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Don Trinidad corrió a él y lo envolvió piadosamente en su manteo, diciéndole:

– ¡Llora, llora, hijo mío! ¡Llora cuanto quieras! ¡Llora en los brazos de tu padre!

Manuel se colgó del cuello del sacerdote y le llenó la cara de besos, diciéndole entre dulces gemidos:

– ¡Perdón! ¡Perdón!…

– ¡Perdóname tú a mí! -sollozaba don Trinidad.

Y las mujeres lloraban también desatadamente, comenzando a invadir la sala, y el mismo arriero (que había entrado por el foro) se daba puñetazos en la cabeza, diciendo con profunda emoción:

– ¡Qué lástima de hombre! ¡Maldita sea la primera mujer!

– ¡Padre mío! ¡La adoro! -exclamaba entre tanto Manuel, incomunicado con los espectadores por el manteo de don Trinidad.

– ¡Y yo a ti! -le respondió el párroco, besándole reiteradas veces-. ¿Quieres que me vaya contigo?

– ¡No!… ¡No!… Me iré yo solo…

– Pues bien: sé muy bueno; haz muchas limosnas, y verás qué feliz eres… Toma… -añadió luego en voz más baja-. Aquí tienes esto… Llévate tu caudal… En todas partes hay pobres…

– No, padre… -le respondió Manuel-. Guarde usted eso…, y haga lo que le dije… En esos papeles se explica todo…

– Está confesando… -interpretaron las mujeres, retirándose al corredor.

– Pero tú vivirás… Tú me escribirás esta vez… -murmuró don Trinidad-. ¿No es cierto?

– Sí, señor… ¡Yo viviré cuanto me sea posible! -contestó el joven, enjugándose las lágrimas.

Y, abrazando por última vez al cura, se levantó y dijo:

– ¡Vamos!

Entonces se le acercó Polonia, con las puntas del delantal sobre los ojos.

– ¡Perdón, Polonia! -exclamó el joven, abrazándola.

– Anda con Dios, hijo mío… -respondió la anciana-. ¡Ya estás curado, y puedes ser dichoso! ¡Tu enfermedad consistía en no haber llorado nunca!

– Señor… ¡Buen viaje! -le dijo Basilia, besándole la mano…

– ¡Venga usted también, señá María Josefa! -gritó al mismo tiempo don Trinidad-. Pero no suelte usted al niño… ¡Hoy hay perdón para todos!

– ¡Oh!… ¡No! -pronunció Manuel, retrocediendo.

– ¡Manuel, castígate! -exclamó el sacerdote-. ¡Cuanto más te humilles hoy, más dichoso serás mañana con el recuerdo de este día! ¡Arranca de tu corazón, ahora que están blandas, las raíces de tu soberbia, a fin de que nunca retoñen! ¡No te lleves en la conciencia ningún veneno, hoy que la has lavado con tus lágrimas!

– ¡Manuel! -dijo la señá María Josefa-. ¡Yo hubiera sido muy dichosa en llamarme tu madre! ¡Harto lo sabe el señor cura!

Manuel se quitó el reloj y se lo entregó al niño, colgando de su cuello la larga cadena de oro de que pendía, y pronunció estas palabras:

– ¡Perdono a tu madre!… ¡Dios te haga más feliz que a Manuel Venegas!

Y volvió la espalda y se apartó algunos pasos, como mandando irse a la madre y al hijo de Soledad.

La pobre abuela se alejó hecha un mar de lágrimas, mientras que el niño iba dando besos al reloj y sonriendo como un ángel.

Don Trinidad siguió a Manuel al promedio de la sala, y, señalando al Niño Jesús, que refulgía a la luz del sol con tanta rica presea como adornaba su figura, preguntó en son de ruego:

– ¿Y a Éste? ¿Qué le dices por despedida?

– ¡A Éste le pediría que resucitase, levantando la losa de mi corazón, si tal milagro fuera posible! -contestó Manuel melancólicamente.

– ¡Dios querrá! -dijo el sacerdote, alzando los ojos al cielo-. Las raíces de tu antigua fe están vivas, y ya ha comenzado a correr por ellas la savia de la regeneración. Las máximas que tu padre y yo sembramos en tu alma de niño han vuelto a germinar bajo los auspicios de esta efigie del Redentor del mundo… Debes, pues, agradecimiento al Amigo de tu niñez; y, aunque hoy no veas en su dulce imagen más que una sombra, un retrato, un recuerdo del cariño que le tuviste, y que Él no ha dejado de tenerte; aunque todavía no haya penetrado en tu nublada razón la nueva luz que ya ilumina las más altas cumbres de tu espíritu…, ¡bésalo, Manuel!… (¡Nada pierdes con besarlo!) ¡Bésalo, y verás cómo toda la soberbia que te queda en el cerebro se desbarata en lágrimas, del propio modo que se ha desbaratado la que tenías en el corazón! ¡Verás cómo al poner tus labios sobre los descalzos pies del Niño, en cuya divinidad creían tu padre y tu madre, conoces que estás haciendo una cosa muy santa, y vuelves a llorar de dicha! ¿Que te cuesta el probar? ¿Por qué no te atreves? ¿No te dice ese miedo que el acto de sumisión que te propongo es de maravillosas consecuencias? Ven…, mira… ¡Yo te daré ejemplo, como cuando eras chico!… Yo lo besaré antes que tú… ¡Así se hace!… ¡Así! Y luego se dice (llorando como lloro yo): «¡Bendito seas, Jesús crucificado! ¡Bendita sea tu Santísima Madre! ¡Bendito sea tu Padre Celestial, que te envió a la tierra a redimirnos!»

Manuel cerró los ojos, y cayó de rodillas como una torre que se desploma…

De rodillas estaban también las dos ancianas y el malagueño, y con fervientes oraciones daban gracias a Dios, al ver que el joven se abrazaba a los pies del Niño de la Bola y los cubría de besos y de lágrimas…

De rodillas, en fin, estaba don Trinidad Muley, a quien de seguro hubieran abrazado gustosos en aquel momento hasta los incrédulos más empedernidos…; ¡porque la verdad es que en todo aquello no había nada malo para nadie ni para nada, y sí mucho bueno para todos y para todo, o nosotros no sabemos lo que es bueno ni lo que es malo en esta miserable vida!

* * *

No intentaremos describir los últimos minutos que Manuel Venegas permaneció todavía en su casa, ni los renovados tristísimos adioses que allí se dieron aquellos seres de tan sencillo y tierno corazón… Temeríamos afligir demasiado a nuestros lectores, que, pues todavía no han soltado esta verídica historia en que se rinde culto a la pobreza o humildad de espíritu, seguramente tienen la dicha de pensar y sentir como don Trinidad Muley. Preferimos, pues, salir a la plaza, y confundirnos con la generalidad del público, en cuya compañía podremos ver más tranquilamente la solemne marcha de Manuel Venegas y los dramáticos lances que acontecieron con este motivo.

VI. MARCHA TRIUNFAL

Hacía una mañana hermosísima, sobre todo para los felices mortales que no tuvieran fijos sus ojos en la negrura de pasiones propias o ajenas, sino que hubiesen preferido salir al campo a espaciar su vista y su alma por el sublime templo de la Naturaleza, por la pintada tierra, llena de prodigios, por la rutilante bóveda del cielo y por el claro espejo de una conciencia suficientemente limpia para poder reflejar las misteriosas luces de lo infinito…

No estaban de este humor aquel funesto lunes, 6 de abril de 1840, las muchas personas que acudían a la plaza Mayor de la ciudad a enterarse de los adelantos que el dolor y la ira habían hecho durante la noche en el corazón de Manuel Venegas y Antonio Arregui. Ni necesito decir que el grupo en que más excitados, por cuenta ajena, se hallaban los ánimos era el formado, según costumbre, a la puerta de la botica; ¡terrible aduana, por donde tenía que pasar el Niño de la Bola al marcharse del pueblo!

Vitriolo estaba más acerbo y feroz que nunca; sin poder callarse, aunque no dejaban de aconsejárselo sus discípulos, y si por acaso interrumpía sus discursos, era para decir a los que iban a comprar medicinas: ¡No hay de ésa!… o ¡Vuelva usted más tarde!, o Dígale al enfermo que se muera; que esto que le han mandado no le sirve para nada.

Ello es que no se apartaba del mencionado grupo, donde ya había tronado largamente contra la imbecilidad de Manuel, «cuya casa -dijo- había llenado de santos y de viejas el cura de Santa María, a fin de separarlo del camino de la decencia y del honor y hacerle faltar a sus famosos juramentos».