– ¿Para qué? Tira al bulto, como si apedrearas a un perro. Más que nada, se trata de que se enteren de que más les vale no darnos por culo.
Andreu observó cuidadosamente al teniente. Era espigado y desenvuelto, con todo el aire de un señorito andaluz; uno de esos que ya están dispuestos a hacer valer su desparpajo en cualquier plaza antes de levantar tres palmos de la arena. Este no tendría mucho más de veinte años. Decían que de todos los oficiales, los de artillería, casi por encima de los de caballería, eran los más chulos. Tenían el hábito de ver correr a los pobres infantes bajo el fuego de sus piezas, y nunca sentían de cerca los estragos que provocaban sus máquinas. Era algo que pasaba siempre en otra parte, a una distancia que lo volvía todo pequeño y un poco tragicómico. Andreu sopesó, soñador, la posibilidad de que el teniente se viera forzado a un cuerpo a cuerpo con alguno de los harqueños. Y se dijo (pero acaso era la mala leche de estar esperando bajo el sol para subir a aquella cota) que si alguna vez se lo encontraba en un trance así, le iba a ayudar su padre, al teniente. Ya podía dar gracias si no se echaba el fusil a la cara para abreviarle la chapuza al moro.
Los otros moros, es decir, los que combatían del lado de los invasores, avanzaban ya por las laderas de la montaña de Talilit. La preparación de la artillería había limpiado de inconvenientes su camino, y los regulares iban ganando altura con orden y rapidez. Sus oficiales europeos, los únicos que compartían con ellos la suerte de poner el pie y el hocico donde nadie los había puesto antes, los arengaban en árabe. Era una singular simbiosis, la de aquellos oficiales, muchos muy jóvenes, y casi siempre los más convencidos e impetuosos que salían de las academias, y los soldados indígenas enrolados por la paga, el fusil y el odio a sus vecinos. Se decía que sólo los jefes europeos que sabían ser fríos y brutales se ganaban el respeto de aquella tropa, pero también corrían leyendas sobre oficiales de regulares caídos durante un asalto de un balazo en la espalda. Alguno que se había pasado de frío o de brutal, barruntaba Andreu, y como él todos los soldados.
En cuanto los regulares hubieron abierto el camino hacia la cumbre, se ordenó a la tropa europea avanzar en su apoyo. Los soldados, una buena parte de ellos novatos del último reemplazo, se pusieron en marcha con más reserva que entusiasmo. Algún oficial asumió el deber de picarlos:
– Vamos, que ahora os toca demostrar lo que os cuelga.
Andreu buscó al autor de la viril apelación, sin éxito. Debía ir en la vanguardia de su columna. En realidad, no todos los oficiales eran tan cretinos. A muchos, quizá la mayoría, les fastidiaba como a los soldados aquel ajetreo. Andaban pensando en escaquearse y en esa clase de cosas en las que pensaría cualquiera, como la forma de sacar tajada o cuánto les quedaba para largarse de permiso. Andreu tenía una teoría quizá elemental, pero extensamente contrastada. En cualquier parte, y el ejército no iba a ser una excepción, los gilipollas nunca eran muchos. En ese instante se acordó de su amigo Maspons. Gracias a él había leído los libros de Kropotkin, con los que había terminado de convertirse al anarquismo. Maspons, que había leído muchos más libros, solía decir algo que tenía que ver con su teoría:
– La inteligencia está mucho mejor repartida de lo que suele creerse. Ya lo escribió Descartes, que era un burgués, pero tenía la cabeza bien puesta. Por eso la Idea se acabará abriendo paso, Andreu.
Era hasta cierto punto irónico, admitió Andreu, acordarse de la Idea mientras marchaba en las filas de un ejército burgués, con las armas en la mano para defender el sueño de los burgueses y aquel absurdo capricho burgués de poner la bandera en los riscos resecos de África. Pero como no podía tirar el fusil al suelo y echar a andar de vuelta a su ciudad, no le quedaba más remedio que apretar los dientes y aguantarse. Los pies empezaban a dolerle, y el equipo, pese a lo escaso que resultaba para enfrentar la adversidad, le pesaba mucho más de lo que hubiera querido.
Los acemileros, detrás de ellos, tiraban con energía de las bestias, que no parecían demasiado deseosas de iniciar la ascensión. Todos los mulos y mulas estaban fogueados, es decir, se los había acostumbrado a oír tiros para que no salieran despavoridos. Por otra parte, el bombardeo se había espaciado mucho y los regulares, más arriba, apenas disparaban de vez en cuando para mantener al enemigo a distancia. Pero aquellos animales tenían menos de idiotas de lo que muchos se creían. Bastaba con que hubieran tenido que hacer una faena como aquélla una vez para que supieran que no era un plato de gusto. Era increíble, la memoria que se gastaban.
Obedeciendo las órdenes de los oficiales, los soldados se desplegaron en guerrilla y empezaron a subir. Los regulares acababan de coronar la montaña. Coincidiendo con ese momento, les hicieron fuego desde otras alturas vecinas. Los soldados indígenas lo repelieron con prontitud, y en seguida se desencadenó en su ayuda el tronar de la artillería. Mientras se terminaba de definir la situación, las compañías europeas se aplastaron contra la ladera. Andreu notó en su piel el calor de la tierra a través del uniforme. Y no era ni siquiera mediodía. El sudor resbalaba por su frente y por las de sus compañeros. También le molestaban las cartucheras donde llevaba los peines para el máuser, demasiado gruesas para tumbarse en tierra. Rosales, agazapado a un par de pasos de él, trataba de sobrellevarlo con alegría:
– Unas maniobras, catalán. Si tiran de fogueo.
– Tu madre, Rosales.
– Tú no conoces a mi madre -bufó Rosales-. No hay nada más grande que el amor de una madre, pero la mía siempre tira con bala.
– Lo que más me pudre -dijo Andreu- es estar aquí arrumbados como si fuéramos inválidos. Casi preferiría estar ahí arriba, con los moros. Desde allí por lo menos pueden ver qué pasa.
– Relájate, compañero. Ya tendrás tiempo de aburrirte de mirar.
Entre los cañones y los regulares, bien asentados en lo alto de la futura posición, no tardaron mucho en reducir el fuego enemigo a un paqueo esporádico. Una vez restablecido el control, las compañías europeas avanzaron de nuevo. Junto a la de Andreu venía una de ingenieros. Ellos subían todavía más cargados, y una vez que llegaran arriba no habrían hecho más que empezar. En sus semblantes, sin embargo, no se veía el desconsuelo que traían los de la compañía de Andreu. Los ingenieros subían a todas las posiciones, pero no se quedaban en ninguna. Aunque tuvieran que fortificarlas, a menudo bajo el fuego enemigo, sabían que antes del anochecer se irían a un campamento en condiciones, dejando allí a los pobres infantes a quienes les había tocado la china. Aun embarazados por el peso de sus herramientas, observaban a los futuros inquilinos de Talilit con una suerte de conmiseración.
Cuando las compañías europeas llegaron a la cima, los soldados se desparramaron atropelladamente por el espacio que iba a abarcar la nueva posición. Los regulares que ya la defendían, bien apostados y con el fusil prevenido, observaban impasibles el caos que traían los europeos. Lo hacían con el rabillo del ojo, mientras se mantenían bien atentos a lo que se movía en los alrededores. De vez en cuando uno pegaba la mejilla al fusil y lanzaba un zambombazo cuyos efectos comprobaba un segundo después alzando un poco la cabeza. Se habían colocado alrededor de la loma, cubriendo una superficie bastante mayor que la que ocuparía la posición. Con esa protección, los ingenieros podrían trabajar razonablemente tranquilos.