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Mientras los ingenieros cavaban, Andreu y sus compañeros, con el fusil colgado a la espalda, empezaron a llenar sacos terreros y a colocarlos para formar el parapeto. Era una labor bastante ingrata para hacerla bajo el peso del mediodía, pero al fin y al cabo se trataba de una actividad y mientras la hacían los hombres sentían en cierta forma el beneficio de distraerse de sus pensamientos. Un poco más tarde se presentaron los acemileros y también hubieron de ayudarlos a descargar los mulos. Sobre ellos venían las tiendas, las municiones, la comida, el agua, y en suma las cuatro cosas con que el mando los obligaba a conformarse y soportar lo que viniera. Comoquiera que Talilit ocupaba un contrafuerte importante del frente, también los habían distinguido con el derecho a tener su propio destacamento de artillería. Los artilleros llegaron los últimos, y para su sorpresa, Andreu comprobó que el oficial que venía con ellos era el sevillano rubio en el que se había fijado antes. Andreu se limpió el agua que le chorreaba por las cejas para verle mejor. Por alguna razón fácil de intuir, el teniente artillero no tenía mientras examinaba el recinto de la posición el mismo gesto festivo que cuando había desmenuzado el aduar con el fuego de sus cañones. Dirigió con aparente frialdad el emplazamiento de las piezas, pero no paraba de mirar en torno suyo. Andreu podía comprender su desazón. Aunque no fuera un militar profesional, Talilit no le ofrecía tampoco una sensación demasiado tranquilizadora. Ante un ataque severo, no podrían sostenerse como lo habían hecho en Sidi Dris días atrás.Y el camino para escapar no era el más cómodo del mundo.

Una sección de ingenieros se había acercado entre tanto hasta el punto más extremo ocupado por los regulares, y allí montaban a toda velocidad un blocao que serviría de avanzadilla. Andreu observó fascinado la sincronización de aquellos hombres. Iban desembalando los listones de pino numerados y los iban ensamblando como si hubieran nacido haciéndolo. Hasta donde estaba le llegaba el olor de pino nuevo, mientras la forma de la fortificación se alzaba progresivamente ante sus ojos. Los ingenieros trabajaban olvidándose del fuego enemigo. Aquella mañana no era en verdad una amenaza digna de consideración, pero a decir de los veteranos, igual podían montar un blocao mientras los estaban friendo desde todas partes. Una vez levantada la parte inferior de las cuatro paredes, se las arreglaban para trabajar siempre a cubierto, salvo al final. Uno de los soldados de ingenieros que fortificaban la posición, percatándose de que Andreu estaba absorto en lo que hacían sus compañeros, se puso a charlar con él. Según le contó, al final venía el momento más peliagudo. Era entonces cuando colocaban la chapa acanalada que servía de techo al blocao. Un soldado tenía que asomar medio cuerpo para hacerlo, y los moros avezados ya estaban pendientes para cobrárselo.

– La de tíos que la habrán palmado con la chapa en las manos -agregó el de ingenieros, ratificando el peligro que aquello tenía.

El blocao de la avanzadilla de Talilit, sin embargo, se completó sin contratiempos. A mediodía se sirvió el rancho, como mandaban las ordenanzas. La posición estaba ya casi terminada y los alrededores apaciguados. Por contra, la comida provocó cierto revuelo en el interior del recinto.

– Esto es una bazofia -se quejó el capitán de ingenieros.

Un capitán del regimiento de Andreu se acercó a reconvenirle:

– Es lo que hay. Mira el ejemplo que das.

– Mi gente viene a trabajar, no podéis endilgarle esta porquería.

– Vuestro rancho debe ser mejor, por lo que alborotas.

– No hay color. Voy a despachar cuatro mulas abajo para que traigan comida de verdad. Para los tuyos también.

Media hora después las mulas volvieron con un buen número de raciones del rancho de los ingenieros. Andreu, tras probarlo, hubo de admitir que el capitán de ingenieros no presumía de balde. Tampoco era un manjar, patatas y judías, pero el cocinero de los ingenieros sabía revolver los ingredientes. Lástima que no lo dejaran en Talilit. Andreu temía que en los próximos días lo mejor que iba a comer eran las odiadas sardinas de lata.

La labor continuó a marchas forzadas durante la tarde. Los ingenieros tenían bien presente el tiempo que necesitaban para regresar desde allí hasta su campamento, y sabían que debían rematar la obra a una hora que les diera margen suficiente para poder recorrer aquel camino a la luz del día. A eso de las cinco dieron por concluida la posición. En conjunto, constaba de un parapeto de un metro y treinta centímetros, treinta de ellos de firme y el resto alzado con sacos terreros. La habían rodeado de doble línea de alambradas y habían cavado una media trinchera que comunicaba con la avanzadilla. El recinto no era demasiado amplio, el que habían podido sacarle al monte sin tener que explanar. Bastaba sin holgura para la compañía que iba a quedar allí, con una sección de ametralladoras y el destacamento de artillería.

Los ingenieros recogieron rápidamente sus bártulos, los regulares se replegaron también en un abrir y cerrar de ojos, y la columna entera, salvo quienes iban a quedar en Talilit, descendió otra vez la ladera en el orden de combate prescrito. Aquel movimiento, como le advirtiera Rosales a Andreu, era especialmente arriesgado. Se notaba en la tensión de los regulares. Si bien celebraban abandonar la cota de Talilit, se cuidaban mucho de distraerse. Lo hicieron bien, porque el enemigo, sin duda al acecho aunque siempre invisible, se abstuvo de incordiar a los que se retiraban.

Andreu y el resto de los hombres de la guarnición de Talilit vieron sin alegría cómo se alejaban sus compañeros. A partir de ahora sólo les quedaba esperar los convoyes de aprovisionamiento e intercambiar con el campamento general y con Sidi Dris destellos de heliógrafo. Podrían avisarlos en seguida si las cosas se ponían feas y era de día, pero otra cosa era lo que los pudieran ayudar. Su única ayuda segura eran los 200 disparos de cañón y los 130 cartuchos por barba que les dejaban en la posición.

El capitán que quedaba al mando llamó a los sargentos para organizar los servicios. Los que fueran a la avanzadilla permanecerían allí tres días, y entre los restantes había que arreglarse para cubrir los puestos de centinela y el resto de las necesidades de la posición. Andaban justos, así que no era mucho el tiempo que podrían descansar entre servicio y servicio.

La primera noche, Andreu y Rosales pringaron la guardia. Toda una faena, después de la paliza que se habían pegado aquel día, pero así era la guerra. Andreu cubría el flanco que daba al aduar y contemplaba las luces exiguas y trémulas que brillaban en las casas. Rosales, que hacía la ronda del parapeto, se paró a echar un cigarro con él.

– Míralos -dijo, señalando hacia el aduar-. Hasta ayer lo mismo eran amigos, quiero decir todo lo amigos nuestros que pueden ser los moros. Hoy se lo andarán pensando, en el mejor de los casos.

– ¿Y qué crees que harán? -preguntó Andreu.

– No quieras saberlo. Por la parte de Dar Dríus, cuando la ofensiva, el Comandante General ordenó un ataque aéreo con bombas incendiarias. Las tiraron en los aduares y mataron de todo: niños, viejos, mujeres. Tres días después, tuvimos un contratiempo tomando una loma. Nos retiramos malamente, porque cundió el miedo y eso es definitivo. A unos diez los cogieron.

Rosales interrumpió su relato y dio una larga calada.