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– ¡Ese es mi verdugo! -dijo Manuel, dando un salto de fiera y avanzando hacia aquella parte del edificio.

Pero la cortinilla se corrió de nuevo, y desapareció la visión.

El niño volvió a su asiento, cesando su furia tan bruscamente como había estallado. Todo en él tenía este carácter de prontitud y fuerza, propio de los leones: lo mismo la cólera que el reposo; así el dolor como el consuelo; así la arremetida como el perdón, según que veremos más adelante.

Mucho debió de perturbar el régimen doméstico, y acaso también la conciencia del riojano, la especie de sitio que le había puesto aquel diminuto acreedor, que parecía ir allí en demanda de su hacienda, del hogar en que había nacido, de la vida de su padre y del escudo de armas de sus mayores, y mucho debió de asustar a las mujeres de la casa el verle sentado en aquel poyo horas y horas, como un pleito mudo, como una acusación viva, o como una protesta perenne, anuncio de inevitables venganzas… Ello es que, a las dos o tres tardes de haberse cruzado la primera mirada de odio eterno entre el usurero y su víctima, salió del vetusto caserón una mujer como de cincuenta años de edad, hermosa todavía, aunque muy estropeada y enjuta; de aspecto poco señoril, pero digno, y vestida más bien como una rica labriega que como una dama. Era la señá María Josefa, la antigua criada y actual esposa del prestamista.

Manuel lo adivinó, aunque tampoco la había visto nunca, y, no sabemos si por delicadeza de instinto o porque en los tres últimos años hubiera oído hablar de las buenas cualidades de aquella pobre mujer, no sintió aversión ni disgusto al verla…

Pero cuando observó que la esposa de don Elías, después de asegurarse de que no había testigos en la calle ni en ninguna ventana, se le acercaba resueltamente y se sentaba a su lado, experimentó una angustia indecible, y se levantó para marcharse.

La mujer le detuvo y le dijo:

– No te vayas, Manuel… Yo no te quiero mal… Yo vengo de buenas… Dime, hijo mío: ¿qué buscas aquí? ¿Necesitas algo? ¿Por qué vistes esa ropa, impropia de tu clase? ¿Quieres que yo te dé dinero?

El niño vestía de chaqueta, porque así lo había deseado; pues hay que advertir que, cuando se le quedaron chicos los trajes señoriles que sacó de su casa y don Trinidad quiso hacerle otros del mismo estilo, se opuso a ello con gran energía, diciéndole: No, señor cura: yo no puedo costear ropa de caballero… Vístame usted, de pobre… Abstúvose, sin embargo, de dar aquella explicación, ni ninguna otra, a la señá María Josefa; y, en lugar de responderle, o de volver a sentarse, púsose a escribir en el suelo con la punta del pie y a mirar atentamente las letras que escribía.

La mujer continuó, después de una pausa:

– No es esto decir que la chaqueta te siente mal… Tú estás bien de todas maneras…, pues eres un muchacho muy guapo, con dos ojos como dos soles, y además, el señor cura (Dios se lo pague) te tiene muy aseado y decente… Pero yo quisiera hacer algo más por ti, comprarte muchas cosas, costearte una carrera en la capital… En fin, aunque yo he hablado ya con don Trinidad, y él cree que estos negocios debemos arreglarlos tú y yo, díselo de mi parte, para que te convenzas de que no te engaño; y si te decides a ser mi amigo, verás cómo todos lo pasamos mejor… ¿No me respondes, Manuel? ¿En qué piensas?

El niño tampoco contestó a este discurso, y siguió escribiendo con el pie en el suelo, donde ya podía leerse el nombre de su padre: RODRIGO.

– ¿Qué escribes ahí? -preguntó, después de otra pausa, la esposa de don Elías-. Yo no sé leer; pero me he enterado con mucho gusto de que al fin recobraste el habla… Respóndeme, pues. ¡Cuando tú vienes aquí todas las tardes, algo quieres!… Dímelo con franqueza… O, si no, toma, y es mejor… Tú gastarás esto en lo que necesites…

Y le largó un bolsón de torzal encarnado, entre cuyas estiradas mallas relucía mucho oro. Lo menos contendría seis mil reales Manuel borró con el pie el nombre del difunto caballero, y se puso a escribir otro, que resultó ser el de la madre a quien no había conocido: MANUELA. Es decir, que ni siquiera se dignó fijar sus ojos en la bolsa… Por el contrario: para dar a entender que nada tomaría, escondió sus manos en los bolsillos del pantalón.

– ¡Eres muy rencoroso, o tienes mucho orgullo, Manuel! -dijo entonces con amargura la señá María Josefa-. Por lo visto, crees que todos los de mi casa somos tus enemigos, ¡y lo que es en eso te equivocas!… Figúrate que tengo una hija a quien adoro, como tu padre te adoraba a ti; la cual esta mañana le decía a mi marido, después del almuerzo: «Mira, papá: es menester perdones a ese niño tan hermoso que se sienta todas las tardes ahí enfrente, y le digas que sí a lo que venga a pedirte… ¡A mí me da mucha lástima de él! ¡Dicen que antes era más rico que nosotros, y que la cama en que yo duermo ha sido suya…» ¡Conque ya ves, hombre, ya ves! ¡Hasta mi Soledad se interesa por ti!

Manuel había levantado la cabeza y dejado de escribir en el suelo.

– Dígame usted, señora… -pronunció entonces reposadamente-. ¿Cuántos años tiene esa niña?

– Va a cumplir doce… -respondió la madre con incomparable dulzura.

Manuel volvió aparentemente a su distracción; pero escribió con el pie en la tierra: SOLEDAD.

– Supongo que ya te habrás convencido de que puedes tomar esta friolera… -añadió la buena mujer, alargándole el dinero.

Manuel retrocedió un paso, y dijo con frialdad y tristeza:

– Señora…, ¡bastante hemos hablado!

Y, girando sobre los talones, se alejó lentamente, desapareciendo detrás de una esquina.

La esposa del usurero dejó caer sobre la falda la mano en que tenía aquel oro inútil, y se quedó muy pensativa. Luego se levantó, dando un gran suspiro, y penetró en la que no sabemos si se atrevería a llamar su casa. En cuanto al niño, no habrían transcurrido cinco minutos, cuando ya estaba otra vez sentado en el poyo, con los ojos fijos en los balcones del usurero.

VI. SOLEDAD

A los dos días de la anterior escena, Manuel cambió las horas de su coti diana visita a la plazuela de los Venegas, y, en vez de por la tarde, la hizo por la mañana, constituyéndose allí a las nueve, o sea al terminar el servicio ordinario de la parroquia.

¿Por qué este cambio? ¿Presumió el niño que a tales horas habría más entrantes y salientes en casa de Caifás, y mayor materia, por tanto, para sus observaciones? ¿O tuvo noticia terminante y cierta de que así le sería fácil conocer a aquella niña de que le había hablado la mujer del usurero, a aquella defensora de doce años que tanto le compadecía, a aquella Soledad inolvidable que le había calificado de hermoso?

Lo ignoramos completamente. Pero el caso fue que la mañana en que hizo tal novedad vio Manuel entrar y salir varias veces al criado y cobrador del prestamista, ora solo, ora acompañado de escribanos y de otras personas mas o menos notables de la ciudad, y que cerca de las doce volvió a salir del caserón el mismo sirviente, el cual, después de muchos rodeos y vacilaciones, penetró en un Colegio de niñas, situado al extremo opuesto de aquella prolongada plaza, como a cien pasos de la puerta del palacio y del paraje fronterizo en que el sitiador tenía plantados sus reales.

Un vuelco le dio el corazón al avisado huérfano, cuyo instinto de cazador y antigua costumbre de regirse en la Sierra por indicios y conjeturas le advirtieron que iba a presentarse ante sus ojos la hija de Caifás

Así fue, en efecto: pocos instantes después salió del colegio el asustadizo cobrador, llevando de la mano a una elegantísima niña, cuyo gallardo andar y vivos y graciosos movimientos, acompañados de alegres risas y del timbre argentino de una voz de ángel, dejaron desde luego absorto al hijo de Venegas.