– ¿Y ahora qué? -se preguntó Rosales.
– Ahora la mitad a no quitar ojo de los montes y la otra mitad a almorzar algo -resolvió el sargento-. Dentro de un rato, relevo.
Se turnaron para comer, raciones frías de bacalao que a nadie contentaron y que provocaron una buena acometida a la lata del agua. Pasaron la tarde en aquella vigilancia infructuosa. De vez en cuando creían ver a algún moro moverse, pero siempre que le iban a disparar era demasiado tarde. Los centinelas de la posición abrían fuego a intervalos, con poco éxito. Mientras tanto, el tiroteo hacia el campamento general seguía, intensificado. Desde poco después de las dos habían empezado a rugir las baterías, lo que hacía sospechar que el asunto por allí iba en serio y aumentó la inquietud entre los que estaban en el blocao. Pero poco antes de la puesta de sol hubo otro motivo más inmediato para inquietarse. A esa hora se desató un ligero paqueo sobre Talilit y sobre la avanzadilla. Desde la posición y desde el mismo blocao respondieron, pero con la luz menguante del ocaso era difícil localizar a los tiradores. Algunas balas enemigas dieron en los muros de madera del fortín y en la chapa del techo, donde causaban un ruido vibrante y estridente a la vez. Todos los soldados acudieron a las aspilleras y se afanaron por cazar a los pacos hasta que el anochecer devoró la última claridad. Todavía después siguió el intercambio, más espaciadamente. Desde la posición aún contestaban al fuego que les hacían, pero el sargento ordenó, con buen criterio:
– Basta de gastar munición. Vamos a organizar los turnos de guardia. Ahora se trata de que esos cabrones no se nos acerquen a sorprendernos.
Tiros sueltos los hubo hasta bien entrada la noche. A partir de cierto momento, sin embargo, sólo se oyó el combate lejano que había empezado por la mañana y aún seguía. Por imposible que les pareciera, al arrullo de aquel rumor tendrían que dormirse los defensores del blocao, durante el rato que no les tocase velar. Los de Afrau, que en su mayoría acababan de participar en su primera acción bélica, se sentían confusos. Alguno no podía creer que la guerra fuera aquello, un tráfico idiota de tiros a ciegas.
Amador no era ajeno a esta desorientación. Había gastoso varios peines de munición en poco más que balear los montes y armar ruido contra un enemigo ínfimo y escurridizo. No era consciente de haber alcanzado a nadie. Ni siquiera estaba seguro de habérselas visto con la harka. En realidad, era como si se enfrentaran a un espejismo.
Aquella noche sólo durmieron, durante los cortos intervalos de tres horas de que disponían entre turno y turno, aquellos que estaban demasiado cansados para velar. Los demás, tumbados sobre los jergones, miraban el techo acanalado mientras se echaban un pito que les distrajera del miedo y del calor asfixiante. Después de todo el día recibiendo el azote del sol, la chapa desprendía fuego, y la ventilación que proporcionaban las aspilleras apenas bastaba para que pudiera renovarse el aire. El tiroteo alrededor del campamento general parecía haberse mitigado algo, pero no llegaba a extinguirse nunca del todo. El eco lejano de las detonaciones seguía rasgando arrítmicamente el aire de la noche.
La madrugada se arrastró despacio sobre el sopor febril del blocao. A eso de las cinco, Amador se acercó a pedirle fuego a Andreu. El catalán no había despegado los labios en todo el tiempo y se había limitado a cubrir sus turnos e intervenir con aire remiso en lo que se le ordenaba. Amador tenía el barrunto, no sabía muy bien por qué, de que aquel tipo taciturno era quien más tenía que decir de todos los que había allí.
– ¿Me das lumbre? -le pidió.
Andreu tardó un poco en reaccionar. No estaba dormido, sino un poco atontado, como casi todos.
– Claro -dijo, tendiéndole su pitillo.
Amador se encendió el cigarro y al devolverle el suyo a Andreu, observó:
– No te veo muy entregado a la faena. -¿Qué quieres decir? -se revolvió el catalán. -Que me da que te cagas en todo esto. -Como cualquiera.
– No como cualquiera. Me he fijado en cómo le mirabas, al sargento. ¿Qué hacías cuando estabas en Barcelona?
Andreu se tomó su tiempo antes de contestar:
– Eres curioso, cabo. Pero Barcelona ya no existe. Ahora sólo soy un mierda de la primera compañía del primer batallón. De antes no me acuerdo.
– Está bien. Te contaré lo que hacía yo en Madrid. Era oficial administrativo de tercera en una compañía de seguros.
– Todo un aventurero -se burló Andreu.
– También era socialista y del sindicato.
– ¿Y por qué me cuentas eso?
– Porque yo también me cago en esta guerra, igual que tú.
– Igual, no -rechazó el catalán-. Algún día habrá ministros socialistas, y a los desgraciados como tú y como yo nos seguirán mandando a África.
Amador trazó con sus labios una sonrisa que el otro no podía ver en la semioscuridad del blocao.
– Ahora veo por dónde vas. Ya me has dicho bastante juzgó.
– Pues adivina lo que te parezca, que de eso ya no digo más.
Amador no quería irritarle innecesariamente. Desvió la conversación:
– ¿Por qué no te fuiste prófugo?
Andreu se echó a reír.
– Alto, cabo. No me estarás animando a desertar.
– Pues no. Adónde ibas a desertar ahora. Digo antes de venir.
– ¿Y tú? ¿Por qué no te fuiste tú?
– Yo sólo soy socialista. Como dirías tú: a todos los efectos, un burgués. Los burgueses siempre contemporizamos.
Andreu se quedó mirando al cabo. Por lo menos tenía sentido del humor. Si lo pensaba, tampoco le caía tan mal, aunque le mosqueara aquel interés por relacionarse con él. Finalmente dijo, conciliador:
– Eso ha tenido gracia.
En ese justo instante, súbito como un relámpago, se desencadenó el infierno. Sonó un alarido lejano, todos los montes se incendiaron al unísono y una lluvia de balas se estrelló contra el blocao, armando un estrépito que despertó de golpe a los adormilados y sacudió a los despiertos. Todos corrieron a las aspilleras, pero el fuego era tan intenso que pocos se atrevieron a asomar el fusil. El sargento, con ademanes torpes y alucinados, ordenó:
– Fuego, joder, fuego.
Amador, mientras preparaba su arma, observó cómo Andreu cargaba la suya. El catalán metió las balas, dejó una en la recámara y se deshizo del peine con veloz destreza. La sombría concentración de aquel hombre le pareció a Amador la señal definitiva. Ahora sí. Aquello, al fin, era la harka.
9 Afrau
Molina, que estaba aquel día al mando de la guardia de Afrau, recibió el parte de novedades de González:
– Sin novedad en los puestos, mi sargento.
El sargento meditó sobre el significado de aquella frase rutinaria. Sin novedad. Se habría repetido millones de veces, desde que se formara el primer ejército, pero muy pocos de los que la pronunciaban se paraban a pensar lo que quería decir realmente. El ejército era una maquinaria creada sobre la convicción de que sucederían cosas. Algunas, las que el ejército pretendía contrarrestar o impedir. Otras, las que el ejército mismo disponía de los medios para causar. Decir sin novedad era tanto como proclamar la inutilidad o la frustración de los soldados, y al mismo tiempo era lo único que los soldados, Molina incluido, deseaban decir. Pero aquel mediodía la fórmula le sonaba al sargento un poco amarga. Aquel mediodía, las sobadas palabras le remitían a la novedad que había tenido él mismo que dar un par de días atrás. Al miedo en los ojos de un moribundo, con el que al decir y oír sin novedad todos aspiraban a no compartir la suerte. El problema, para Molina, era que aquella suerte le encharcaba sin remedio el alma.