– ¿Y quién se lo ha entregado a Soledad?
– ¡Mira tú! ¡La Justicia! ¿No sabes que todas las fincas, muebles y efectos de don Rodrigo fueron a poder de don Elías?
– Es verdad… Leamos.
Vitriolo devoró con los ojos la carta de la Dolorosa, y una alegría satánica, mezclada a veces de dolor, fue pintándose en su lúgubre rostro a medida que avanzaba en la lectura. Acabóla al fin, y, dando un alarido de feroz complacencia exclamó, volviendo a pasearse:
– ¡Ni el demonio! ¡Ni yo mismo! ¡Nadie hubiera inventado arma tan espantosa ni tan eficaz! Lo que ni el público, ni los celos, ni la llamada honra, ni la ira, ni las palabras empeñadas lograron de Manuel Venegas, lo conseguirá este papel, lo conseguirá el amor. ¡Oh, cómo le quiere la malvada! ¡Y cómo lo precipita en el abismo! ¡Yo completaré la obra de esa imbécil, que toma al hijo de don Rodrigo por un adúltero vulgar!… ¡Ahora mismo… Lucía!… Ve a casa del alquilador de caballos, y dile que ensille uno para Filemón, quien irá a montar en seguida…
– Todo eso está bien… -observó la bruja-. Pero, ¿qué le digo a Soledad de su carta?
– Tienes razón… ¡Hay que sostener su esperanza para que no deje de ir a la rifa! Pues bien: dile que, no habiéndote sido posible acercarte a Manuel, se la has remitido con un posta, el cual te ha jurado darle alcance y entregársela en el camino… Corre, pues… ¡No tardes! Dile al alquilador que el caballo sea fuerte y bueno… Filemón te sigue…
La Volanta. salió corriendo.
– Oye, amigo mío… -prosiguió Vitriolo, adoptando un tono muy solemne-. Oye esta carta, y verás cuán importante es el papel que te toca representar hoy… ¡Hoy vas a eclipsar la gloria de aquel célebre Drouet, a quien siempre he envidiado, que llevó espontáneamente a Varennes la noticia de la fuga de Luis XVI! ¡Oye, y verás cómo podemos ganar esta tarde la batalla que perdimos esta mañana! Yo estaba hace poco como Napoleón, a las tres de la tarde, en Marengo: perdido, derrotado, retirándome…; cuando he aquí que acaba de llegar en mi auxilio el general Desaix con sus divisiones de refresco, diciéndome que aún es posible revocar el fallo de la fortuna; que aún tengo tiempo de ganar una nueva batalla… ¡Eso es para mí esta carta de la Dolorosa! ¡Tiemble, pues, la ciudad! ¡Tiemble el universo! ¡El triunfo va a ser de Vitriolo!
– Pero léeme la carta… -dijo Filemón-. Quiero graduar la importancia de mi obra…
– ¡Es verdad! Leamos otra vez su carta… -;repuso ferozmente el maestro-. ¡Hay venenos que sirven de medicina, y eso me pasa a mí con éste! ¡Oye, y espántate del abismo que puede ocultarse debajo de un rostro de Dolorosa!
La carta decía así:
«Manueclass="underline"
»No puedo ni debo callar más… No quiero que te ausentes maldiciendo mi nombre, ni que me recuerdes con odio el resto de tu vida, cuando Dios sabe que no merezco tu maldición ni tu aborrecimiento, sino que me tengas tanta lástima, como yo a ti.
»Ayer tarde en la ermita y esta noche en tu casa te habrá suplicado mucho mi madre que te alejes de mí para siempre y que me olvides; y aun puede ser que haya tomado mi nombre al rogártelo… Mi mejor gusto habría sido que no te aconsejara tal viaje… Pero ¿cómo decir a mi madre lo que te voy a decir a ti?
»Por eso me he resuelto a escribirte esta carta, que no debes dudar es de mi puño y letra, pues ya ves que te incluyo, como señal, un objeto para ti muy conocido y que sólo yo podía poseer, cual es un retrato de tu padre, que encontramos en uno de los muebles de su pertenencia, y que de todos modos tenía pensado devolverte, con cuanto fue tuyo, inclusas las fincas. Así lo habían resuelto mi conciencia y mi voluntad desde que en mis primeros años supe de ciertas cuestiones de dinero…
»Manueclass="underline" no extrañes nada de lo que te llevo dicho ni de lo que me resta que decirte. No extrañes tampoco que te hable de tú. También me tuteaste tú a mí la única vez que me has dirigido la palabra… Y, además, ¿para qué seguir ocultándolo? ¿Para qué mentir o callar, cuando mis ojos me han vendido siempre, como mis lágrimas me vendieron esta tarde?… ¡Mi corazón es tuyo, Manuel!… Mi corazón es tuyo desde que, a la edad de ocho años, me acostaron en el lujoso catre en que tú habías dormido tanto tiempo y de que acababas de ser despojado… Yo pasé muchas noches en vela, pensando en que tú, huérfano y pobre, estarías maldiciéndome y despreciándome a aquella misma hora, recogido por caridad en un lecho ajeno… ¡Sí, Manuel mío! Desde entonces es tuyo mi corazón; es decir, desde antes de conocerte, desde que supe que existías y me contaron tus desgracias… Después te vi…, ¡y nada tengo que decirte que no te revelaran primero los ojos de la niña y luego los ojos de la mujer!…
»¿Es culpa mía que tu ausencia haya durado ocho años? ¿Sabes tú lo que yo he padecido durante ellos? ¿No conocías el alma de hierro de mi padre? ¿Ignoras que me vi encerrada en un convento, y que ya vestía el hábito de novicia cuando accedí a casarme, no sé con quién, con cualquiera, con el primero que me pretendió, a fin de evitar que, a tu vuelta, me encontraras separada de ti por los muros de un claustro, que ni tan siquiera nos habrían permitido vernos…, como nos veíamos antes de tu viaje?
»Pero, aunque el infortunio me haya obligado a casarme con otro hombre, ¿no me conoces, Manuel? ¿Has dejado de leer en mi corazón con tanta claridad como cuando decías a todo el mundo: Yo sé que me quiere; yo sé que es mía? Y si me conoces, ¿por qué te marchas? ¿Por qué te marchas desdeñándome, aborreciéndome, sin dignarte lidiar contra la nueva desdicha que nos separa en apariencia, y dejándome reducida a vivir y morir con este hombre que no conozco, que no me conoce, y que no quiero ni podré llegar a querer nunca? ¿Por qué me castigas tan duramente, entregándome al ludibrio de un pueblo que siempre me había coronado con la diadema de tu amor?
»¡Ingrato! ¡Cruel! ¡Pagarme con tanto desvío y tanta injusticia, cuando llevo diecisiete años de aguardarte! ¡Irte, primero por ocho años, y ahora para no volver jamás, sin comprender que, desde el primer día de mi juventud, al verme tan separada de ti por el destino, te sacrifiqué mi recato, mi honra y mi vida! ¡Loco! ¡No buscarme nunca en secreto! ¡Buscarme siempre en presencia del público! ¡Figurarte que era menester ir América a conquistar un millón para llegar hasta mí, para enseñorearte de mi cariño! ¡Creer ahora que hay necesidad de matar a nadie, que hay que estremecer al mundo, que hay que vencer ningunos obstáculos, para triunfar, al cabo, de los rigores de nuestra suerte y convertir en dulce realidad todos los sueños de nuestra vida! ¡Obligarme a decirte, loca de amor y llena la cara de sonrojo, lo que a ti te tocaba pensar, decir y hacer, sabiendo, como sabes desde el primer día que me viste, que eres el rey de mi alma y de todo mi ser…, el único hombre que he amado y que podré amar, el único que puede darme la vida o la muerte!
»¿Lo ves, Manuel mío? ¿Lo ves? ¡Tu pobre Soledad ha perdido la razón! ¡Tu Soledad, desesperada al saber que la abandonas para siempre, te escribe delirando, muerta de amor, sin orgullo, sin reserva, como la esposa al esposo de su vida:… ¡Ah! ¡No te vayas! ¡Ven! ¡Perdóname! ¡Compadéceme! ¡Restitúyeme tu corazón, aunque después termine nuestra existencia!
»SOLEDAD.»
– ¡Tremenda carta! -exclamó el cunero.
– ¡Pavorosa! -respondió Vitriolo-. ¡Obra maestra de dos formidables pasiones, o sea del orgullo y de la lujuria! ¡La inicua se casó con Antonio Arregui para que no se dijese que yo era el único hombre que se había atrevido a desafiar las iras del Niño de la Bola con tal de poseerla, y hoy entrega un puñal a éste para que no se diga que se marcha despreciándola y sin otorgarle los honores de asesinar a Antonio! Hasta aquí, el orgullo. En cuanto a lo demás, hay que leer las cartas de Mirabeau y Sofía para hallar tamaña lujuria… ¡Y pensar que todavía la adoro!