– Salimos primero nosotros, y nos dividimos para cubrir los flancos. Dejamos que pasen los heridos y luego retrocedemos sin perderle la cara al enemigo. Sobre todo, que nadie eche a correr.
Andreu, que se contaba entre el grupo de los escogidos por Amador, se permitió observar, con ironía:
– Eso valdrá mientras aguantemos, cabo. Si no, sálvese quien pueda.
Amador observó a Andreu. Le apreciaba, y en cierto modo le temía. Por su insolencia, por su aplomo y hasta por su propia envergadura física. Andreu era un tipo de buena estatura, ancho, y tenía unos robustos brazos velludos que acababan en unas manos enormes. Amador era lo contrario, no muy alto y más bien fino de miembros. Para compensarlo, le espetó:
– Valdrá mientras yo diga. Y al que desobedezca nadie le va a formar consejo de guerra, porque le sentencio yo mismo.
Andreu no respondió. El tiroteo seguía, y sobre el ruido se alzó en ese momento la voz desgarrada del sargento, que ordenaba:
– Vamos, todos fuera.
Amador salió el primero, y tras él ocho soldados que se dividieron como les había indicado. Todos se pusieron en seguida cuerpo a tierra y repelieron a duras penas el fuego enemigo, mientras salían los demás. El sargento empujaba a los que se quedaban rezagados y disparaba con su pistola a izquierda y a derecha. Los hombres tropezaban contra los terrones y los pedruscos, y pronto empezaron a caer bajo las balas enemigas.
– Allí, a la izquierda -gritó Amador, señalando hacia una de las peñas desde donde los batían. Pero las balas les llegaban también desde la derecha, y desde el frente. Hasta del cielo parecía que les tiraban.
En el primer repliegue de una de las escuadras cayeron dos hombres, y la otra, al reproducir la maniobra, perdió a tres. Con eso quedaba completamente desmantelado el orden que se había afanado en imponer Amador. Eran muy pocos para plantar cara a lo que se les echaba encima.
– Es inútil, cabo -gritó Andreu, sin dejar de cubrir el flanco en el que ya sólo le acompañaba un anonadado compañero.
– Hijos de puta, moracos sarnosos gritaba el sargento, mientras vaciaba el último cartucho de su cargador.
El sargento estaba erguido bajo el fuego, con el juicio visiblemente perdido. Tiró el cargador vacío y metió el otro, con parsimonia. Montó la pistola y apuntó hacia uno de los montes. No llegó a apretar el gatillo. Un balazo le deshizo el cráneo y cayó de bruces, como un espantapájaros derribado por el viento. Amador comprendió que no había nada que hacer.
– A la carrera todos -gritó.
Los moros saludaron la desbandada recrudeciendo el fuego. Los soldados que seguían en pie, una minoría, corrían con toda su alma hacia el parapeto de la posición de Talilit. Alguno tiró el fusil para ir más rápido. No fue ése el caso de Rosales. Mientras arrastraba trabajosamente el fusil, con su único brazo disponible, vio su carrera truncada por un tiro que le atravesó de parte a parte. Andreu, al verle caer, retrocedió para socorrerle. Se agachó junto a él y le observó la herida. Era un agujero pequeño y redondo, a la altura del pulmón derecho. Incorporó al cabo para echárselo al hombro y en ese momento vio la herida por la espalda. La bala, al salir, había abierto un cráter de piltrafas sanguinolentas por el que asomaba una costilla.
– Se acabó, muchacho -murmuró Rosales.
– Te cargaré a la espalda -dijo Andreu.
– Ni se te ocurra. Lárgate, no seas imbécil.
Andreu volvió a dejar a Rosales sobre la tierra y miró a su alrededor. Los moros se acercaban, los heridos lloraban de dolor y desde Talilit no daban señales de vida. El sol de aquella nueva mañana Africana empezaba a calentar, implacable. Andreu dudó un segundo y volvió a ponerse en pie.
– Antes de irte hazme un favor -pidió Rosales.
– Tú dirás.
– Pégame un tiro, como hizo el sargento con aquellos dos.
– No puedo hacer eso.
– Ya sabes lo que me harán ellos. Te lo conté.
Andreu no quería recordar, pero recordó. Tiró del cerrojo y le apuntó a Rosales a la cabeza. Después apartó los ojos y apretó el gatillo.
Echó a correr otra vez hacia Talilit. Un poco más adelante vio a Amador, que avanzaba a trompicones y con la cabeza gacha. De pronto un moro le salió por la izquierda y se le echó encima con una gumía en la mano. Amador acertó a inmovilizarle el brazo con el que sujetaba el cuchillo, pero el moro le derribó y consiguió montársele encima. Andreu avivó más su carrera, mientras los dos forcejeaban. Amador, aturdido, veía el rostro desencajado y renegrido del harqueño, apenas a unos centímetros del suyo. El otro le insultaba en el dialecto de las montañas, a la vez que le escupía y empujaba la gumía hacia su pescuezo. Llegó Andreu. Sin pensarlo dos veces, le hincó la bayoneta en la espalda al moro, que ya estaba a punto de vencer la resistencia de Amador. El cuerpo del moro le pareció duro como un saco de arena, pero le entró con tanta fuerza que estuvo a punto de ensartar a su propio compañero. Éste se liberó como pudo del peso de aquel cuerpo y volvió a coger su fusil, mientras Andreu tiraba para sacar la bayoneta.
– Gracias -dijo Amador, jadeante.
– De nada -repuso Andreu-.Vamos, que ya casi estamos.
Andreu y Amador, los dos últimos supervivientes de la avanzadilla, cubrieron bajo el fuego enemigo el trecho que les separaba del parapeto de Talilit. Pudieron pasar sin dificultades por la alambrada, que estaba abierta, y saltaron dentro de la posición. Lo que allí se encontraron, visto lo visto, no les sorprendió. Había decenas de heridos y muertos, algunas tiendas ardían y ya sólo quedaban en el recinto los artilleros, que desmontaban a toda prisa los cierres de los cañones. Los demás hombres útiles terminaban en aquel justo instante de salir por la retaguardia de la posición.
– Joder, se largan -constató Amador.
– Aprieta, cabo, que si no los alcanzamos no valemos una gorda.
Los moros llegaban ya a la alambrada. En cuestión de segundos pondrían el pie en Talilit. Los heridos que seguían empuñando su fusil les disparaban con una furia terminal, enloquecida. Algunos, probablemente los más veteranos, guardaban la última bala para sí. Se quitaban como podían una de las alpargatas, se ponían el cañón en la boca y apretaban el gatillo con el pulgar del pie. Los que no habían tomado esa precaución, cayeron en seguida bajo las gumías inclementes de los harqueños. Los artilleros echaron a correr con los cierres de las piezas, en un desesperado intento de impedir que el enemigo pudiera utilizarlas. Su teniente, el andaluz rubio y altivo que siempre había disgustado a Andreu, permanecía en pie junto a los cañones, empuñando un fusil. Cubría la retirada de sus hombres, mientras les apremiaba:
– Corred más deprisa, me cago en Dios.
El teniente artillero manejaba bien el máuser. Disparó sus cinco cartuchos contra los asaltantes, haciendo carne más de la mitad de las veces. Después soltó el fusil, empuñó su pistola y gastó cinco de los seis tiros. El último, cuando ya se le echaba la harka encima, se lo descerrajó en la sien.