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– ¿Más caro?

– Meterse solo de noche en la medina era un peligro. Incluso ir de patrulla, con el chopo listo y la bayoneta calada. Los moros que te cruzabas se llevaban la mano al mango de la gumía, y si no andabas vivo, la utilizaban. Más de un amanecer ha descubierto a uno de los nuestros con el cuello rebanado, manchando de rojo la cal blanca de Xauen.

– Ya hay que tener hambre de hembra.

– O no. Yo mismo me he metido a pasear solo por allí. Era como si no pudieras evitarlo, algo que te atraía a pesar de saber a lo que te exponías. Según te decían, por aquellas calles no habían pasado durante siglos más cristianos que los prisioneros que quemaban en la plaza. Y lo más grande era que si cerrabas por un momento los ojos y los volvías a abrir, te parecía que estabas en un pueblo andaluz. Eso es lo que me hacía ir, sobre todo: no lo que tenía de extraño, sino lo que tenía de familiar. Creo que si echo de menos Xauen, como no echo de menos ningún otro lugar de África, es porque mientras andaba por sus callejas era como si ya hubiera vivido allí, pero a la vez notaba ese embrujo que nunca tiene lo que conoces de sobra.

El sargento se quedó callado y Amador trató de representarse la imagen de aquella ciudad misteriosa que estimulaba su fantasía. En su experiencia de África no había nada parecido, más bien se limitaba a una colección de poblados paupérrimos y de montes áridos, como los que ahora los rodeaban. Nunca había visto a esas judías pálidas, sino a las agrestes mujeres montañesas.

– Sí que parece un lugar digno de verse -observó.

– Y hasta de quedarse. Por eso yo sólo estuve allí un par de semanas -bromeó Molina-.Y tan a poco me supieron que muchas noches sueño que vuelvo. Pero en fin, no es tan malo tener algo que soñar. Yo sueño con Xauen y con la trinitaria, cuando se tercia. Y tú, ¿no sueñas con nadie?

Amador se encogió de hombros.

– No -respondió, sombrío-. A mí no me esperan. Dejé una novia en Madrid, pero hace meses que no me escribe. No era una novia muy buena, ésa es la verdad. Aunque tampoco la critico. Si yo fuera mujer, a buenas horas iba a esperar a un soldado de África. La mala suerte es como un hábito. Si la pruebas se te pega y ya no te la sacudes nunca.

– Tampoco es eso, hombre.

– Sí que lo es. Cuando estaba en Madrid y en los cafés oía hablar de la guerra, siempre pensaba en los pobres que tenían que pasarse tres años aquí y me parecían los parias de la historia. Lo mismo sentían los que hablaban, sobre todo los más viejos, que sabían que ya no podía tocarles esta mierda y largaban como con alivio. Hasta había una especie de crueldad, en la ligereza con que se referían a los muertos o en la rotundidad con que sentenciaban que fulano sí que tenía huevos y mengano no. Cuando supe que me venía a África, comprendí que en adelante yo era uno de los parias, y que con mi desgracia iban a pasar el rato tan ricamente los bocazas del café. Y me sentí en el mismo culo del mundo, qué quiere que le diga.

– El culo del mundo es muy grande -opinó Molina.

– Pero tiene sus barrios, y éste es de los peores.

– No estoy de acuerdo. Para mí, lo peor es cuando uno sabe que no está donde debe. Y entonces, ya puede estar en un palacio de mármol.

Amador vaciló un momento, antes de poner en palabras lo que pensaba. Si al final se atrevió, fue porque aquella noche el sargento le había abierto su corazón como no lo había hecho antes. Habló en voz queda:

– ¿Usted cree que estamos donde debemos?

Molina sopesó lentamente la pregunta.

– Tú quieres decir algo más de lo que has dicho, sindicalista.

– Y lo ha entendido usted, mi sargento. ¿No cree que deberíamos dejar a esta gente que viviera en paz o en guerra, como entre ellos se arreglen? ¿Quién nos manda venir a decirles lo que tienen que hacer? A mí me parece que aquí no pintamos nada, y así nos luce el pelo.

– Estamos aquí para ayudarles -dijo Molina, distante.

– ¿Para ayudarles a qué? Estamos para quitarles el hierro de las minas, o porque les conviene a las otras potencias o le conviene al Rey o les conviene a todos, menos a nosotros y a esos moros que tenemos enfrente.

– No grites esas cosas.

– Es un secreto a voces, mi sargento.

– Aunque lo sea, no las grites. No ganas nada con eso aquí, salvo envenenar a la tropa o echarte encima a los oficiales.

El sargento y el cabo permanecieron sin hablar durante unos tensos instantes. El cabo temió haber ido demasiado lejos. El hombre que le acompañaba aquella noche junto al parapeto de Afrau había hecho de aquella guerra su vida, y a las primeras de cambio él le escupía a la cara su injusticia y su sinsentido. Amador era lo bastante joven como para cometer un desliz de ese calibre, pero no tan inconsciente como para no lamentarlo. Al fin fue Molina, a quien si acaso correspondía, el que rompió el silencio:

– Puede que tengas razón, cabo -dijo, despacio-. No creas que yo mismo no lo he pensado más de una vez. Venimos, conquistamos sus pueblos, y después de todo eso ellos siguen siendo tan pobres como antes, pero tienen que soportar que los que mandamos seamos nosotros.

Amador no quiso cometer otra imprudencia. Preguntó tímidamente:

– Y si piensa eso, ¿cómo pudo quedarse en el ejército? Molina sonrió.

– Ya te digo, a pesar de todo me gusta África. Y además estoy convencido de que lo que tú no hagas siempre vendrá otro a hacerlo. A lo mejor no soy muy humilde, pero me dio la sensación de que esto yo no lo hacía mal del todo. Uno tiene que hacer lo que se le da bien, y si lo miras, bueno es que haya gente con ganas y afición de hacer bien lo que hace, hasta en el infierno. Si el matarife es bueno, la res no sufre tanto. Lo mismo pasa con el verdugo, y puede que pase lo mismo con los sargentos. Si esta guerra es tan injusta como tú crees, a lo mejor se puede hacer que lo sea menos, aunque no deje de serlo del todo. Si te vas, la guerra no se acaba más que para ti. Siempre hay alguien que se queda, pasándolas canutas. Y por mucho que te cagues en la guerra, a ése no le vas a arreglar. No es tan fácil, el asunto. No eliges nunca entre mejorar las cosas o no, sino cómo tratar de no empeorarlas. Y siempre hay idiotas como yo, que eligen quedarse.

Amador recapacitó sobre las palabras del sargento. Según las ideas que había abrazado, Molina era uno de esos tontos útiles que siempre hacen falta para mantener la opresión. Un análisis racional llevaba a esa conclusión de forma casi inexorable. Con sus buenos sentimientos y su moral de sacrificio, Molina se convertía en una herramienta eficaz de quienes habían decidido repartirse aquel botín de África, ínfimo, pero botín al fin y al cabo. El inconveniente era que Amador, por la conjura de las circunstancias, no lo sopesaba todo desde la cómoda barrera de aquellos cafés de la Puerta del Sol. Ni siquiera desde la exaltación de las asambleas. Ahora estaba allí, en el parapeto de Afrau, entre el mar y los montes que se alzaban oscuros sobre las cabezas de un centenar de infelices aturdidos por el insomnio.

No lo podía negar, aunque chocara con sus convicciones: agradecía que también estuviera allí alguien como

Molina, y hasta agradecía que estuviera precisamente por las razones por las que estaba. De pronto sentía una amarga vergüenza por la superioridad con que le había juzgado. Se complacía en considerarse un partidario de la justicia social y contaba a Molina entre los esbirros, pero lo cierto era que nunca habría aceptado hacer por otro lo que Molina hacía. Aquella noche Amador percibía, acaso por primera vez, la paradoja confusa y débil de las creencias y la desconcertante contundencia de los actos. Se sentía tan lleno de contradicciones, que envidió al sargento, para quien todo era, o así parecía, debido y coherente. Ese era su don, y Amador comprendió que era algo que se tenía de nacimiento o no se tenía nunca.