– Escribiré a sus padres para contárselo dijo, sin apartar la vista del cadáver-. Les diré que murió a mis órdenes y les pediré perdón por no haber sabido cuidarlo. Sé lo que pensáis. Que él venía hoy porque yo lo puse en la lista. Pero eso a mí no me importa. Si no hubiera sido él, habría sido cualquier otro, y también me tocaría escribir a sus padres. Hoy hemos aprendido algo, vosotros y yo. Lo primero, que en África no sólo las balas tienen nombre. Lo segundo, que nunca sabes lo que te puede pasar.
El sargento no dijo nada más. Se dio media vuelta y se dirigió a su tienda. Ni siquiera Amador se atrevió a acompañarle. Estaba claro que en aquel instante Molina quería estar solo. Cuando llegó a la tienda, se tropezó con tres cabras que triscaban olímpicamente entre los catres. Una de ellas arrojaba en ese momento sobre su petate una lluvia de excrementos.
– Me cago en… -estalló, furioso-. ¿Qué hacen aquí estas cabras?
Al oír sus gritos, un soldado acudió a la carrera. -Las cabras son del suboficial, mi sargento -le informó, apurado.
Molina estaba al tanto de aquella corruptela. El suboficial, además de los negocios que se traía con el cantinero y con la intendencia de la compañía, tenía aquellas tres cabras, que le cuidaban los soldados.
– ¿Del suboficial? Vamos a ver. ¿Quién las cuida? Vosotros, ¿no? Pues estas cabras son vuestras, hombre.
Y mientras lo decía empezó a empujar a las cabras hacia el corral. Una vez que las tuvo encerradas, llamó a los rancheros y les pidió un cuchillo de carnicero. En cuanto se lo trajeron, sin pensarlo, cogió la primera cabra y la degolló expeditivamente. La misma suerte corrieron las otras dos, aunque con la última tuvo que emplearse a fondo para poder hacerse con ella. Después limpió el cuchillo con un trapo y concluyó:
– Las cabras son vuestras, así que hoy que os las pongan para comer. Ya está bien de pescado en conserva y de judías rancias.
– Pero, mi sargento, el suboficial… -farfulló uno de los soldados, aterrado.
– El suboficial me va a tocar los cojones -bramó Molina, mientras se alejaba.
Nadie le había visto nunca tan iracundo, y muchos aguardaron con expectación el inevitable choque con el suboficial tras la masacre de todo su ganado. Pero ya fuera porque se hiciera cargo del impacto que al sargento le había producido lo sucedido en la descubierta, ya porque sabía que la cría de aquellas cabras por la tropa era una infracción de las ordenanzas, el suboficial se guardó su contrariedad y no exigió represalia alguna. Aunque el teniente le afeó perezosamente a Molina su acceso de cólera, al final las cabras enriquecieron el rancho, para disfrute de todos. Gracias a la furia del sargento, aquel día hubo en Afrau algo digno de ser saboreado.
Sin embargo, la baja de aquella descubierta hizo mella. Era la primera irrupción severa de la guerra en la adormecida placidez de Afrau. Por añadidura, aquel mediodía el correo del regimiento trajo una mala noticia. La compañía de Afrau debía prestar un pelotón para reforzar la posición de Talilit
– Ya ve, mi sargento. Me ha castigado Dios, que va a resultar que existe. Por pensar que los de Talilit iban a hacer la guerra por nosotros. ¿Se acuerda? «Antes de llegar aquí tendrán que pasar por Talilit», me animaba. Pues allá voy, al disparadero. La mala suerte, siempre lo digo, que una vez que la pruebas te coge querencia. Primero África, y ahora a Talilit.
– No seas idiota, Amador -le reprochó Molina-. Lleva los ojos abiertos y ganas de volver, que no hay peor mala suerte que la que uno se busca.
– Ganas de volver las llevo todas -aseguró Amador-.Y de lo otro procuraré acordarme. He tenido buen maestro.
– No está el día para que me digas eso, cabo. Mira, ya que nos quedan unas horas para separarnos, nos olvidamos de la guerra. Vamos a la cantina, y nos bebemos unos vasos de esa ponzoña química que sirve el gordo. A condición de que no te me derrumbes, que no se me da consolar borrachos.
A media tarde, el centinela del puesto principal vio una pequeña figura que se aproximaba a toda velocidad hacia la posición. Al principio no la identificó y llegó a prevenir el arma. Pero cuando estuvo más cerca bajó el fusil y se echó a reír. Era Luisito, que se había quedado dormido junto al pozo y había tenido que recorrer el camino por sus medios. Quizá por eso, o por el simple hecho de que le hubieran dejado, entró en la posición hecho un basilisco, enseñando los dientes a un lado y a otro. Cuando se lo contaron, Molina, ya con unos vasos de vino a las espaldas, comentó:
– El jodío bichillo. Egoísta como todos. Ya ves tú lo que le importará que hoy me hayan degollado a un hombre. Así es la cosa, los vivos exigiendo y los muertos olvidados. Y así es como ha de ser, seguramente.
8 Talilit
Para Amador y para los veinticinco infortunados con los que marchaba, la primera impresión de Talilit fue demoledora. Ya la marcha de veinte kilómetros, escoltados por una sección de cazadores de caballería y otra de la policía indígena, resultó un auténtico viacrucis. Lo único que animó algo a Amador fue la presencia de Haddú, el sargento musulmán amigo de Molina. Recientemente le habían destinado con su destacamento a Sidi Dris, y al ser ésta una de las posiciones más próximas, le habían asignado a la escolta. Antes de la partida, Molina le había encomendado con gran solemnidad a Amador:
– Llévamelo a Talilit sin que me lo arañen. Este y yo tenemos apostado que se vuelve a Madrid igualito que vino.
Y al propio Amador le había exigido, mientras le abrazaba:
– No te olvides. Me crees en tu suerte, y me la peleas en condiciones.
En recorrer la distancia desde Afrau habían empleado casi todo el día, y aunque no habían sido molestados por el enemigo, a la caída de la tarde, cuando hubieron de salvar la ladera por la que se subía hacia Talilit, tenían los pies hechos pulpa y se sentían completamente exhaustos. En ese menesteroso estado entraron en el recinto, y lo que allí encontraron fue un espacio escaso en el que iban a caber con dificultad y un centenar largo de individuos sucios y estragados que los recibían con una mezcla de sorna y de conmiseración. Seis semanas atrás muchos de aquellos hombres eran unos pipiolos tan intimidados como ellos. Después de mes y medio de agotadores servicios, y de unos cuantos intercambios de balas con los exploradores de la harka, se habían endurecido un poco. Eso no quería decir que no se cagaran en los pantalones cada vez que oían un disparo, pero sí que podían sentirse superiores al pelotón de recién llegados que les enviaban desde una tranquila posición de retaguardia. Era un sentimiento ruin pero reconfortante, y los soldados de Talilit andaban cortos de cosas que les reconfortaran.
El sargento que iba al mando se cuadró ante el capitán jefe accidental de la posición y declaró la reventada y temerosa mercancía que traía:
– Se presenta el sargento Requena y el pelotón de refuerzo de la compañía de Afrau. Forman veinticinco hombres, mi capitán.