– Cabo, mira ahí arriba. Ésos no buscan nada bueno.
– Ya los veo, catalán. Parece que vienen a explicarnos lo de anoche.
Rosales fue en seguida a avisar al teniente. En ese mismo instante, sujetándose a la inercia inexorable del campamento, el corneta tocó diana. No había terminado el toque cuando sonaron los primeros disparos. Uno fue para el propio corneta, que cayó con una herida en el hombro; otro pasó rozando a Andreu. Este, recién aterrizado en el suelo y sólo a medias repuesto del panzazo, rezongó:
– Pues no la tienen tan buena, la puntería.
El campamento reaccionó con algo más de concierto que durante el incidente de la madrugada. Los centinelas respondieron al fuego con prontitud, y los policías, empezando por el que vigilaba a Pulido y a su asesino, devolvieron con fría serenidad las descargas que recibían. Los hombres salieron de las tiendas, extremando la precaución, porque muchas de ellas no daban a terreno resguardado. Con la cabeza gacha y el fusil prevenido fueron acudiendo al parapeto, desde donde el teniente y los sargentos ordenaban ya la defensa. El fuego enemigo no era muy nutrido, apenas había un puñado de tiradores, pero su cadencia resultaba bastante regular. Parecían estar poniéndolos a prueba, con intención quizá similar a la que había animado el asalto nocturno que le había costado la vida a Pulido. Andreu, con su fusil a cuestas, buscó como los otros su lugar en el parapeto.
Cuando ya hubo una fuerza apreciable respondiendo desde la posición, los atacantes dejaron de disparar. También entre los defensores se ordenó el cese del fuego. En ese momento, el comandante se acercó al teniente que había asumido inicialmente el mando.
– Son sólo unos pocos, mi comandante -dijo el teniente-. Debe de ser una especie de demostración. -¿Y qué es lo que cree que quieren demostrar, teniente? -consultó el comandante, más bien escéptico. -No sé, mi comandante.
– Pues debería tener alguna idea.
Fueran cuales fueran sus propias impresiones, el comandante no las compartió con su oficial. Se limitó a enfocar los prismáticos hacia las laderas, con gesto concentrado.
– Cómo se esconden, los muy hijos de puta -observó.
Los soldados aguardaban expectantes en sus puestos. Los artilleros del destacamento con que contaba la posición estaban preparados junto a sus piezas. Pero no había nada contra lo que disparar. A sus ojos, los montes ofrecían la misma imagen inanimada a la que llevaban semanas habituados. Sólo se oía el rumor del mar y el soplo de la brisa.
– Esto no me gusta ni un poco -concluyó el comandante.
Un alarido desgarró el silencio. Tras él estalló un vocerío desaforado, y sobre los contornos quebrados de las alturas próximas apareció un enjambre de manchas pardas. Saltaban entre los arbustos como en espasmos, al tiempo que enviaban sobre Sidi Dris una cerrada lluvia de plomo. Los soldados aplastaron la cabeza contra los sacos terreros que les protegían, decididos a no asomar la nariz hasta que la tormenta aflojara. Pero no hubo tal. Aprovechando un resquicio, el comandante aulló:
– Fuego a discreción, me cago en vuestros muertos.
Los oficiales y los sargentos repitieron histéricamente:
– Fuego, fuego.
Andreu se lo pensó antes de empuñar el fusil y erguirse sobre el parapeto. Había llegado, al fin, el momento inevitable. El incidente con el asaltante nocturno apenas contaba, porque casi no había tenido tiempo para darse cuenta. Ahora sí que se la daba, y no podía evitar acordarse de sus vacilaciones de unos meses atrás, cuando había sopesado la idea de declararse prófugo y había acabado acudiendo de mala gana a la odiosa recluta del ejército colonial. Recordó lo que le había dicho Maspons, libertario fuera de toda sospecha:
– El mismísimo Durruti acabó entrando en el cuartel, aunque le licenciaran luego por inútil. Si tienes miedo a que te manden a África y te maten, lárgate, como hacen muchos. Pero no te eches a la espalda a la policía por un simple prurito.
Al final había entrado por el aro y la suerte, implacable, le había asignado plaza de desgraciado en África. Podía haberse tirado del barco, pero tampoco lo había hecho. Y ahora estaba allí, en Sidi Dris, ante aquellos demonios de pardo que iban a matarle si no se defendía. Comprendió eso, que iban a matarlos a todos si no le echaban coraje y empezaban a disparar también ellos. A Andreu no le faltaba coraje. Lo había demostrado conteniendo con su pistola a quienes le disparaban a él con fusiles durante las manifestaciones. Lo había demostrado, también, enfrentándose siempre que se había terciado con los matones de la patronal. Jurando entre dientes, se incorporó, apuntó al primer bulto pardo que apareció ante sus ojos y apretó el gatillo. Su ejemplo animó a los dos que estaban junto a él, que le imitaron. Uno de ellos volvió a caer tras el parapeto con una mano llena de sangre.
– Mierda, me han dado.
Andreu se acercó a él y examinó la mano con ojo experto.
– No es más que un rasguño -dictaminó-. Sigue.
– ¿Has visto? -gritó el herido, con los ojos desorbitados-. Hay cientos de ellos ahí enfrente.
– Por eso hay que seguir, hombre. ¿O es que quieres quedarte aquí?
Durante toda la hora siguiente, los soldados se las arreglaron a duras penas para capear el temporal. El comandante ordenó al destacamento de artillería hacer fuego de cañón y la sección de ametralladoras estuvo a punto de fundir las máquinas. Dos o tres cañonazos afortunados lograron hacer un buen número de bajas entre los moros, las suficientes como para obligarlos a retroceder y tomar mejores posiciones. Desde ese momento, el fuego se atenuó de forma considerable, aunque no llegó nunca a interrumpirse. Defensores y atacantes intercambiaban disparos con resultado más bien desigual. Era muy difícil darles a los indígenas, por su habilidad para confundirse
con el terreno. En cambio, más de un soldado bisoño resultó alcanzado por los fusiles enemigos. Por todas partes empezaban a oírse los lamentos de los heridos, acuciantes y aterrorizados.
– Nos están zumbando bien -dijo el que estaba a la derecha de Andreu-.Y eso que han sido tan idiotas como para avisarnos de sus intenciones. Si llegan a atacar todos por sorpresa, estamos listos.
– No creo que sean idiotas -se opuso Andreu-. Querían avisarnos. A éstos no les importa que los veamos venir. Ni siquiera les importa que los matemos. Esa es su puñetera ventaja.
Andreu cargaba el fusil con vertiginosa destreza. Cuando se lo echaba a la cara, buscaba sin atropellarse un blanco, lo acechaba y disparaba. Creyó cazar a dos, lo que en aquellas circunstancias era una cosecha bárbara. Su compañero le observaba de reojo, admirado:
– Coño, pareces una máquina.
Durante toda la mañana se mantuvo el acoso. Desde sus invisibles apostaderos, los moros desataban una y otra vez el pak-ko de sus fusiles. Los europeos, agazapados tras sus líneas defensivas, replicaban como podían. Los cañones volvieron a ser inútiles, salvo que se quisiera gastar un proyectil con cada adversario. El comandante comunicó con el mando por heliógrafo. Pidió que se enviara una columna a socorrer la posición y desbaratar el cerco, pero se le respondió que entre el campamento general y Sidi Dris se registraba una intensa e inesperada concentración de fuerzas enemigas. Prometieron apoyo naval e intentar un ataque por la tarde. El comandante no era imbécil y entendió. De momento, sólo podía contar con sus propios recursos, tres centenares cortos de hombres y lo que había en la posición. Dio instrucciones para que nadie desperdiciara municiones.