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Al día siguiente, que amaneció luminoso y rápido, como siempre sucedía en África, los de Talilit se encontraron con una novedad. En varias de las alturas cercanas había moros apostados. No eran muchos, pero no se esforzaban demasiado en ocultarse. Tampoco mostraban una actitud hostil. Simplemente allí estaban, mirando. Hacía algún tiempo que los moros no se dejaban ver. Cuando aparecían, el primer anuncio de su presencia era el balazo de un paco, al que luego había que esforzarse en encontrar y batir para que abandonara el entretenimiento. Aquella mañana, en cambio, no sonó ningún disparo. Los moros contemplaban el despertar de Talilit como si contemplaran el paisaje. Al capitán le asaltó inmediatamente una duda incómoda, que debatió más bien desganadamente con el teniente artillero:

– Si ordeno hacer fuego se esconden y listo. Si no lo ordeno parece que se están riendo de nosotros y que nos aguantamos.

El teniente tenía aspecto de no haber dormido mucho, y eso debía mermar de alguna forma su belicosidad habitual. Abúlicamente, observó:

– Son cuatro gatos. Es perder el tiempo, mi capitán. Déjelos estar, así vemos por dónde paran.

De modo que allí siguieron los moros. A los centinelas sólo se les dijo que no perdieran ojo y que estuvieran preparados por si se daba orden de disparar para espantar a aquellos moscardones. Una hora después, se empezó a oír ruido lejano de tiros. Al principio todos pensaron que podía ser otra columna que se internaba en las montañas. Pero cuando se pusieron a escuchar mejor descubrieron que el ruido provenía del sur, de la parte hacia donde estaba el campamento general. En la posición se estaba formando en ese momento el relevo del blocao, mitad con veteranos de Talilit, mitad con efectivos nuevos del pelotón de Afrau. Entre aquella veintena de hombres se contaban Andreu, Rosales y Amador. Rosales, más despierto, dijo:

Joder, juraría que andan a tiros por el campamento general.

Los soldados se volvieron inquietos en esa dirección. No se veía nada, sólo la línea de los montes, en la que sólo los más avezados distinguían, a lo lejos, las lomas entre las que se encontraba el campamento. La idea de que pudieran estar atacando el campamento general les ponía a todos los pelos de punta. Era una insolencia inaudita por parte de la harka, y una señal preocupante a más no poder. Atentar contra el campamento general era atentar contra el cimiento mismo de la tranquilidad de aquellos soldados. En el campamento general estaba el grueso del regimiento y de las demás unidades y estaban también las municiones y los víveres. El campamento general era el lugar de donde salían los convoyes que los abastecían, de donde vendría en caso de apuro la ayuda que pulverizaría cualquier amenaza. Cualquier riesgo que afectara al campamento general era para Talilit el riesgo de quedar colgando en el aire. Percatándose del repentino flojeo de la tropa, el sargento que se ocupaba del relevo se apresuró a gritar:

– Vamos, se acabó la tertulia. Fiiir…mes.

Pero mientras recorrían el trecho que había entre la posición principal y la avanzadilla, los soldados no podían dejar de volverse hacia donde sonaban los tiros. También miraban a aquellos moros altaneros que asomaban sobre los montes que rodeaban Talilit, y los más audaces protestaban:

– Tendrían que dejarnos dispararles. Alguno caería.

El relevo se realizó con presteza. Mientras recogían, los salientes preguntaron ansiosamente sobre aquellos tiroteos. Los entrantes respondían sin mucho énfasis, más preocupados por sí mismos y por el momento en que se incorporaban al aborrecido fortín. En el trasiego, fatalmente, quedó en evidencia la bisoñez de los de Afrau. Tuvieron que conformarse con los peores sitios, ya que los habituales del blocao ocuparon con soltura los lugares privilegiados. Y aunque todos estaban algo encogidos, hasta hubo entre los salientes quien vio la ocasión de regocijarse a costa de los nuevos.

– Bienvenidos al palacio de los pedos -les decía uno.

– Baño de mugre gratis -prometía otro.

Amador observó el panorama. El interior del blocao, con las colchonetas usadas por tantos inquilinos, las bastas y raídas telas de saco que cubrían las aspilleras, y el piso lleno de inmundicia, no podía invitar menos. El olor a tropa y a cuartel, ese olor pesado y un punto acre, era tan intenso allí dentro como en ningún otro lugar que el cabo hubiera conocido durante todo el tiempo que llevaba de servicio. Nadie habría dicho que aquella madera había sido nueva un mes y medio atrás. Amador supuso que la sensación pasaría al cabo de un par de horas, y que una vez que su olfato se hiciera a aquella pestilencia llegaría incluso a echarla de menos si dejaba de envolverle. No era consuelo, pero de algún modo tenía que ayudarse a arrostrarlo.

Durante toda la mañana continuó el ruido de tiros en la dirección del campamento general. Los ocupantes del blocao trataban de atisbar a través de las aspilleras lo que pasaba alrededor, pero lo estrecho del campo de visión dificultaba que pudieran hacerse una idea más o menos exacta. Veían a un moro aquí y otro allá, y al cabo de media hora dejaban de verlos y aparecían otros, o los mismos, en lugares diferentes.

– Nos están cogiendo la medida, me cago en su estampa -maldijo Rosales.

– ¿Tú crees? -preguntó Amador, que se había acercado al cabo veterano deseoso de sacar partido de su experiencia.

A Rosales no le inspiraba confianza Amador, que a primer vistazo le había parecido dubitativo e inseguro, demasiado para lo que él consideraba, por propia estima, que debía ser un cabo. Aun así, se explicó:

– Van de un lado a otro, viendo cómo estamos organizados: dónde hemos puesto las ametralladoras y dónde los cañones, por dónde tenemos más batido el frente y por dónde pueden acercarse en ángulo muerto.

Mientras Rosales hablaba se hizo un brusco silencio en el interior del blocao. Para los soldados que habían venido con Amador, pero también para los restantes, su parlamento era del máximo interés. En medio de aquel silencio expectante, sus palabras cayeron secas y contundentes como martillazos.

– Joder, pareces un brigadier, Rosales -se burló el sargento, desde el otro extremo del habitáculo-. Pero eso que dices es una tontería. Todo lo que según tú están investigando se lo saben desde hace un par de semanas, por lo menos. Se están riendo de nosotros, eso es todo.

– Peor me lo pone, mi sargento.

– Relajaos, coño -les reprochó el sargento-. Si se nos vienen encima y son pocos, los asamos vivos. Y si vienen muchos, nos dan por el culo y a palmar por la patria. Así de sencilla es la cosa, no hay vuelta que darle.

Amador reparó en el gesto con que Andreu, que había permanecido desde el principio calloso y meditabundo, se volvió hacia el sargento. Pocas veces habría sorprendido una mirada tan cargosa de ira.

A mediodía recibieron instrucciones desde la posición. Al parecer, el capitán había agotado su paciencia ante la desfachatez de los moros. Iban a abrir fuego sobre ellos y se les ordenaba que hicieran lo mismo con los que tuvieran a tiro. Hasta nueva orden, no debían dejar que ninguno volviera a asomar la nariz. Todos los hombres se apostaron ante las aspilleras y aguardaron a que desde la posición se diera comienzo al baile. Sonó la descarga y todos dispararon hacia sus respectivos blancos. Los diez o quince moros escasos que había a la vista desaparecieron como tragados por la tierra. Hubo quien creyó oír gritos de dolor, pero nadie vio a ninguno caer. Andreu, a quien aquella orden le parecía tan intempestiva como inútil, disparó una sola vez, sin el menor ánimo de acertarle a nadie. Los demás hicieron un par de disparos y a continuación quedaron al acecho. También desde la posición habían dejado de tirar. Ante ellos sólo tenían, ahora, las montañas abrasadas por el sol, el aire caliginoso y los resecos matorrales. Transcurrieron lentamente los minutos, sin que nada alterase la tensa calma.