– ¿Y qué tiene que ver el arte con el cristianismo? -replicó la sabia forastera.
– El arte romántico, ¡nada! -expuso el jovellanista-. Precisamente es hijo de la soberbia y la impiedad, y no admite más culto que el de la mujer y el de la venganza… ¡Los románticos son idólatras de sí mismos, de sus pasiones, de sus afectos, de sus amarillentas adoradas y de otras pobrezas terrenales ejusdem jurfuris!
– Don Trajano debe de tener razón… -observó el hipócrita Pepito-; pues por ahí se dice que los más irritados con la solución amistosa del tal drama son los incrédulos de la botica.
– ¡Terrible gente! -respondió el jurisconsulto, alzando mucho las cejas-. A mí no me asustan los milicianos nacionales… ¡Ya vieron ustedes ayer qué entusiasmados y devotos iban en la procesión!… ¡Estos progresistas son buenos en el fondo! Pero ¡esa gentecilla nueva, que no cree en la divinidad de Jesucristo, representa un gran peligro para el porvenir!
– Oye una palabra, Trajano…, con permiso de los señores. -dijo en esto aquel otro viejo, también moderado jovellanista, que la tarde antes vimos con él en un balcón.
Y arrimando la boca al oído del discípulo de Moratín, añadió lo siguiente.
– ¡Esa gentecilla que dices, es nuestra legítima heredera!… Nosotros, con todos nuestros pergaminos y sangre azul, fuimos, cuando jóvenes, partidarios de la Razón, del Buen Sentido, y hasta de aquel Ser Supremo que sustituyó al antiguo Jehová;… ¿No te acuerdas?
Y al hablar de este modo, el viejo se reía.
– ¡Eso no se dice! -gruñó don Trajano de muy mal humor.
– Te lo digo a ti…
– ¡Ni a mí tampoco! ¡Ni a ti mismo!… Y verás cómo, con el tiempo, te acostumbras a creer que tienes otras ideas.
Peliagudo se había puesto el negocio cuando quiso Dios que llegaran a la rifa Antonio Arregui y la Dolorosa, cortando con su presencia aquella y todas las conversaciones pendientes, muy menos interesantes que las mismas personas que les servían de asunto.
Antonio iba sumamente descolorido y turbado, pero más obsequioso que nunca con su mujer, como haciendo público alarde de dicha o buscando una verdadera reconciliación.
Soledad no parecía la misteriosa esfinge de siempre. Por el contrario, mostrábase inquieta, miraba a todos lados, y sus ojos no eran ya mudos abismos llenos de sombra, sino volcanes de amor en actividad… Dijérase que el preconcebido adulterio acechaba desde ellos a la honradez para herirla por la espalda.
Vestía de blanco como una novia, sin que su elegancia y donaire tuviesen nada que envidiar a la forastera. Una toca negra de encaje hacía resaltar dulcemente la blancura de su muy descubierta garganta, así como los hilos de perlas que le servían de brazalete pardeaban al querer competir con sus nevados brazos. Estaba hermosísima: la tentación no se mostró nunca en más temible forma.
No al lado de su adorada hija, sino al lado de Antonio Arregui, habíase sentado la señá María Josefa, muy acabada por aquellos dos días de mortal zozobra, pero aún vigilante y en la brecha, como si la alarmasen tristes presentimientos. Honor y dechado de un sexo que tan desventajosa representación tiene en esta reducida historia aquella noble mujer, que no admitió, cuando moza, los amorosos obsequios de su millonario señor sino con el debido aditamento de su mano y de su nombre; la que después hemos visto esposa fiel, paciente y trabajadora; la madre amantísima; la amiga de los necesitados, no podía menos de hallar, y halló efectivamente aquella tarde, miradas de compasión y reverencia en otras mujeres de bien; condigno premio de un largo heroísmo; elogio fúnebre, no muy anticipado por cierto, de la que había de morir a los pocos días.
Llegaron, al fin, los canónigos, justificando su tardanza con la solemnidad de las Vísperas que acababan de rezar en conmemoración de no sé qué difunto monarca, vencedor de los mahometanos, e inmediatamente comenzó la rifa, seguida del baile; este último, al son de instrumentos moriscos, o sea de guitarras, platillos, carrañacas y castañuelas, como antes de la Conquista.
Las parejas de danzanines no se concertaron en virtud de puja, sino espontáneamente, formándolas, por tanto, mozas y mozos de la clase baja, al tenor de sus inclinaciones, de donde sólo hubo que admirar el rumbo de tal o cual refajona metida en carnes y de coloradas mejillas que se movía como una peonza, o las primorosas y continuas mudanzas con que la obligaba algún pinturero bailador de zapatos blancos.
Respecto de la rifa, era mucho menor el interés del señorío, pues no se subastaba otra cosa que los hilos de marchitas uvas, las tortas de pan de aceite y las panojas de arrugadas peras, manzanas, todo allí de manifiesto, que habían regalado los devotos al Niño Jesús.
De esta manera llegaron las cinco de la tarde, y ya se disponían a regresar a la ciudad algunas familias acomodadas, entre ellas la de Antonio Arregui, cuando de pronto se notó en las más distantes y encumbradas cuevas una vertiginosa agitación, acompañada de gritos de mujeres y niños que decían:
– ¡Manuel Venegas! ¡Manuel Venegas! ¡Allí viene! ¡Ya cruza las viñas! ¡Pronto llegará aquí!
Un rayo que hubiese caído en medio de la multitud no habría causado tanto pavor. Todo el mundo se puso de pie; cesaron la música y el baile; corrieron gentes al encuentro del temido joven, guiándose por las indicaciones de los que lo veían, pues llegaba por camino desusado; huyeron otras personas en sentido opuesto, como para librarse de la tormenta que se cernía en los aires…, y aun hubo algunas que hablaron de ir a buscar a don Trinidad Muley…
Antonio Arregui era el único que permanecía sentado, o, por mejor decir, que había vuelto a sentarse al oír aquel temeroso anuncio. Estaba lívido, pero resuelto, callado y como indiferente a lo que sucedía. La señá María Josefa le decía llorando:
– ¡Vámonos! ¡Vámonos a casa! ¡Piensa que tienes un hijo!
Otras mujeres y hasta algunos hombres se ofrecían a esconderlo en tal o cual cueva.
Las autoridades procuraban tranquilizarlo, diciéndole que ellas estaban allí.
Antonio no contestaba a nadie.
Soledad, de pie, silenciosa, terrible, parecía aguardar la resolución de su marido.
– ¡Siéntate! -díjole éste con desabrido tono y sin mirarla.
Soledad obedeció con indiferencia.
Y las autoridades y demás mediadores se retiraron de él con frialdad, en vista de que nada les respondía, yendo el alcalde a consultar el caso con el jefe de su partido, o sea con nuestro don Trajano, a quien debía la vara.
El jurisconsulto informó que no podía prenderse a Manuel Venegas mientras no cometiese delito o conato de él, pero que había que vigilarlo mucho, así como a Antonio Arregui.
La forastera, que, aunque algo asustada, estaba en sus glorias, opinó lo mismo.
Entonces rogó el alcalde a todo el mundo que se sentara, y mandó que prosiguiesen la música y el baile, como, en efecto, así se hizo, bien que sin ganas de los actores ni del público.
Entre tanto, ya había asomado Manuel Venegas, no por el camino de la ciudad, sino por lo alto de los cerros, cual si desde la vecina sierra hubiera bajado a campo traviesa para caer más pronto en aquellos parajes.
Venía a caballo, y faltábanle muy pocos obstáculos que vencer para entrar en camino expedito y plantarse en medio de la rifa.
La perplejidad del coro era inmensa, indefinible. ¡Había cambiado tantas veces de papel en aquel drama, que ya no sabía qué actitud tomar, ni discernía acaso sus propios sentimientos!
En esto llegó Manuel a la explanada que servía de teatro a la fiesta. Apeóse del caballo, cuya brida entregó al primer oficioso que se puso a sus órdenes, y, sin mirar ni saludar a nadie, se acercó al sitio en que se bailaba.