Filemón repuso:
– Si enviaras este papel a Antonio Arregui, mataría a su mujer, y tú saldrías de penas…
– ¡Ya he pensado en eso! Pero ¡no me acomoda! -respondió Vitriolo con horrible frialdad-. Lo que yo necesito es que Antonio muera asesinado por Manuel, y que a Manuel le dé garrote el verdugo. De este modo, la execrable viuda, sola y deshonrada, será tan infeliz como yo. Además, como el triunfo religioso del cura consiste en la pacífica marcha del hijo de don Rodrigo, es de absoluta necesidad que el hijo de don Rodrigo vuelva… ¡y mate!
– Tienes razón… ¡Trae la carta! El caballo estará ya dispuesto…
– ¡Toma…, toma, hijo mío! -exclamó Vitriolo con siniestro júbilo-. La gloria de la filosofía y mi apetecida venganza están en tus manos… Yo creo que lograrás dar alcance a nuestro héroe en alguna de las primeras ventas… El insensato lleva tres días sin comer ni dormir, y sus fuerzas no pueden menos de tener límite, como todas. Además, el maletín de la montura (atestado de oro, según me ha dicho la Volanta) impedirá a su caballo correr mucho. Cuando lo encuentres, le dices que estás empleado en la fábrica de Antonio Arregui, y que su señora te ha confiado esa carta con el mayor secreto. En seguida le contarás, como de tu cosecha, que Arregui fue ayer a desafiarlo a Santa Luparia, y que por eso corría tanto la procesión y lo encerraron a él en la sacristía; le dirás asimismo que esta mañana venía también Antonio a provocarlo, y que, a ruegos de don Trinidad, desistió de ello; le dirás, por último, que Soledad y su marido van esta tarde a la rifa, y que el orgulloso fabricante se ha ufanado hoy, en calles y plazas, de haber hecho huir al temido Niño de la Bola… ¡Ah! Se me olvidaba lo principal… Procurarás hacerle creer que don Trinidad cuenta hoy que el Niño Jesús dirigió anoche la palabra al indiano, para ordenarle que se marchase del pueblo y le dejase todas sus joyas al cura, con autorización de disponer de ellas a su antojo. En fin: inventa, discurre, miente… ¡Todo es lícito cuando se trata de salvar la sociedad!…
– Descuida, maestro, descuida. Sé lo que tengo que decir… -respondió Filemón, dándole la mano-. Hasta la tarde, si es que alcanzo hoy a Manuel Venegas. Y si no le alcanzo hoy, ¡iré en su busca al fin del mundo!
– ¡Eres todo un hombre! ¡Cuando yo falte, tú heredarás mi magisterio! -exclamó Vitriolo, acompañándole hasta la puerta de la botica y abrazándole paternalmente.
Y luego que lo vio desaparecer, añadió con acento lúgubre:
– ¡Soledad! No dirás que te olvido… Tú echaste mi carta a un perro para que la comiera… ¡Yo he echado la tuya a un tigre furioso!… ¡Estamos en paz, alma de mi alma!
II. LA RIFA
Aquel mismo sol cuyos matutinos rayos habían alumbrado la solemne y conmovedora partida de Manuel Venegas, continuaba a las tres y media de la tarde la majestuosa marcha, llevando en pos de sí las horas póstumas y sobrantes de un día al parecer ya inútil, cuyo interés y juicio histórico dieron por concluidos tan de mañana todos los habitantes de la ciudad.
Obedeciendo, empero, la mayoría de éstos a la ley de inmemoriales costumbres, habían acudido, después de comer, a aquel anfiteatro de amarillos cerros, cuajados de habitadas cuevas, donde, como todos los años en tal fecha, debía celebrarse el baile de rifa del Niño de la Bola, y donde ocho años antes tuvo lugar la fatal subasta en que el hijo de don Rodrigo fue derrotado por don Elías Pérez.
No sólo este acaudalado sujeto, sino otros muchos ricos y pobres de los que allí vimos, habían muerto desde 1832 a 1840. En cambio, innumerables niñas y niños de entonces eran ya mujeres y hombres hechos y derechos; muchos solteros y solteras se habían casado y tenían hijos, y no pocos padres y madres a quienes conocimos frescos y buenos mozos, figuraban ya entre los viejos y los abuelos… Por consiguiente, el cuadro venía a ser el mismo, a primera vista y en conjunto, aunque hubiese variado en individuales pormenores.
Allí, en efecto, había, como antaño, clérigos y cofrades, soldados y bailadoras, señores y plebe: allí se veían, a la puerta de las oscuras cuevas, hileras de sillas ocupadas por lujosas damas y endomingados caballeros: allí resaltaban, a la luz del sol, los animados colorines de los pañuelos y sayas de criadas y labriegas, los pintarrajados chalecos y fajas encarnadas de los hombres del pueblo, las medias blancas de trabilla de los que llevaban calzón corto, los refajillos colorados de las niñas pobres y descalzas que no tenían vestido, y las cobrizas carnes de los chicuelos que no tenían ninguna ropa…
También se veía allí, sobre una mesa con mantel de altar, la reluciente figura del Niño Jesús, adornada con todas las alhajas que le había regalado pocas horas antes Manuel Venegas, cuyo puñal indio, de pomo de oro con piedras preciosas, seguía a los pies de la bella efigie, como pintan al dragón del pecado a los pies de la Virgen María.
Las gentes contemplaban llenas de asombro y curiosidad, y muy reconocidas al cielo, aquellas valiosas ofrendas de la mayor ira, trocada de pronto en cristiana mansedumbre… Indudablemente, la idea de este maravilloso cambio llenaba, en la imaginación de tanto morisco ganoso de emociones extraordinarias, el vacío resultante de la transacción llevada a término por la caridad de don Trinidad Muley. ¡Habíase frustrado la tragedia, pero quedábales un poema religioso!
Sin embargo, y aunque difícilmente hubieran podido explicar la causa, hallábanse desanimados y tristes… Acaso les acontecía lo contrario que a Manuel Venegas, y así como él tenía caridad sin fe, ellos tenían fe sin caridad… O puede que todo consistiera en que los canónigos, a quienes se aguardaba para empezar la fiesta, no habían llegado todavía, o en que también faltaba de allí nuestro amigo el veterano capitán, que solía ser el gran jaleador del baile y de la rifa, o en que había cundido la infausta nueva de que don Trinidad Muley se hallaba enfermo en cama con una fuerte calentura, y había llamado a un escribano para hacer testamento, como cesionario de la mayor parte de las riquezas de su antiguo pupilo.
La llegada de don Trajano y de la forastera, seguidos de doña Tecla, de Pepito y otros tertulios, alegró algo a los demás concurrentes, quienes, como de costumbre, pasaron minuciosa revista al traje, al peinado y a los adornos de la elegantísima prima del marqués, tratando de aprendérselo todo de memoria.
Muy hermosa y gallarda iba, a la verdad, aquel día, con su vestido de gro celeste y su mantilla de blonda negra, que más bien servían de realce que de disfraz a las arrogantes líneas de su cuerpo; pero inútil era que las beldades del país tratasen de copiar lo que en aquella mujer de raza, educada por las sílfides de la moda, constituía ya segunda naturaleza.
Tampoco fuera oportuno que nosotros nos detuviésemos en este acelerado epílogo a relatar todo lo que hablaron allí la madrileña, don Trajano y Pepito acerca del chasco dado por Manuel a la expectación pública. Sólo diremos que la deidad proclamó repetidas veces que aquel desenlace había sido muy frío, y que, si como cristiana se felicitaba íntimamente del buen término del asunto, como artista no podía menos de declarar que todo aquello era prosaico y vulgarísimo, y nada propio de un héroe llamado Niño de la Bola.
– En fin… -concluyó diciendo-, ¡el drama no ha resultado romántico!
– ¡Tiene usted más razón de lo que se figura! -contestó el señor de Mirabel-. ¡Para drama romántico le faltan tres o cuatro crímenes! En compensación… usted misma lo ha dicho: su desenlace ha sido eminentemente cristiano.