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– Mira, Dámaso, ya está bien de contemplaciones. Les pagamos, les regalamos armas, y este año, como se morían de hambre, mis soldados les han dado de comer. Les hemos perdonado los impuestos, henos sido más que complacientes. En cuanto a los jefes de Tensamán, nos hemos acercado por todos los medios imaginables. Siempre dudan, nunca es el momento, todavía hay que esperar un poco más. Mientras tanto nuestros enemigos se crecen y mi gente vegeta en sus posiciones. No existe todavía esa harka enorme que dicen, pero si seguimos siendo débiles la acabarán levantando.

El Alto Comisario terminó de escuchar en silencio la expansión del Comandante General. Después dio un golpe en la mesa y gritó:

– Préstame atención de una vez. Lo último que me hace falta ahora es que te pongas a alborotar el patio por este lado. Tengo un montón de problemas en el oeste, y ésos no pueden esperar. Aquí hemos avanzado excesivamente. Hay que asentarse, tantear el terreno, aguardar la ocasión. Que te quede bien claro: te prohíbo que te muevas de la línea actual. Refuérzala, y entérate de lo que pasa en Tensamán antes de volver a meterte en otro lío.

– Deberías pensarlo mejor -protestó el Comandante General-. Así no llegaremos a donde dijimos antes de que acabe el verano.

– Yo nunca dije nada. Lo que debería preocuparte, por encima de todo lo demás, es si puedes defender lo que ya tienes.

– Eso y mucho más, si no sabotearas mis iniciativas -le replicó el Comandante General, elevando el tono.

El Alto Comisario sintió que no podía tolerar aquella insubordinación.

– Lo último que te soporto es que me alces la voz -chilló-. Ya estoy hasta los cojones. Harás lo que te mando y punto.

En ese momento sonaron un par de golpes en la puerta de la cámara. Al cabo de unos segundos apareció en el umbral el comandante del Laya.

– Con su permiso, mi general.

– ¿Qué? -preguntó el Alto Comisario, todavía alterado.

– Se les oye desde fuera -informó el comandante, prudentemente-. No puedo impedir que mi tripulación se entere de todo.

– Gracias. Seremos más discretos. Vuelva a cerrar, por favor.

El Alto Comisario se detuvo a reordenar sus pensamientos. No era aquélla su manera ordinaria de proceder, y lamentaba hasta el extremo perder los estribos por culpa del Comandante General. Este, echando mano de su vigoroso amor propio, guardaba un pesado silencio.

– Vamos a ver -dijo el Alto Comisario, extendiendo sobre la mesa un mapa de la zona-. En lugar de malgastar energías faltándonos mutuamente al respeto, aprovechemos para tomar decisiones constructivas.

De mala gana, el Comandante General se irguió sobre el plano.

– Esta viene a ser la línea actual -señaló el Alto Comisario, recorriéndola con el dedo-. Con un estribo aquí, en Sidi Dris y el otro en el campamento general. Ya te lo dije otras veces, tenemos descubierto el flanco izquierdo. Habría que pensar en hacer algo al respecto, con la debida precaución.

– Ya hemos estado observando el terreno. Parece especialmente apropiada la altura de Igueriben -sugirió el Comandante General, indicando el lugar sobre el mapa-. Serviría como apoyo y avanzada del campamento general.

– Lo dejo a tu criterio, siempre que estés seguro del terreno que pisas.

– Está bastante antes de llegar al río, mi general. -De acuerdo. ¿Qué más se te ocurre?

El Comandante General puso su dedo sobre otro punto, a medio camino entre Sidi Dris y el campamento general. Y dijo:

– Aquí hay un aduar que se llama Talilit. Sobre esta elevación podríamos establecer una posición que enlazara Sidi Dris con el campamento general. El ataque ha demostrado que el enemigo puede incomunicar Sidi Dris con cierta facilidad. Una posición en Talilit fortalecería mucho la línea.

– ¿Qué puede costarnos?

– Poco. Está dentro de nuestra actual área de influencia. -Pues adelante con ello. Pero ni un paso más. -Bien -asintió el Comandante General, con el ceño fruncido.

El Alto Comisario se apartó del mapa. Paseó arriba y abajo de la pequeña cámara, con la vista clavada en el suelo. Tras ir y venir cuatro o cinco veces, se detuvo y enfrentó la mirada del Comandante General.

– Manolo -dijo, tratando de resultar conciliador-. Esta noche tengo que telegrafiar al ministro el estado actual de la situación. Voy a taparte. Seguiré presentando lo de Sidi Dris como un incidente sin demasiada importancia. Al fin y al cabo, podría haber acabado peor. Voy a decirles que aquí todo está en orden, que estás tomando las medidas necesarias y que no hay mayor peligro. Dime si crees que puedo dar ese informe.

– Desde luego.

– Hablo muy en serio. Piénsalo.

– No me tiembla el pulso por comprometerme a eso.

– Eso es lo que estás haciendo, comprometerte. Y si fallas me comprometes también a mí. Así que quiero estar al tanto en todo momento.

– Como ordenes.

Cuando los dos generales salieron de la cámara, sus ayudantes y los marinos enmudecieron inmediatamente. Todos habían oído las voces, y aunque no lo hubieran hecho, el gesto de los dos jefes excusaba cualquier esfuerzo de imaginación. La despedida fue incómoda y envarada. El Alto Comisario sólo aflojó el gesto para decirle al coronel Morán:

– Sigue haciendo esos informes. Valen su peso en oro.

El comentario no era lo más oportuno para amansar al Comandante General, y el coronel, que le conocía lo suficiente como para saberlo, recibió el elogio lo más comedidamente posible. Embarcó con su superior en el bote y éste puso proa a tierra en la calurosa tarde Africana. Veiga, de nuevo al mando de la embarcación, procuraba pasar más bien inadvertido. Esta vez el silencio era aún más opresivo que durante el trayecto de ida.

Al llegar a tierra, el Comandante General abandonó el bote sin despedirse de los marineros, y pasó junto a Veiga sin contestar tampoco a su saludo. Lo mismo hizo su ayudante, que bajó antes que el coronel Morán. Por el contrario, el coronel se detuvo a devolverle a Veiga el saludo y dijo con deferencia:

– Gracias por todo, alférez.

– De nada, mi coronel.

Ya en el bote, mientras navegaban hacia el Laya, Veiga se quedó observando la figura del coronel que quedaba atrás, en la playa, mezclada con las de los otros. A medida que se empequeñecía, el alférez tuvo una extraña sensación. El coronel no era un oficial y mucho menos un jefe como los demás. Su temperamento encerraba algo que Veiga discernía confusamente. Algo que le abocaba a la desdicha y la incomprensión.

4 Talilit

LA CONQUISTA

La columna partió al rayar el alba. Los jefes, con criterio encomiable, consideraron que los hombres merecían el beneficio de hacer la peor parte de la faena antes de que el sol estuviera demasiado alto y hasta las moscas se aplastaran a la sombra de las chumberas. Pese a ello, a los quince minutos de marcha por aquellos andurriales infames, Andreu empezó a notar cómo el sudor resbalaba por su espalda. El, como el resto de los hombres de su sección, llevaba encima todo el equipo individual. Si las cosas salían según lo previsto, para él y para sus compañeros aquel viaje sería sólo de ida. Desde un recodo del camino se volvió a contemplar la imagen ya familiar de Sidi Dris, suspendida sobre la neblina matinal que difuminaba el mar. Durante semanas le había parecido un agujero miserable, pero comparado con el lugar donde a partir de aquel día iba a vivir podía considerarse un palacio. Por lo pronto, el lugar donde a partir de aquel día iba a vivir ni siquiera existía aún, aunque ya tenía nombre: Talilit. Lo que les tocaba aquella mañana era tomarlo y construirlo, y llenar aquel nombre, hasta entonces vacío, con la tristona decoración de una posición militar de vanguardia: las defensas exiguas, las tiendas cónicas y polvorientas, los soldados asustados.