Tan cierto es lo que acabamos de apuntar (bien que sin entera aplicación a nuestro don Rodrigo, de quien ya sabemos que algo noble y grande había hecho en este mundo), que todavía ayer de mañana, como suele decirse, eran forasteros, procedentes de Santander, de Galicia, de Cataluña o de la Rioja, todos los dignos comerciantes e industriales de las poblaciones de Andalucía inclusas las capitales y las aldeas. El mismo viejo usurero a quien llamaban Caifás en la ciudad referida (como dando a entender que quien entraba media vez en su casa podía estar seguro de ser crucificado), era natural de la Rioja, y había ido allí a vender por cuenta ajena, paños de Ezcaray y de Pradoluengo, componiéndoselas con tal arte, que a los dos años abría, por cuenta propia, un gran almacén de toda clase de géneros; a los cuatro se le adjudicaban fincas de caballeros malos pagadores; a los seis edificaba una hermosa casa, aislada como un castillo, y traspasaba el almacén a otro riojano, para dedicarse él por completo a la usura, y a los veinte era dueño de la mitad de las tierras ganadas a los moros por los llamados «primeros pobladores de la ciudad» y repartidas a éstos por los Reyes Católicos.
Volviendo a don Rodrigo (lo cual no es apartarnos mucho de don Elías, en cuyas garras lo hemos dejado), diremos que durante los diez años transcurridos desde que volvió de la guerra, hasta aquel en que vencían sus ruinosas obligaciones usurarias, habíase casado, por caridad más que por amor, con una huérfana de familia muy distinguida, pero muy pobre; había tenido de ella un hijo; había enviudado poco después, cuando ya era amor la compasión que le movió a casarse, y en uno y en otro estado, por consejo de su prudente esposa, había ido desprendiéndose de su antiguo lujo, ora vendiendo caballos, alhajas, ricos muebles, preciadas ropas y mucha plata labrada, ora despidiendo servidores y reduciendo sus gastos a la mayor estrechen compatible con el decoro de su clase, entre la cual, como en todo el pueblo (dicho sea sin ofender a nadie), era más querido y respetado según que se iba quedando más pobre…
En equivalencia, la aversión general que siempre había inspirado don Elías (como todos los que trafican y medran con el dolor ajeno), convertida en odio y escándalo cuando reclamó a don Rodrigo los diez mil duros de gabela, rayaba en 1823 en horror y persecución, por el presentimiento que se tenía de que aquella deuda inextinguible, especie de cáncer que fomentaba cruelmente el prestamista, estaba a punto de tragarse, si ya no se había tragado, todo el pingüe caudal de los Venegas. Vivía, pues, encerrado en su casa el rico avariento, sin atreverse a salir ni aun a misa, por miedo a los desaires de toda clase de personas, y especialmente a los insultos de la gente soez y de los chicos, que le decían Caifás en su propia cara; y pasábase allí meses y meses, detestando y gruñendo a la buena mujer, antigua criada suya, con quien estaba casado, y acariciando y cubriendo de perlas y de brillantes a una preciosa hija (ya de ocho años) que había tenido a la vejez, y a la cual adoraba con sus cinco sentidos y tres potencias, o sea con lo que en otros hombres se llama alma.
Así las cosas, y cuando de la última liquidación resultaba que don Rodrigo era en deber a don Elías (no exageramos: podéis echar la cuenta) ciento cuarenta y siete mil doscientos nueve duros (tres millones de reales mal contados); cuando el infeliz caballero no hacía más que calcular que todos sus cortijos, viñas y olivares, y el mismo antiguo caserón, vendidos en pública subasta y bien pagados, no producirían, ni con mucho, aquella cantidad; cuando, sufrido y animoso como siempre, y atento al porvenir de su hijo, pensaba (¡a la edad de cuarenta y un años!) en pedir una charretera de alférez, por cuenta de sus servicios en la guerra de la Independencia, y lanzarse a pelear contra aquellos otros franceses que a la sazón profanaban el suelo de la patria, aconteció que un día amaneció ardiendo por los cuatro costados la solitaria casa del usurero.
Trabajo le costó a éste escapar de las llamas, llevando en brazos a su medio asfixiada hija y seguido de su horrorizada mujer, sin que le hubiera sido posible poner antes en salvo ni muebles, ni ropas, ni alhajas, ni el dinero contante, ni tan siquiera los preciosos papeles que representaban sus grandes créditos contra don Rodrigo y otras varias personas… Y lo peor del lance era que aquel incendio no podía considerarse casual, ni se lo pareció a nadie; que de todos modos, el pueblo entero lo veía con mucho gusto o con glacial indiferencia; que los gremios de albañiles y carpinteros (allí no ha habido nunca bomberos ni bombas) hacían muy poco por tratar de apagarlo, a pesar de las excitaciones de la Autoridad, y que el iracundo don Elías, refugiado en casa del Alcalde, proclamaba a gritos que todo aquello era obra de sus infames deudores, para que se quemaran los recibos y vales de lo que le debían y negarle luego sus deudas.
Tan graves sucesos y acusadoras especies despertaron aquella mañana de su tranquilo sueño al noble y valeroso Venegas, el cual, no diremos que sin encomendarse a Dios ni al diablo, pero sí que, dejándose llevar de un generoso arranque, y proclamando que la usura no podía suplir por la gratitud que él debía al que tanto dinero le llevaba prestado, y de cuyos corresponsales recibió oportunísimos auxilios para luchar con Napoleón desde 1808 a 1813, corrió a la casa incendiada; arengó a algunos albañiles; metióse entre el humo y el fuego; trepó al piso principal por una escalera de mano; llegó al despacho de don Elías, que era una de las habitaciones más amenazadas; penetró en ella, contra el consejo de los mismos operarios que le habían ayudado a derribar la puerta; cogió una papelera antigua, donde muchas veces había visto al usurero meter vales y recibos, y la arrojó por la ventana a la calle… Poco después salía también Venegas de aquel volcán, entre los aplausos de la versátil multitud, llenas de horribles quemaduras la cara y las manos y despidiendo humo sus destrozadas ropas… No se dejó, empero, curar, sino que inmediatamente registró la papelera, que se había hecho pedazos al caer; apoderándose de todos los documentos que contenía y encaminándose con ellos a casa del Alcalde, adonde llegó casi ya sin aliento…
– Tome usted, señor don Elías… -dijo a su abominable acreedor, que se había espantado al verle llegar de aquel modo, creyendo que iba a matarlo-. Tome usted. Aquí están, no sólo todos mis vales y recibos, que hubiera podido rehacerle, para sincerarme de la vil calumnia, que ya me tachaba hoy de estafador y de incendiario, sino también los de sus demás deudores… Estamos en paz por lo tocante a aquellas mercedes que el dinero no puede nunca pagar… Voy a morir… En cuanto a la parte material de nuestras cuentas, apodérese usted de todos mis bienes, y perdóneme… si algo faltase todavía para la total solvencia de lo que le debo…
Así habló don Rodrigo, y, pronunciadas estas palabras, cayó redondo en tierra, con la terrible convulsión llamada tétanos.
Pocas horas después era cadáver.
II. FINIQUITO
No necesitamos describir, por ser cosa que se adivinará fácilmente, el profundísimo dolor, mezclado de admiración y entusiasmo, que produjo en toda la ciudad y pueblos limítrofes la muerte del buen caballero, ni tampoco el magnífico entierro que le costearon sus iguales, dado que en él hubiese algo que costear, que no lo hubo, a Dios gracias, pues hasta la música de la Capilla de la Catedral asistió de balde, y el cerero no quiso cobrar la merma, y todas las parroquias concurrieron gratis y espontáneamente a compartir con la del difunto el señalado honor de dar tierra y descanso a aquellos gloriosísimos restos… Diremos tan sólo, para que se vea hasta dónde llegó el delirio público, que la tarde de la fúnebre ceremonia (a la cual no asistió el usurero) nadie dudaba que el mismo Caifás, en premio de la sublime acción de don Rodrigo, se contentaría con reintegrarse de los diez o doce mil duros que efectivamente le había prestado y con una ganancia regular y módica, dejando el resto de los bienes para el pobre huérfano, de edad de diez años, que se quedaba solo en el mundo, sin más amparo que la misericordia de los buenos.