditos de los veinte en el primer año (total, veinticinco)… ¡Veinticinco mil duros justos y cabales, cuando, en efectividad, sólo había percibido diez mil!

Mucho se afanó el hijodalgo, desde 1813 hasta 1823, por ver si podía ir amortizando esta deuda o pagar, cuando menos, sus réditos anuales en evitación de nuevos estragos del interés compuesto, y, la verdad sea dicha, algunos años logró ahorrar de sus rentas diez o doce mil reales, que entregó religiosamente al usurero (aunque éste nada le reclamaba nunca); pero al año siguiente no le pagaban a él sus labradores, o le pagaban una miseria, por causa de esterilidad, pedrisco, langosta o cualquiera otra plaga, muchas veces fingida, y, en lugar de dar dinero a su acreedor, tenía don Rodrigo que pedirle nuevas cantidades «para ir saliendo hasta la nueva cosecha»; todo ello bajo condiciones adecuadas a la gravedad y urgencia de cada apuro, esto es, más onerosas y aflictivas cuanto más apremiante y angustioso era el caso.

Lo único que ni por soñación intentó Venegas en todo aquel tiempo fue trabajar, comerciar, crear industrias, montar fábricas, ingeniárselas, en fin, de cualquier modo para ganar dinero por sí mismo… Y ¡ay de él, ay de su nombre, ay de su honra, si tal camino hubiese tomado! Dígolo, porque semejantes oficios o trapicheos (textual) eran entonces, y han seguido siendo hasta hace pocos años, tareas impropias de caballeros andaluces, nacidos, a lo que se veía, para recordar paseándose las glorias y trabajos de sus mayores, para gastar alegremente y muy de prisa todo lo que éstos agenciaron, y para morirse luego de hambre en el último rincón de la ya subastada casa solariega, sin más testigos de su agonía que tal o cual antiquísimo, desvencijado mueble, de esos que hoy buscan a peso de oro los magnates de nuevo cuño, y que en aquella época desdeñaban hasta los defraudados usureros.