Выбрать главу

– No pongáis esa cara de entierro, hombre -trató de animarlos-. Si no pasa nada ahí fuera. Ya veréis que os estaban timando los cuatro reales.

Los acemileros cargaban las cubas para el agua en los mulos. Había que hacerlo con astucia, porque los mulos se aprendían las voces con las que los cargaban y al reconocerlas lo mismo se arrancaban que se ponían a cocear. Palabras como «arriba» o «vamos allá» estaban vedadas entre los acemileros, porque ésas hasta los mulos menos despiertos se las sabían.

– Fuerza -dijo aquella mañana el que dirigía la maniobra.

Los dos kilómetros que separaban Afrau del pozo al que se iba a hacer la aguada eran de camino dificultoso y discurrían entre alturas de entre cien y doscientos metros. Algunos tramos imponían, porque se tenía la sensación de estar a merced de cualquiera que se encaramara a las peñas. Había uno que no tenía miedo, sin embargo, y que hasta se apuntaba voluntario, sin cobrar, a todas las descubiertas en las que iba Molina. Era Luisito, el mono de la posición. Aquella mañana se acercó corriendo como una liebre y saltó limpiamente a la grupa de uno de los mulos. Pronto se vio la razón de su precipitación. En la posición había un perro esquelético e infestado de reznos, al que los soldados habían puesto el nombre de Macuto. Una de las malvadas diversiones de Luisito consistía en acercársele cuando estaba dormido y tirarle del rabo o mordérselo. Algo le habría hecho, porque Macuto, que llegó detrás del mono, se le quedó mirando y gruñendo con los dientes bien visibles. Luisito, que era un insensato, también enseñaba los dientes desde su inalcanzable refugio. Molina le acarició el lomo al perro.

– Vamos, Macuto, no le des gusto a ese cabronazo.

El convoy se puso en marcha. Las dos escuadras que componían el pelotón marchaban desplegadas a los flancos, lo que obligaba a los soldados a subir y bajar los accidentes que había a ambos lados del camino, sólo un poco más ásperos, en honor a la verdad, que el camino mismo. Molina iba al frente, pero se volvía constantemente para comprobar que los soldados no perdían la posición que a cada uno le correspondía. Amador iba atrás con los dos mejores tiradores, los que en caso de apuro debían cubrir los movimientos de sus compañeros. Amador siempre recordaba en estas ocasiones lo que le había dicho Molina, la primera vez que habían salido juntos:

– Si se hace bien, nunca pasa nada. Los moros se dan perfecta cuenta si lo llevas controlado y andas pendiente, y también se la dan si el que manda el convoy está despistado y la gente campa por su cuenta. Los moros, Amador, podrán ser muchas cosas, pero tontos no son. Al que sabe defenderse le dejan en paz, y del que ven flojo, en cambio, se aprovechan siempre.

Por eso Molina avanzaba con esa precaución meticulosa, y cuando veía a alguien que se descuidaba, le llamaba al orden de inmediato:

– Eh, chaval, cubriendo tu flanco. Se trata de que tu compañero pueda darte la espalda sin arriesgarla.

Aquella mañana Molina y Amador tuvieron más trabajo que de ordinario. Aquellos hombres habían hecho descubiertas antes de que empezaran a pagar a otros por sustituirlos, pero la falta de práctica reciente y el amedrentamiento los volvían singularmente torpes. Mientras caminaba entre los montes, Molina se sentía en cambio en su elemento. Era lo que había hecho desde niño, en su tierra natal, y los instintos que ejercitaba eran, ligeramente modificados por las técnicas militares, los que había adquirido cuando por aquellos otros montes acechaba liebres para cazarlas. Ahora el acecho era recíproco, porque las presas que buscaba en los montes de África podían cazarle a él a su vez. Sin embargo, sus piernas trabajaban con gusto aquellos desniveles, y su mirada se deleitaba, pese al peligro, en pasearse por laderas y barrancos. Le gustaba tropezarse con las jaras, sentir la tierra caliente en las suelas o en las manos al apoyarse, y aspirar el olor que las plantas destilaban bajo el furioso sol Africano. Todas aquellas sensaciones le hacían sentirse vivo, incluso sabiendo que a la vez estaba jugándoselo todo. Mirándolo bien, y aunque nadie en sus cabales lo pudiera buscar de propósito, aquel jugársela venía a ser la forma más rotunda de sentirla, la vida.

Amador estaba más bien habituado a caminar por el llano y el campo le era mucho menos familiar que al sargento. Aceptaba su suerte y trataba de no agravarla, nada más. Ir con Molina era al menos una garantía. Con ningún otro sargento iba tan seguro, porque ninguno le ponía a la faena lo que le ponía Molina, el alma y las tripas y a la vez la cabeza siempre fría y despejada. A veces, Amador llegaba a pensar que el sol caía sobre todos menos él. Jamás le había visto perder la concentración. Y tenía algo que era infrecuente entre quienes daban órdenes en África: no gritaba casi nunca.

A medio camino, avistaron un grupo de moros sobre una colina.

– Atentos a la derecha -dijo el sargento.

Los moros estaban quietos, observándolos. Al menos tres de ellos llevaban el Lebel terciado a la espalda. El sargento no los perdió de vista. Mientras siguieran así, convenía dejarlos estar, pero si en algún momento aquellos hombres hacían ademán de tomar el arma tendría que detener el convoy y organizar una posible respuesta. La experiencia de los últimos días no permitía andarse con demasiadas contemplaciones. Alguno de los soldados tenía las manos crispadas sobre el máuser, mientras vigilaba a los moros impertérritos. Habríase dicho que estaban unidos al terreno, como los almendros o las chumberas que crecían a duras penas en aquellos montes. Para los europeos, sobre todo después de las últimas noticias que les llegaban desde el frente, unos moros como aquellos, posiblemente afectos a la harka, representaban una amenaza tan molesta como impredecible.

Pero los moros no atacaron. Poco antes de que los soldados los perdieran de vista tras un recodo del camino, se retiraron rápidamente. Todos respiraron, momento que Molina aprovechó para advertir:

– Ojo, que esto no se acaba hasta que estemos de vuelta en la posición.

Llegaron al fin al pozo. Los acemileros y algunos de los soldados se encargaron de llenar las cubas. El agua era bastante salobre y sólo de relativa confianza. Siempre resultaba aconsejable hervirla, pero lo bueno que podía decirse de ella era que en Afrau se bebía y las consecuencias no pasaban de alguna descomposición general de vez en cuando. En otros sitios el agua no podía ni probarse, porque daba directamente las palúdicas.

Mientras los acemileros remataban la operación, Molina cambiaba impresiones con el cabo. Habían dispuesto a los restantes elementos del pelotón alrededor del pozo y andaban enfrascados en preparar el regreso.

– Ve muy atento, cabo -decía Molina-. Si yo fuera uno de los que nos hemos encontrado antes, tendría muy claro cuándo me interesa atacar. Mejor a la vuelta, cuando vamos cargados y preocupados de no perder el agua.

– No parecían demasiado decididos -objetó Amador.

– Nunca te fíes de lo que parecen. Tienen la obligación de confundirnos. Aunque seamos menos vivos y ellos tengan la ventaja del terreno, también saben que somos más y vamos mejor armados.

No todo eran preocupaciones y tareas penosas entre los integrantes del convoy. Aprovechando la parada, Luisito había bajado del mulo y exploraba los alrededores del pozo. Después de corretear en todas direcciones, había trepado a un árbol y se descolgaba alegremente de rama en rama.

– Qué envidia me da el mono -confesó Amador-. A veces me parece que es el único que está acostumbrado a todo esto.

– Tiene los sesos chicos, nada más juzgó abstraído Molina.

Cansado de dar saltos, el mono se recostó contra el tronco del árbol. El muy sinvergüenza era el único que tenía sombra y se adormiló allí. Sólo su rabo, enroscándose a un lado y a otro, daba señales de vida.