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– ¡Cálmate, Vitriolo! -decía Filemón a su maestro-. ¡Yo no te abandonaré jamás, como esos traidores que se han ido con Paco Antúnez! ¡Yo tengo también en el alma mucha amargura que escupir al mundo, y te seré fiel hasta la muerte!

– ¿Qué me importa? -chilló el miserable, llorando, no lágrimas, sino verdadero vitriolo-. ¿Crees que lloro porque esos necios me han abandonado? ¿De qué me estarían sirviendo ahora? ¿De qué puede servirme ya nadie? ¿De qué me sirve la vida? ¡Mi llanto es de cólera contra la imbecilidad y cobardía de todos los hombres!

En este momento llamaron al mostrador.

Filemón se asomó, y dijo a Vitriolo:

– Sal a despachar.

– ¡No despacho! -respondió el farmacéutico.

– ¡Mira que es la Volanta!…

– ¡Ah! ¡La Volanta! ¡Que entre! ¡Que entre! ¡Es el último recurso que me queda!

La bruja entró jadeante, sin aliento, bañada en sudor, y se dejó caer en una silla. En sus verdes ojos relucía tanta perversidad en acción, que Vitriolo columbró un rayo de esperanza. Diole, pues, a falta de aguardiente, un poco de espíritu de vino con agua y jarabe, y le dijo en son y estilo de cómitre:

– ¡Vamos pronto! ¡Desembucha! ¡Tú tienes algo que contarme!

La Volanta miró a Filemón.

– ¡Descuida! -añadió Vitriolo-. ¡Éste es de los buenos, y podrá ayudarnos si hay algo que hacer! Conque ¡habla!

– ¡Deja que pueda respirar!… -resolló al fin la vieja-. Vengo reventada de correr detrás de ese demonio…, y lo peor es que no he conseguido que oiga mis gritos.

– ¿De quién se trata?

– ¿De quién se ha de tratar? ¡Del Niño de la Bola!

– ¡Cómo! ¿Tú deseabas hablarle? ¿Tenías acaso algo que decirle? ¿De parte de quién?

– ¡Conque no has observado nada! ¡Conque no me viste cuando me acerqué a él y se atravesó el cura!… ¡Me alegro! ¡Así te cojo más de nuevas, y me pagarás mejor mi secreto!

– ¿Qué secreto? ¡Dímelo pronto, ruin hechicera, o te estrujo hasta sacártelo!

– ¡Así me gusta a mí la gente! ¡Con entrañas! Dame otro poco de esa bebida, ¡que está buena!… Pues, señor: recordarás que esta madrugada me fui de acá cerca de las cuatro, después de referirte lo que ocurría en casa de Manuel, a contárselo a Soledad, quien me aguardaba para salir de dudas acerca de si se iba o no se iba hoy del pueblo su antiguo amante. También era mi objeto decir a Antonio Arregui, por consejo tuyo, que su suegra y su hijo estaban pasando la noche en casa de Manuel Venegas.

– Bien, ¿y qué? ¡No me desesperes!

– ¡Vamos despacio, que no soy costal! Llegué a casa de la Dolorosa, que lo tenía todo preparado para que me abrieran la puerta sin que lo notase su marido… (¡Una vez dentro, no había cuidado; pues, como duermo allí muchas noches, mi presencia en la casa no podía chocar a nadie!) El bueno de Antonio no se había desnudado, y estaba abajo, en su despacho, paseándose como un basilisco, a causa de haber recibido a prima noche contestaciones muy agrias de su mujer (quien, como sabes, lo domina completamente), sobre si ésta había llorado o no había llorado en la procesión… Es decir, que, por medio de aquella pelea, había conseguido la muy pícara lo que deseaba, que era desterrar al pobre marido de la cama de matrimonio, a fin de esperarme sola… y dispuesta a todo… Con este mismo objeto había hecho que la madre se llevase a su casa el niño, diciendo que aquél era el mejor modo de destetarlo…

– ¡Acaba, con cinco mil demonios!

– ¡Allá voy, hombre! ¡Allá voy! Pues, señor: encontré a doña Dulcinea metida en la cama, con muchos encajes y moños, según costumbre, pues es presumida y orgullosa hasta cuando duerme, y con dos ojos abiertos como los de una lechuza, aguardando las noticias que yo debía de darle sobre su adorado tormento. ¡Siempre te dije que la Dolorosa no había nacido para mujer de bien! ¡Es hija de Caifás, y basta! ¡La triste comida que me da, en cambio de las fincas que me robó su padre tengo que tragármela revuelta con mis burlas o insultos acerca de mi afición a beber una gota de lo blanco, y, desde que no vive con su madre, la mayor parte de los domingos se queda sin misa!…

– ¡Lo mismo haces tú, y las dos hacéis bien!

– Pues atiende, que ahora entra lo bueno. «¡Ay, Lucía! ¡Cuánto has tardado! -me dijo al verme-. ¿Se va el pobre Manuel? ¿Nos dejará vivir en paz? ¿Lo ha convencido el cura?»

– «Ahora mismo acaba de convencerlo -le respondí- y creo que marchará hoy por la mañana.» «¡Hoy por la mañana! -gritó hecha una loca-. ¡Eso no puede ser!… ¡Tú no sabes lo que te dices!…» Contéle entonces todo lo que había presenciado en casa del mozo, y, según yo le iba hablando, ella se ponía unas veces muy afligida y otras muy furiosa, hasta que al fin se tiró de la cama, hecha un sol… (¡porque lo que es a mujer y a bonita no le gana nadie!), y me dijo, dándome un abrazo tan apretado como si yo hubiera sido éclass="underline" «Lucía, ¿cuento contigo? ¿Puedo fiarme de ti? ¿Puedo poner en tus manos mi vida y mi honra?» ¡Figúrate lo que le contestaría! ¡Ya la tenía agarrada para siempre!… Así es que no omití medio de tranquilizarla acerca de mi lealtad. Púsose entonces un vestido blanco: se calzó las chinelas, y comenzó a escribir a toda prisa…

– ¡Dame esa carta! -prorrumpió Vitriolo-. ¡No tienes que decirme más! Adivino el resto… La carta es para Manuel Venegas, y tú no has podido entregársela por más que has corrido… ¡Has hecho bien en traérmela! ¡Dámela ahora mismo!

– ¿Qué significa eso de dámela! -replicó la bruja-. ¡Antes tenemos que ajustar cuentas!

– ¡Dame la carta! -bramó Vitriolo, fuera de sí.

– ¡Ca! ¡No te la doy! Si no he logrado entregársela a Manuel, ha sido porque Soledad empezó y rompió tantos papelotes antes de escribir éste, que, cuando salí a la calle, después de hablar con Antonio, eran ya las cinco y media, y el cura no me ha dejado después acercarme a su protegido… Pero ¡entregártela a ti!… ¡Qué disparate! ¿No ves que en esta carta tengo un capital?… ¡Figúrate cuánto dinero me dará Soledad por recogerla! Ahora, como no sé leer, necesito que tú me enteres de su contenido, para calcular qué punto compromete a doña Zapaquilda.

– ¿Quieres que se la arranquemos? -preguntó el expósito al boticario.

La vieja saltó como una víbora, y sacó una navajilla, diciendo:

– ¡Al que se acerque a mí, lo abro en canal! ¡Vaya un amigo que te has echado, Vitriolo! ¿No sabes que es jugador con barajas compuestas? ¿No sabes que vive de robos como el que acaba de aconsejarte?

Vitriolo replicó secamente:

– ¡Te compro la carta! Tengo algunos ahorros de mi sueldo… ¿Cuánto quieres por ella?

– Esa es otra conversación. ¡No te la doy por menos de tres duros!…

– ¡Aquí los tienes! -repuso el boticario-. Venga el papel.

– ¡Toma y daca! -exclamó la vieja, riéndose y guardando la navajilla.

Vitriolo abrió el pliego, cuyo sobre no tenía nada escrito, y lo primero que hallaron sus ojos fue un retrato en miniatura, que representaba a un arrogante caballero de treinta a treinta y cinco años.

– ¿Quién es este hombre? -preguntó a la Volanta-. ¡Se parece a Manuel Venegas!

– ¡Toma! ¡Como que es su padre!