– Joder, que alguien le cierre la boca a ese cenizo.
Y otro, probablemente un veterano:
– A ver si vienen a matarlo de una puta vez.
La segunda noche de junio no sonaron los quejidos de Pulido en la oscuridad un poco apestosa de la tienda. Esa noche, Pulido era uno de los centinelas que tenían un ojo puesto en el mar y el otro en la sombra silenciosa de las montañas. Por la tarde se habían oído tiros lejanos y cañonazos hacia el interior. Según los oficiales se trataba de alguna operación de limpieza sin mayor importancia, pero eso ya era bastante para aterrar a Pulido y es posible que él mirase hacia el mar menos que los otros. Quizá sólo se distrajo unos segundos, los suficientes. La segunda noche de junio, que se presentó despejada y fatídica, a Pulido le degollaron de un solo tajo de gumía, en su puesto de centinela. Lo hizo un moro sarmentoso y flaco, al que Andreu tumbó con un tiro de su máuser cuando ya iba a degollarle a él, después de haber acabado con su compañero. Andreu cubría el puesto del sudoeste y vio de milagro venir al moro, con el tiempo justo para cargar y apuntarle. La detonación despertó a todo el campamento. Otros centinelas, asustados, dispararon contra las sombras. En un par de minutos la posición de Sidi Dris era un hervidero de hombres somnolientos que se abalanzaban al parapeto con las cartucheras mal abrochadas y tropezando con sus fusiles. Á los sargentos les costó organizar a los aturullados pelotones, y se oyó a los oficiales gritar «¡Alto el fuego!» una y otra vez. Pasó un rato antes de que la orden surtiera efecto en los más nerviosos, los que seguían tirando a ciegas contra cualquier movimiento que creían adivinar entre las peñas.
Un denso silencio, impregnado de pólvora, se adueñó de la posición. Cuando el último de los soldados dejó de disparar, sólo la noche muda rodeaba a los hombres de Sidi Dris. Era como si aquella quietud se burlara de su terror. Andreu dio la novedad al teniente, que fue hacia él con la guerrera abierta y su pequeña pistola del nueve corto en la mano.
– Le he visto por poco, mi teniente, pero venía por mí. Si no hago fuego, ahora estaría yo en su lugar. Traía la gumía manchada de sangre.
Un cabo llegó a la carrera. Dio la noticia, jadeando: -El centinela del puesto sur ha caído. Degollado, mi teniente.
Andreu sabía quién era el centinela del puesto sur. Los integrantes del turno se habían distribuido los puestos, y el propio Andreu había arreglado el reparto para que a Pulido le tocara aquél, que todos consideraban el más protegido. Un temblor le recorrió las piernas, pero hubo de sofocarlo para cuadrarse ante el comandante, que en ese momento hizo su aparición. El teniente se cuadró también y resumió los hechos:
– Un ataque, mi comandante. Hay una baja, el centinela del puesto sur. El centinela del puesto sudoeste ha abatido al atacante.
El comandante, que era el jefe máximo de la posición, observó con desdén el cadáver del moro y con desconfianza al teniente y al propio Andreu. Era un hombre circunspecto y distante, a quien Andreu suponía profundamente imbuido de todas las creencias, para él odiosas, que sustentaban acuella mísera aventura militar en la tierra más arisca de África. No parecía del todo mal sujeto, pero en otra coyuntura Andreu le habría apuntado a la cabeza y no habría vacilado -en apretar el gatillo. El sarcasmo del destino era obligarle a matar al moro, contra quien no tenía nada, y que ahora aquel hombre, en quien veía a su enemigo natural, enjuiciase su hazaña.
– Bien hecho, soldado -opinó el comandante, aunque nada en el tono de su voz sugería la menor aprobación. Ordenó secamente que doblaran la guardia y que los demás volvieran a las tiendas. Luego fue a ver el cuerpo de Pulido, al que cerró los ojos. Meneó la cabeza y se retiró, contrariado.
El amanecer descubrió sobre la tierra pajiza y gris de Sidi Dris los dos cuerpos exánimes. Yacían juntos, como los habían colocado a la espera de disponer de ellos según le correspondía a cada uno. El de Pulido estaba completamente ensangrentado, aunque le habían tapado la garganta con un improvisado vendaje. El cadáver era pálido y gordo, como Pulido lo había sido en vida. Á su lado, al moro se le veía esquelético y amarillento. Llevaba una raída chilaba parda y un turbante blanco, la indumentaria de las tribus de las montañas. Gracias a aquel turbante demasiado visible, Andreu podía ahora mirar los dos cuerpos tendidos, el del hombre al que había matado y el del desdichado que se había pasado las noches profetizando su propio final. Como había temido siempre, Pulido no iba a volver a su pueblo. La madre a la que invocaba en sus pesadillas vestiría luto por él, y eso sería todo. Otra historia zanjada de un tajo sobre el duro pellejo de África.
Otros dos hombres contemplaban los cadáveres, además de Andreu. A unos pocos pasos estaba uno de los moros de la guarnición, miembro de la policía indígena que luchaba con los europeos contra sus propios hermanos. En realidad, eran moros de las tribus más cercanas a Melilla, que nunca se habían llevado bien con las tribus de las montañas. El policía, a quien se le había encomendado vigilar los cuerpos de los dos caídos, parecía. igualmente insensible a la suerte de ambos. Para él, la muerte violenta no era lo que para los europeos, una conmoción horrible, sino sólo una especie de rutina un poco aparatosa. Andreu miraba de reojo su gesto impasible, y por momentos llegaba a antojársele que el policía sonreía. El otro hombre que estaba junto a él era el cabo de guardia. Se llamaba Rosales y llevaba cerca de un año en África. Había visto muertos antes, y había estado a punto de morir él mismo en alguna escaramuza. Con todo, estaba impresionado.
– Qué perra muerte -dijo.
– Lo peor es que el pobre lo supiera -agregó Andreu-.Y que haya tenido tres meses para verlo venir.
– Mira, todos estamos cagados, y con razón, porque todos podemos diñarla mañana. Pero palmar precisamente así, degollado como un cordero…
– ¿Es mejor si te matan de un balazo?
– Bueno, depende del balazo. Fíjate en el moro. Si tengo que morir aquí, que sea como él. Un agujero en el corazón y listo. Te das maña con las armas, catalán. No creo que sea por la instrucción, porque serías el primero. ¿Se puede saber dónde has aprendido a darle al zambombo?
El cabo estaba realmente intrigado. A Andreu no le apetecía hablar de aquello. Tampoco se enorgullecía de haberse cargado a aquel pobre diablo, sólo le alegraba que no hubiera sido al revés.
– De chaval me gustaba tirar en las ferias -dijo, evasivo.
– Está bien. A mí qué me importa, en el fondo -se resignó Rosales-. Anda, ve por algo para cubrirlos, mientras los enterramos. No deberíamos tardar mucho en darles tierra, si queremos seguir respirando sin taparnos las narices. Parece que el día viene bastante jodido de calor.
Había siempre un momento, en las mañanas de Sidi Dris, en el que parecía como si la luz se quedara suspendida entre las montañas y el agua. Era un momento en el que los hombres se olvidaban de que habían ido allí a hacer la guerra y se acordaban de la tierra que habían dejado, al otro lado del mar. Fue justo en ese momento, aquella segunda mañana de junio, cuando Andreu y el resto de los soldados que ya estaban en pie divisaron los primeros bultos pardos en las alturas que rodeaban la posición.
Al principio no eran muchos, una docena o poco más. Se movían deprisa de reparo en reparo, brincando sobre los afilados peñascos como si sus pies no tocaran el suelo. Cuando se ponían a cubierto aguardaban ahí hasta que calculaban que nadie estaba pendiente de ellos, y entonces volvían a salir. Al principio, Andreu no supo qué pensar. De vez en cuando se veía a los moros desde la posición. Solían ser viejos con borricos, mujeres, a veces muchachos. Algunos, hambrientos por culpa de las malas cosechas de los últimos años, se acercaban a recoger los sobrantes del rancho que los policías repartían a la entrada del parapeto. Otros, menos menesterosos, venían a vender higos secos o tortas que los soldados les compraban por cantidades ínfimas. Pero nunca había visto a moros tan inquietantes como los de aquella mañana. Al fin, en las manos de uno, advirtió un largo brillo de acero. Sabía que los moros adoraban la fusila, como ellos la llamaban, pero también era la primera vez que se acercaban armados al perímetro de la posición. Pese a la falta de sueño, que le estorbaba un tanto el razonamiento, Andreu comprendió que algo se estaba preparando. Fue a contárselo a Rosales: