– ¿Y era guapa? -fue al grano Andreu.
– Un rato largo, catalán. Hay gilipollas que dicen que las moras son todas feas, vete a saber por qué. Yo las he visto guapas, ya te digo, y ésta lo era más que ninguna. Con unos ojazos negros, muy blanca, y una planta en cuanto se puso de pie que daba gusto verla. Cómo sería que se la notaba entera debajo de la chilaba. Una hembra de esas que te convierten en una bestia con un solo pensamiento fijo, ya sabes tú cuál.
– ¿Y qué pasó?
– Bueno, primero sopesé la situación. No era mala, pero había que andarse con tiento. La mora había retrocedido hasta la pared y me miraba con una mezcla de miedo y odio salvaje. Ninguna mujer de mi tierra me había mirado nunca así. Me gustaba, pero tenía que aplacarla. Le hablé, mezclando las pocas palabras que sabía de su lengua. Le dije que no tuviera miedo, le pregunté cómo se llamaba, si era de allí, esas cosas. La mora no respondió a ninguna de mis preguntas. A medida que le iba hablando me fui acercando. No sé, se me ocurrió que si la sujetaba y ella veía que no le hacía daño podía conseguir lo que no conseguía con palabras. Ella se quedó quieta, clavándome los ojos como si fueran cuchillos. Con mucho cuidado, le cogí los brazos. Ella se dejó hacer. Tenía una carne tierna y fuerte a la vez, como sólo la tienen algunas mujeres, y al sentirla entre mis dedos creí que me volvía loco. Además de eso la olía, y veía de cerca la piel de su cara y de su cuello. Dijo algo muy rápido, una de esas palabras suyas que suenan como un latigazo y que adiviné que sería un insulto. Mientras tanto me seguía mirando a la cara, sin aflojar. Más que besarla, quise morderla.
El narrador se detuvo. Quería paladear el instante o necesitaba un descanso para inventar el resto, pensó maliciosamente Andreu.
– Estaba claro que ella no quería -continuó Rosales-, que consentiría sólo porque yo llevaba un uniforme y un machete. Nunca he forzado a una mujer, pero te juro que estuve a punto de hacerlo con ella. Al final no tuve valor o me entró reparo. La solté y me fui un par de pasos atrás. Ella se quedó extrañada. Volví a hablarle. Siguió sin contestarme, así que me imaginé que estaría ofendida porque yo había entrado en su lugar santo. Le pedí perdón por eso y ella se echó a reír. Tenía una risa preciosa, y me dije que estaba en el buen camino. Pero entonces, me cago en todo, oí unas voces fuera.
– Lástima -dedujo Andreu.
– Sí -suspiró Rosales-. Eran siete moros, lo menos. Cuando me vieron allí con la muchacha quisieron desollarme. Le di aire al machete y gracias a él pude escapar. Lo que no se me olvida es la forma en que ella me seguía mirando, mientras los otros la interrogaban. Después de aquello volví muchas tardes por el morabo. Pero nunca más la encontré.
– Ésa es la ventaja de las putas de dos reales de Melilla -opinó Andreu, sardónico-. A ellas, en cambio, las encuentras siempre.
7 Afrau
Molina había empezado a hacer averiguaciones unos días atrás. Desde primeros de julio, venían registrándose incidentes durante la diaria expedición al pozo para traer el agua que consumía la posición. Nada de verdadera importancia, tan sólo algunas provocaciones por parte de pequeños grupos de moros y algún tiro suelto que hasta la fecha no les había costado ningún herido. El hecho era que Molina había podido comprobar, en los últimos días, que había ciertos nombres que se repetían una y otra vez en la lista de los soldados asignados a la descubierta de protección de la aguada. Y al mismo tiempo se daba la circunstancia de que otros nombres no aparecían nunca. Cuando estuvo seguro de que no podía ser casualidad, encomendó a Amador, que tenía mejor acceso a la tropa, la misión de confirmar sus sospechas. Amador vino esa misma tarde con la explicación. Se la habían dado con toda naturalidad los que hacían una y otra vez el servicio.
– Hay unos cuantos que pagan por no salir de descubierta -le contó Amador a Molina-.Y otros, los que andan cortos de dinero, se ofrecen a hacerla por ellos. El negocio lo tienen tasado en una peseta por salida.
– Una peseta -repitió Molina, incrédulo.
Media hora después, el sargento tenía formada a toda la tropa en la explanada de Afrau. Los soldados se preguntaban a qué vendría aquella llamada a formación, a deshora y por iniciativa de Molina, quien pese a su prestigio, reconocido por todos, no dejaba de ser un sargento pelado. En aquel momento, y habiéndose marchado de permiso el capitán que normalmente mandaba la compañía, el jefe era el teniente de los artilleros, a quien no le atraía en especial la tarea de mantener la disciplina entre los infantes. Como muestra de su desinterés, durante el rato que Molina los tuvo a todos formados aquella tarde, el teniente ni siquiera hizo acto de presencia.
– Me he enterado de que hay quien paga por no salir de descubierta -dijo Molina, sin preámbulos-. Una peseta, por lo visto.
Un compacto silencio sucedió a la acusación.
– No me importa lo que haya pasado hasta ahora -aclaró el sargento-. Lo que me importa es lo que va a pasar a partir de hoy. En adelante nadie sale de descubierta en lugar de otro. Ni por una peseta ni por quince.
Los soldados contenían el aliento. Especialmente los que habían alimentado con su sobrante monetario aquel comercio.
– Hay una cosa que más vale que comprendan -continuó Molina, dirigiéndose a los pudientes-. En África cada bala tiene un nombre, y ninguna bala va a equivocarse. Porque a cualquiera que se lo lleve un balazo, su madre lo va a llorar. Pero ustedes, los que pagan, deben ser ricos, y éstos, los que les cogen la peseta, son pobres. Y sus padres, además de llorarlos, se van a quedar sin nadie que los cuide, que para eso los están esperando.
Quienes escuchaban a Molina no entendieron demasiado aquellas razones. Ni siquiera las entendió del todo Amador, que estaba a su lado. Para cogerles bien el sentido, deberían haber sabido que por la cabeza del sargento cruzaba en aquel instante el recuerdo de sus propios padres, que eran ancianos y se habían quedado en el pueblo, pobres y desasistidos tras la marcha de su vástago.
Molina ahorraba todo lo que podía de su sueldo de sargento y enviaba mensualmente a sus padres un giro para ayudarles a subsistir. Ese era otro de los motivos que le habían impulsado a quedarse en el ejército, aunque nunca se lo había contado ni se lo contaría a Amador.
El propio Molina debió percatarse de la desorientación que había sembrado y rectificó su explicación:
– Lo que quiero decir es que el nombre de la bala ni se compra ni se vende, porque será el que tenga que ser y nadie se va a llevar la desgracia de otro. Se puede comprar un abrigo o se pueden comprar unos zapatos. Pero querer comprar el dolor de una familia es una indignidad. Y ahora pueden romper filas. Mañana se vienen conmigo los que se han estado librando.
Algunos palidecieron con el anuncio. Otros, los que hasta entonces cobraban por salir, pensaron sobre todo en la fuente de ingresos que acababan de perder. Quizá unos pocos pensaron en las familias que habían quedado atrás. Pero aun de éstos, pudo oírsele renegar a uno:
– Cojonudo, el sargento. Qué más le dará a mi familia que me maten gratis o cobrando. Y lo que cobro para mi cuerpo se queda, por lo menos.
A la mañana siguiente, como todas las mañanas, se formó el convoy de la aguada. Solía componerse de tres mulos con sus correspondientes acemileros y un pelotón al mando de un sargento y un cabo. Molina llevaba aquella mañana a Amador, que revisaba concienzudo, antes de salir, el estado en que se hallaba el armamento de la apocada y avergonzada tropa.