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De este modo pasaba ya por delante de la puerta de la botica, no sin profundo dolor de Vitriolo, que iba a encerrarse en ella con su derrota, cuando se notó gran agitación al otro lado de la Plaza, y viose que Antonio Arregui, lívido de furor, corría primero hacia la casa en que Venegas había vivido, y luego en seguimiento de él, indicado que le hubo alguna persona de mal corazón que aquel jinete era el enemigo a quien buscaba.

Pero don Trinidad estaba en todo; y abandonando a Manuel, voló al encuentro del indignado Arregui, al cual -justo es decirlo- detenían aquella vez otras muchas personas bien intencionadas, de cuyas manos iba desasiéndose a duras penas.

Pocas palabras bastaron a don Trinidad para explicar a Antotonio cómo y por qué su suegra y su hijo habían pasado la noche en casa del indiano, y pocas también para convencerle de lo extemporáneo, y hasta sacrílego, del paso que quería dar, provocando a un hombre arrepentido y valeroso, que huía ya del combate, por creerlo injusto, criminal y temerario, y se marchaba para siempre de su patria.

Arregui quedó absorto al hacerse cargo de aquellas inopinadas novedades; y como tenía mucho y excelente corazón, y don Trinidad era el gran hombre que ya conocemos, y el mudable público echaba aquel día todo su peso en el platillo del bien, ocurrió una cosa que de otro modo hubiera sido incomprensible…

Pero digamos antes qué le había pasado entre tanto a Manuel Venegas.

Tan luego como don Trinidad se apartó de él, corrió a reemplazarle Vitriolo, el cual tuvo la audacia de coger la brida y parar el caballo, mientras que alargaba la otra mano al Niño de la Bola y le decía a media voz:

– ¡Buen viaje, vecino! ¿No quería usted conocer a don Antonio Arregui! Pues ¡ahí detrás lo tiene luchando con el señor cura, que no puede ya sujetarlo! ¡Parece que el riojano viene de mano armada contra usted!

El aborrecido nombre del marido de Soledad despertó a Manuel de su estupor y le hizo oír las demás palabras de Vitriolo. Volvió, pues, rápidamente el caballo, y preguntó, echando fuego por los ojos:

– ¿Cuál? ¿Cuál es?

Y se encontró con don Trinidad Muley, que tornaba ya en su busca, diciendo con majestuoso acento:

– ¡Hijo mío, completa tu obra!… Acuérdate de lo que hemos hablado… Aquí tienes a don Antonio Arregui… Te suplico que le pidas perdón…

Arregui estaba dos o tres pasos más atrás, altivo, digno, dispuesto a todo, bien que admirando aquella noble, hermosa y dolorida figura, que veía por vez primera, y compadeciendo acaso tan inmerecido infortunio.

Manuel contempló amargamente al esposo de Soledad, y vaciló algunos instantes entre los dos tremendos abismos que volvía a presentarle la desventura.

Reinó, pues, en toda la Plaza un hondo silencio, preñado de horrores. Los segundos parecían siglos.

– ¡Piensa en mí! ¡Piensa en quién eres! ¡Piensa en don Rodrigo Venegas! ¡Piensa en el Niño Jesús! -murmuró don Trinidad, levantando hacia el joven las abiertas manos en ademán de plegaria.

Manuel tembló de pies a cabeza, como si, al renunciar a su última y suprema arrogancia, renunciase también a la vida, y, quitándose respetuosamente el sombrero, saludó al hombre a quien había jurado matar.

Arregui se descubrió casi al mismo tiempo, respondiendo hidalga y afectuosamente a aquel saludo.

Una salva de aplausos estalló entonces entre el gentío, mientras que mil y mil voces ensordecían el aire, gritando:

– ¡Viva Manuel Venegas!

– ¡Viva Antonio Arregui!

– ¡Viva don Trinidad Muley!

– ¡Viva el Niño Jesús!

Manuel había metido espuelas, entre tanto, y desaparecido como una exhalación, sin que la Volanta, que corría detrás de él, consiguiera darle alcance, ni detenerlo con sus descompasados gritos.

EPÍLOGO

I. LLEGADA DE DESAIX A MARENGO

De buena gana hubiéramos terminado esta obra con el capítulo anterior… Nada habría perdido en ello la dignidad del género humano (en cuanto pueden representarla personajes tan imperfectos y oscuros como Manuel Venegas y la Dolorosa), y mucho nos lo hubieran agradecido nuestros lectores predilectos…, que, si no son los más sabidos y leídos, tampoco son los de peor alma.

Pero hoy no tenemos la libertad discrecional del novelista: hoy somos esclavos de unos hechos desgraciadamente reales y positivos, y, por tanto, nos vemos en la dura obligación de referir aquí el trágico suceso que llenó de luto la ciudad aquel inolvidable día, y que sobrepujó a los deseos del mismo Vitriolo y a las aficiones románticas de la forastera.

No creáis, sin embargo, que la indicada catástrofe contradijo en el fondo, ya que sí en apariencia, el saludable concepto final que, a nuestro juicio, se desprende de lo que llevamos narrado hasta ahora. Antes bien, le sirvió de comprobación inmediata, demostrando cuán en lo cierto estuvo don Trinidad Muley al decir a Manuel Venegas, luego que se enteró de que había perdido la fe religiosa (cuya restauración por el sentimiento apenas se había iniciado después de su pobre alma): «¡Ya serás del último que llegue!…» Esto es: ya no tendrá para ti más autoridad el bien que el mal; ya no servirá de límite a tu soberbio albedrío el angosto cauce de la obediencia; ya caerás en todos los abismos que te atraigan.

Pero dejémonos nosotros de estas filosofías o teologías, cuyo esclarecimiento no nos incumbe, y, reduciéndonos al humilde oficio de narradores de hechos consumados, volvamos a aquella Plaza de la ciudad moruna, de donde acaba de salir para su voluntario destierro nuestro inculto y apasionado protagonista.

Poquísima gente quedaba ya en ella. Antonio Arregui, cuya austeridad de carácter conocemos, no había tardado en alejarse de aquel sitio, rehuyendo conversaciones ociosas o dañinas.

Don Trinidad Muley había hecho lo propio, anunciando que iba a meterse en la cama, pues con tantas fatigas y emociones, aumentadas por el dolor de ver partir para siempre a su adorado Manuel, sentíase muy mal, y creía que estaba amenazado de un tabardillo. El septuagenario capitán le dio el brazo y se marchó con él, jurando no volver más a la puerta de la botica. Y con todo esto, se disolvió el concurso, y cada cual tornó a sus quehaceres ordinarios, despidiéndose, empero, unos de otros, «hasta la tarde, en la rifa», no obstante el escaso interés que ya les ofrecía la fiesta.

En cuanto a Vitriolo, cualquiera habría dicho que una especie de vértigo lo dominaba, pues no hacía más que dar vueltas y vueltas en la trasbotica, mirando al suelo, como si invocase al infierno, mientras que sus labios proferían imprecaciones tan espantosas y repugnantes contra Soledad, contra Antonio, contra Manuel, contra el capitán y contra el cura, que, de todos sus discípulos, solamente uno le seguía fiel y le acompañaba. Los demás se habían marchado en pos del ideólogo Paco Antúnez, proclamando que no querían servir de juguete a viles pasiones; que ellos eran incrédulos, pero no criminales, y que harto claro veían que el desalmado farmacéutico, más que adversario de la fe en Dios, era enemigo de la especie humana, y muy particul armen te de aquellos individuos que se interponían entre él y la Dolorosa, contra la cual continuaba sintiendo todos los furores del amor y la desesperación.

Al único discípulo que permanecía fiel a Vitriolo lo conocemos ya moralmente, por un conato de fechoría que el capitán estorbó la tarde antes echándole mano al pescuezo en la calle de Santa Luparia. Filemón se llamaba aquel celoso voluntario de la maldad, cuyo nombre de pila ha conservado la Historia por la odiosa resonancia que al cabo logró esta otra tarde, y si no conserva también su apellido, como el de Juan Bautista Drouet, débese a la sencillísima razón de que nuestro inmundo personaje era expósito.