Tampoco había vuelto Manuel a hablar desde que vio llegar en la agonía a su buen padre; ni respondió luego a las cariñosas preguntas que le hizo don Trinidad cuando se lo llevó a su casa; ni se le oyó más el metal de la voz en el transcurso de los tres primeros años que vivió en su santa compañía; y ya pensaban todos que se había quedado mudo para siempre, cuando un día que se hallaba, como de costumbre, en la iglesia de que era cura su protector, observó el sacristán que, encarándose con una linda efigie del Niño de la Bola que allí se veneraba, le decía melancólicamente:
– Niño Jesús, ¿por qué no hablas tú tampoco?
Manuel se había salvado. El náufrago acababa de sacar la cabeza de entre las olas de su amargura. ¡Ya no corría peligro su vida! A lo menos, así se creyó en toda la parroquia.
Desde aquel día el huérfano habló ya algunas palabras, muy pocas en verdad, con el cura y con el ama de gobierno, para significarles gratitud, amor y obediencia, pero ninguna referente a sus inolvidables infortunios; todo lo cual consideraron de buen agüero don Trinidad Muley, los sacristanes y los monaguillos.
En cuanto al estado de su razón, nadie había tenido recelo alguno durante aquellos tres años de voluntaria o involuntaria mudez. El ama era la única que solía decir desde el principio, y siguió diciendo siempre, que a Manuel le había quedado una vena de loco (nada más que una vena) por resultas de no haber llorado cuando perdió a su padre. Nosotros ignoramos lo cierto; pues entre los papeles que nos sirven de guía no figura ningún dictamen facultativo sobre el particular, y eso de decidir en nuestro pobre mundo quién se halla en su juicio o quién está loco es materia más peliaguda de lo que parece. Juzgue cada lector lo que se le antoje, en vista de los sucesos que vayamos contando.
Con relación a las personas extrañas (de quienes, siempre que tropezaban con él, recibía expresivos testimonios de compasión y de cariño), continuó encerrado el huérfano en su glacial reserva, para lo cual adoptó la siguiente evasiva, estereotipada en sus desdeñosos labios: ¡Déjeme usted ahora!; dicho lo cual (en son de amarguísima súplica), seguía su camino, no sin haber excitado supersticiosos sentimientos en las mismas gentes que así esquivaba.
Menos aún desechó en aquella saludable crisis la honda tristeza y precoz austeridad de su carácter, ni la pertinaz insistencia con que se aferraba a determinadas costumbres. Éstas se habían reducido hasta entonces a acompañar al cura a la iglesia, a coger en el campo flores o hierbas de olor para adornar al Niño de la Bola (delante del cual se pasaba luego las horas muertas, sumido en una especie de éxtasis), y en subir a buscar aquellas mismas hierbas y flores a lo alto de la próxima sierra cuando no las hallaba en la campiña, por ser el rigor del invierno o del estío.
Semejante devoción, muy en consonancia con los principios religiosos que le inculcó en la cuna el difunto caballero, había ido mucho más allá de lo natural y de lo humano, aun tratándose de personas extraordinariamente místicas. No era tan sólo culto, reverencia, piedad, adoración fanática la que tributaba a aquella efigie… Era un amor de hermano y de súbdito, parecido al que había profesado a su padre, era una confusa mezcla de confianza, tutela e idolatría, muy análoga a la que las madres de los hombres de genio sienten por sus gloriosos hijos; era la respetuosa protección, llena de ternura, que dispensa el fuerte guerrero al príncipe de menor edad; era identificación; era orgullo; era ufanía como de un bien propio. Diríase que aquella imagen le representaba su trágico destino, su noble origen, su temprana orfandad, su pobreza, sus cuitas, la injusticia de los hombres, la soledad en que había quedado sobre la tierra, y acaso también algún presentimiento de futuros martirios.
Nada de esto discernía entonces el desventurado, pero tal debía ser el tumulto de ideas informe que palpitaba en el fondo de aquella devoción pueril, constante, absoluta, exclusiva. Para él no había ni Dios, ni Virgen, ni Santos, ni Angel es; no había más que el Niño de la Bola, sin relación a ningún alto misterio, sino por sí mismo, en su forma presente, con su figura artística, con su vestido de tisú de oro, con su corona de pedrería falsa, con su rubia cabeza, con su hechicero semblante y con aquel globo pintado de azul que mostraba en la mano, sobre el cual se erguía una crucecita de plata sobredorada, en señal de que el mundo estaba redimido.
Y he aquí la razón y fundamento de que, primero los acólitos de Santa María de la Cabeza, y después todos los muchachos de la ciudad, y finalmente las personas más graves y formales, designaran a Manuel con aquel singularísimo apodo de El Niño de la Bola, no sabemos si en son de aplauso a tan vehemente idolatría y por fiarlo al patrocinio del propio Niño Jesús, o como antífrasis sarcástica (dado que tal advocación sirve allí a veces como término comparativo de la ventura de los muy afortunados), o como profecía de lo animoso y formidable que había de ser con el tiempo el hijo de Venegas, supuesto que la mayor hipérbole que suele emplearse también en aquella comarca para encomiar el valor y poderío de alguno se reduce a decir que no le teme ni al Niño de la Bola.
Como quiera que ello fuera, así se denominaba generalmente al gallardo huérfano cuando recobró el uso de la palabra a la edad de trece años, fecha en que contrajo un nuevo hábito, tan inalterable y acompasado como todos los suyos, que le apartó un poco de su mística devoción e hizo prever al público sensato graves y funestas consecuencias.
Tal fue la costumbre que tomó de ir a sentarse, todas las tardes a la misma hora, en un poyo que había a la puerta de no sé qué casa, frente por frente del antiguo palacio de los Venegas, donde seguía habitando el usurero don Elías. Allí se estaba solo y quieto, desde las dos, que acababa de comer, hasta que se hacía de noche, con los ojos clavados en los grandes balcones del edificio o en el escudo de armas que campeaba sobre la puerta, sin que fuesen parte a distraer su atención los curiosos que pasaban por aquel solitario barrio con el mero objeto de verle hacer tan significativa centinela, ni osaran parecer por allí los chicos de su edad, ya castigados por sus puños de hierro, ni hubiesen bastado los ruegos del prudentísimo don Trinidad Muley a hacerle desistir de aquella peligrosa manía.
Los balcones del famoso caserón estaban siempre cerrados con maderas y todo, menos uno, que tenía sobre los cristales cortinillas blancas. ¡Era el de la habitación que fue despacho de su padre! Pero las cortinillas no se meneaban nunca, ni se veía nada al través de ellas.
Tampoco entraba ni salía alma viviente a aquellas horas por el enorme portón, cerrado también, como si allí no viviera nadie, o como si detrás de él no hubiese un portal con otra puerta, y en esta puerta su correspondiente aldaba.
Al fin, una tarde vio Manuel salir del palacio, y regresar a él al poco tiempo, a un viejecillo pobremente equipado, a quien recordaba haber hallado años atrás en el despacho de su padre contando grandes montones de dinero… Sin duda, era el criado y cobrador de don Elías.
El vejete debió conocer también al niño, o tener noticias de su persona, pues dio un largo rodeo a la ida y otro a la vuelta para no pasar cerca de él; lo miró de reojo con cierta especie de pavor, y volvió muchas veces la cabeza, como para cerciorarse de que no le seguía, ni más ni menos que hacen los supersticiosos con las que se les figuran almas del otro mundo.
A la tarde siguiente observó el huérfano que detrás de las mencionadas cortinillas se movía una sombra…, y luego vio descorrerse un poco la muselina de una de ellas y pegarse al cristal la severa cara de otro viejo a quien no conocía, y el cual fijaba en él dos ojos como dos puñales…