Amador asintió, asombrado.
– Perdone si le molesta -dijo-. Pero esa historia suya es socialismo práctico. Va a resultar más revolucionario que yo, mi sargento.
– Bueno, entonces era un chaval -le quitó importancia Molina-. Pero sí hay algo que sigo creyendo, entonces como ahora: que no se puede abusar de quien es más débil. Quien hace eso o lo consiente, ensucia el mundo. Ya me supongo que hay quien lo complica más, pero como yo no he leído demasiados libros, creo que con tener clara esa idea sobra para ser un hombre cabal. Si resulta que es socialismo, pues bendito sea. En el fondo, uno no elige cómo ve el mundo. Es algo que te sale, incluso sin quererlo.
Los centinelas dieron novedades. Sus voces sonaban cansadas y remisas, porque todos preferían estar tumbados en la tienda, aunque aquella noche no se pudiera dormir. Molina solía decirlo: uno no sabe lo que vale una cama, un vaso de agua fresca o un café caliente hasta que no le visten de soldado y le ponen a hacer de centinela. Y añadía:
– Mientras estás solo, en el puesto, susurrándole los miedos y los pecados a la noche que nunca te responde, te das cuenta de lo mucho que quieres lo que normalmente ni sabes que quieres. Hasta los más burros lo comprenden, que la única felicidad es tener justo eso que no tienen los centinelas. La libertad de dormir y beber y olvidarte de todo.
Pero a Amador y a Molina sus galones les salvaban de la condena de estar de centinelas y aquella noche preferían seguir velando, que era su forma de paladear su estrecho y preciado pedazo de libertad.
– ¿Qué es lo que echas más de menos, cabo? -preguntó Molina.
– La cerveza fría y los churros -respondió Amador, sin dudarlo un segundo-.Y también pasear por la Plaza Mayor de madrugada, cuando ya sólo queda el chusmerío. Lo hacía muchas veces. Me daba sensación de estar despierto cuando todos los demás dormían. Me gustaba, esa sensación.
– Aquí te falla. En África siempre hay alguien despierto, o muchos.
– ¿Y usted, mi sargento?
– ¿Yo?
– ¿Qué echa usted de menos?
Molina necesitó meditar. Aunque había cogido alguna confianza con Amador, siempre necesitaba meditar antes de contarle algo de su reducto íntimo. Y cuando se decidía lo hacía siempre con pudor.
– Pues es curioso que no echo mucho de menos el pueblo -dijo-. Cuando salí de allí para venirme aquí me dije que no iba a volver. Pensaba irme a Argentina, ya ves tú el apego que le tenía. Además mi pueblo está entre montañas que se parecen a éstas, y que hasta huelen un poco igual. Por eso digo siempre que a mí no me cuesta andar por aquí, porque tengo la costumbre de andar por el campo que hay alrededor de mi pueblo.
– Pero en todos estos años habrá vuelto alguna vez.
– Un par de veces. Porque mis padres son viejos, que si no, ni esas pocas. Si alguna vez acaba esta guerra, iré donde vaya el regimiento, o quizá pida destino al regimiento que hay en Málaga, en la capital.
– ¿Y eso?
Molina bajó los ojos.
– Tengo una medio novia allí -explicó-. La conocí en Melilla, hará siete meses. Desde entonces nos carteamos cuando podemos. Dice que si la guerra no se hace eterna me espera. De eso dependerá que vaya a Málaga o no. Es una chica seria, pero tiene su chispa. El primer día que nos dimos conversación me dijo que era malagueña y trinitaria. Por el barrio de la Trinidad, en Málaga. Yo me reí, y ella se picó, porque resultaba que lo decía como un orgullo. Fue una contrariedad que su familia dejara Melilla para volverse a Málaga. En Melilla podía verla más de seguido.
Amador puso cara de no comprender.
– ¿Y por qué no pide destino ya? Lleva casi cinco años aquí. A otro seguro que no, pero a usted se lo darían.
– No puedo irme de aquí. No mientras sigan pegando tiros.
– ¿Por qué?
– Porque los soldaditos se quedan y hacen falta sargentos para que los moros no los maten como a conejos.
Amador sacudió la cabeza, alucinado.
– Nadie en su juicio pensaría así.
– Pues yo estoy en mi juicio, cabo. Y después de cinco años, hasta me gusta África, fíjate lo que te digo. Antes me preguntabas qué echo de menos y te dije que mi pueblo no. ¿Sabes qué lugar echo de menos? -No.
– Un lugar de aquí. No de esta parte, sino de la de Ceuta. Lo tomamos en otoño del año pasado, cuando yo todavía andaba por allí, justo antes de que me trasladaran a este regimiento. Se llama Xauen, que significa «los cuernos de la montaña». Está entre dos montañas, precisamente.
– ¿Esa que dicen que es una ciudad santa para los moros?
– La misma. Y cuando la ves lo entiendes, Amador. La estuvimos pretendiendo un buen tiempo, sin que los jefes se decidieran a asaltarla. Está muy alta y con los dos montes detrás no tienes más remedio que irle de frente, lo que habría sido una carnicería en toda regla. Al final un teniente coronel hizo una machada o una locura, que de las dos formas puedes llamarlo. Se disfrazó de carbonero y se metió en la ciudad para negociar con los jefes. Les dijo que si se rendían se respetarían sus privilegios y se los protegería, y que si no se rendían o no le dejaban volver nuestros cañones harían pedazos la ciudad. Los jefes de Xauen debieron pensar que alguien que estaba tan loco como aquel teniente coronel era bien capaz de convertir la ciudad en escombros, y se rindieron. Total, que entramos sin disparar un solo tiro, aunque eso no quiere decir que nos recibieran con los brazos abiertos.
– ¿Y cómo es? -preguntó Amador, intrigado.
– Es blanca y se arracima entre las montañas. En eso se parece un poco a mi pueblo, que también es blanco y está colgado de un monte. Pero Xauen es mucho más grande y las callejas de la medina, que son como un laberinto, están llenas de misterio. Lo encalan todo, hasta el suelo, que parece que hubiera siempre nieve. Por cierto que en invierno nieva de verdad. Aquella tierra no parece África, de la cantidad de verde y del agua que hay. Yendo hacia la parte más alta de Xauen tienen una plaza, la única un poco amplia, con una alcazaba y una mezquita, y desde esa plaza, y aún mejor desde algunas terrazas de la medina, hay una vista del valle que quita la respiración. La cosa más rara que tienen es un barrio judío donde hablan nuestro mismo idioma, pero más antiguo. Los moros encerraban por la noche con llave a los judíos, y durante el día sólo podían salir descalzos. Todo eso se acabó cuando llegamos nosotros. Podía hacer, qué sé yo, cientos de años que nadie entraba en la judería de Xauen. Muchos soldados perdían el sentido con las judías, porque llevaban la cara descubierta, no como las moras, y porque eran muy blancas y a veces hasta bonitas. A más de uno le valieron un arresto sus correrías nocturnas, y a otros el juego les salió todavía más caro.