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– Es una lástima, pero no creo que aquí vayan a juntarse moros suficientes como para que merezca la pena tirar otro cañonazo.

A mediodía partió el convoy, dejando plenamente abastecida Talilit y con el ánimo alto a sus hombres. La columna, precedida por los exploradores de la caballería indígena, se perdió sin un solo contratiempo al fondo del valle. El sargento moro caracoleaba de un lado a otro con su caballo blanco. A partir de ahí, la tarde pasó apacible y tediosamente. Por la noche, mientras trataba de conciliar el sueño en su tienda, Andreu se dijo que no podía obsesionarse de esa forma con la amenaza de la harka. Una cosa era cerrar los ojos y otra estar siempre pendiente de cualquier señal que delatara la presencia del enemigo. Para persuadirse, murmuró entre dientes:

– Te vas a amargar, o peor, vas a conseguir que vengan.

Su amigo Maspons solía decir que cuando un hombre empezaba a hablar solo, o bien había perdido la cabeza o bien había encontrado a Dios. Y para que no hubiera duda, siempre se cuidaba de puntualizar que él era ateo, naturalmente. Lo último que hacía falta en aquel lugar era que a uno le patinaran los sesos. Decían que los moros respetaban mucho a los chiflados, pero ni siquiera a eso le veía Andreu la ventaja. Así que se propuso contagiarse un poco de la inconsciencia de los demás. Y que la harka viniera cuando lo tuviera por conveniente. Recordó que al día siguiente le tocaba incorporarse a la avanzadilla, para cumplir su turno de tres días. En la promiscuidad estrecha del blocao tenía una buena oportunidad de participar del ciego optimismo colectivo. Si no, podía darle al naipe. Los naipes ayudaban a olvidar, y en el blocao siempre había alguien dispuesto a echar la penúltima mano.

Por la mañana temprano, Rosales, Andreu y otros dieciocho recorrieron el trecho que separaba Talilit de la avanzadilla para relevar a los ocupantes del blocao. Los salientes estaban comidos de porquería, sin afeitar y con los músculos entumecidos. Los saludaron con las efusiones habituales:

– A joderse, que son tres días.

Y con alguna nueva, fruto de la escaramuza de la antevíspera:

– Se ve de muerte la guerra, desde aquí. Y se oye. No veas cómo suenan las balas en la chapa.

Andreu y sus compañeros tomaron posesión del fortín. Llenaron la lata de agua, acarrearon las raciones de comida y se dejaron caer sobre los jergones. Algunos se acercaron a las aspilleras, pero Andreu resistió la tentación. Se echó hacia atrás y se quedó con la mirada perdida en la chapa del techo. Hizo una apuesta consigo mismo: a ver si era capaz de pasarse allí las tres primeras horas, con la mente en blanco. A su alrededor se organizaba ya, espontánea, la rutina del blocao. Uno de los más despiertos, un chuleta de Madrid, había sacado la baraja y provocaba a sus futuras víctimas:

– Se juega, pero palmando el flus, que lo demás no interesa.

Andreu dejó pasar de sobra el tiempo que se había propuesto. Las horas del blocao estaban hechas de una sustancia pastosa, que se iba arrastrando a una velocidad imperceptible y que sólo de vez en cuando sus propietarios (o sus esclavos) tenían ocasión de sentir. A veces uno se paraba a contar y comprobaba que habían transcurrido cinco, o quince, o cincuenta. El resto del tiempo se permanecía aturdido y resignado.

La diferencia entre la noche y el día no era sino la que permitía la impresión confinada entre los estrechos límites de las aspilleras. También llegaba a notarse a través del ruido, aunque todos, los nocturnos y los diurnos, transportaban una indefinida amenaza. Los que no estaban habituados al blocao se abalanzaban a la aspillera más próxima cada vez que oían algo. Los que ya acumulaban horas de encierro hacían simplemente como que no oían, y hasta habrían exigido la repetición de un grito o de un disparo para avenirse a creer en ellos. Si algún día el enemigo se decidía a atacarlos, la estrategia no exigía urgencias ni entrañaba una gran sofisticación. Se trataba sólo de aguantar el ruido de los balazos en los muros, asomarse de vez en cuando con la mayor precaución posible y tratar de darle a alguno de los que vinieran, cuidando, eso sí, de que ninguno se acercara lo suficiente como para deslizarles una bomba de mano dentro del habitáculo. Aparte de eso, sólo quedaba esperar a que los otros se aburrieran o a que desde la posición les quitaran el incordio de encima. El sistema era tan absurdo e inútil que Andreu casi sentía compasión por la mente militar que lo había urdido. Comprendía borrosamente que aquella distribución de posiciones obedecía a un plan de ocupación teórica del territorio, pero se preguntaba qué era lo que ocupaban encerrándose como ratas en aquellas madrigueras.

Como en el blocao no había nada que hacer, se solía charlar. Y como estaban recluidos, la conversación llevaba siempre fuera de allí. A media tarde, Rosales se tendió en el jergón contiguo al de Andreu y empezó a contarle sus historias. Rosales era un cuentista nato y esforzado. Andreu le dejaba hablar, porque le distraía, y no hacía ningún esfuerzo por contener sus exageraciones, porque las historias fantásticas distraían más que las verdaderas. Uno de sus asuntos preferidos eran las faldas.

– Con lo que uno ha trajinado -se quejaba, soñador-. No sé a ti, pero a mí una de las cosas que más me jode es que en los últimos dos años no he tenido más mujeres que las putas de dos reales de Melilla.

– Bueno, es normal -observó Andreu, con desgana.

– Es que a mí las mujeres me gustan gratis, compañero.

– Pues vete a conquistar a alguna mora. Hay quien lo hace. O quien presume de eso, por lo menos.

– No te creas que no se me ha ocurrido. Las hay pintureras.

– No digo que no.

– En serio, sobre todo aquí, en las montañas. O será porque muchas no se tapan la cara y puedes verlas mejor que a las que llevan el velo. Hasta me he cruzado de vez en cuando con alguna que ni siquiera llevaba pañuelo en la cabeza. Tienen el pelo fosco y rebelde. Como la sangre.

– Lo malo es que aquí en Talilit no hay muchas oportunidades.

– Eso es verdad. En Sidi Dris, sobre todo al principio, la cosa era diferente. Se podía salir de razia por los alrededores.

– ¿Y saliste? -preguntó Andreu.

– Que si salí. Siempre que podía. Y una vez estuvo a punto de caer la breva. ¿No te lo he contado nunca? -No.

– Fue una tarde, empezando la primavera. Iba solo y tiré hacia la parte del morabo. Siempre me había picado la curiosidad, sobre todo desde que los oficiales nos habían dicho que teníamos prohibido pisar allí. Los moros consideraban una profanación que un infiel entrara en su lugar santo y en aquellos tiempos había mucho empeño en estar a buenas con ellos. Fui a esa hora porque calculé que no habría morisma por las inmediaciones, en lo que no me equivoqué. Me acerqué al morabo sigilosamente y abrí la puerta. Sin perder un segundo, me escurrí como una sabandija y cerré detrás de mí. Afuera hacía mucho sol y adentro estaba oscuro, así que tardé en ver bien. Lo que era el morabo en sí tampoco daba para mucho. Las paredes blancas, la tumba más bien pobre en el centro y una lámpara de aceite colgada encima. El símbolo del alma del santo, me supongo. Había algunas ofrendas, un par de telas y unas pocas flores secas. Pero todo eso se esfumó cuando descubrí a la mora. Estaba arrodillada, rezando, y nada más verme se quedó paralizada. Tendría dieciocho años, rabiando.