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Amador y Andreu corrían a través de la desolada extensión que unas horas antes había sido la posición de Talilit. Aquellas imágenes espeluznantes se iban sucediendo ante sus ojos como la más delirante de las pesadillas. Mientras tanto los dos apretaban los dientes, para soportar mejor el pinchazo que les atravesaba el vientre a causa de la galopada. Las balas silbaban por encima de sus cabezas cuando llegaron al extremo oriental del parapeto, por donde acababan de retirarse los últimos efectivos de la guarnición. Casi se dejaron caer ladera abajo, para unirse a sus compañeros. Andreu advirtió a los soldados de la sección que iba cerrando la marcha:

– No tiréis, que somos de los vuestros.

Los otros aguantaron un poco, para esperarlos. Cuando Amador y Andreu llegaron a su altura, estaban ya al límite de sus fuerzas. Uno de los soldados, que había venido con Amador desde Afrau, le reconoció:

– Me alegro de verte, cabo. Ya os dábamos por perdidos.

– ¿Qué está pasando? -preguntó Amador.

El sargento que mandaba aquella sección le dio la respuesta:

– Parece que el frente se ha hundido. Ayer supimos que Igueriben había caído en manos de la harka. Y hace media hora nos ordenaron desde el campamento general que nos replegáramos como pudiéramos sobre Sidi Dris.

– ¿Hundido, el frente? -repitió Amador, incrédulo.

– Hundido, cabo -dijo Andreu-. Por eso nos dejaron a nuestra suerte en la avanzadilla. Maricón el último, ya te lo advertí.

– La harka nos estaba atacando muy fuerte. Y ya no quedaban disparos de cañón -se justificó el sargento, un poco avergonzado.

– Lo que usted diga, mi sargento -asintió Andreu, sin apiadarse-. Pero allí la han diñado todos, como perros.

Los moros aparecieron en lo alto del monte y empezaron a hacer fuego sobre los fugitivos. Los cien hombres escasos que retrocedían hacia el mar devolvieron el fuego trabajosamente. Iban dando traspiés, amontonados, pasando verdaderos apuros para disparar sin herirse los unos a los otros. El capitán jefe acudió junto a la última sección, que protegía la retirada de los demás. Trató de dar ánimos a aquellos soldados.

– Resistid, que van a venir a apoyarnos desde Sidi Dris -prometía.

– A quién querrá engañar -se preguntó uno.

– A él mismo, sin ir más lejos -dedujo Andreu, mientras colocaba en el máuser su penúltimo peine de munición.

Pero resultó que el capitán estaba en lo cierto. Al pie del monte, y antes de que tomaran el duro camino de herradura que llevaba hacia Sidi Dris, se les unió un destacamento a caballo de la policía indígena, que era la avanzada de otra sección de infantería que marchaba hacia allí. Los enjutos jinetes morunos llegaron desde atrás y se colocaron al momento en la parte más expuesta de la columna. Aunque apenas fueran una veintena, los soldados recibieron con júbilo la llegada de aquellos moros leales, que dominaban sus monturas con los talones mientras apuntaban sus fusiles. Hacían fuego sin parar y con una pasmosa eficacia. Andreu reconoció al sargento del caballo blanco, el mismo que solía venir con el convoy cuando Talilit aún existía. También le reconoció Amador, y cuando Haddú le vio a su vez entre los restos de la maltrecha guarnición de Talilit, le saludó con un breve ademán.

La llegada del resto de las tropas indígenas permitió a la columna organizarse mejor. Los policías no perdían en ningún momento el orden de combate, pese a la dificultad que para ello pudiera ofrecer el terreno, y sabían siempre adónde disparaban. Los que los acosaban se dieron pronto cuenta del cambio y se mantuvieron a distancia, sin permitirse más que algunos tiros sueltos sobre la columna. La mayoría de la harka prefirió quedarse en la posición de Talilit, celebrando la victoria y agitando los fusiles en actitud amenazante hacia los que huían. Los moros habían conseguido un abundante botín, que había que acopiar y luego repartir debidamente. En Talilit quedaban armas, munición, incluso el cierre de uno de los cañones. El artillero que lo llevaba había caído mientras intentaba saltar el parapeto.

Los fugitivos de Talilit y su escolta de policía indígena recorrieron a marchas forzadas el camino hasta Sidi Dris. Cuando el mar apareció ante sus ojos, con su infinita calma azul, muchos creyeron que lo peor había pasado. Pero la posición de Sidi Dris también estaba sitiada, lo que planteaba la necesidad de romper el cerco para poder acogerse a ella. La policía tomó la vanguardia, como le correspondía, y abrió paso a los extenuados europeos. Las alturas que rodeaban Sidi Dris eran un magnífico refugio para los tiradores de la harka, y aquel tropel en retirada, un blanco tan generoso como apetecible. Los policías tuvieron que emplearse a fondo, mientras los soldados de Talilit colaboraban con las pocas energías y las pocas balas que les quedaban. Andreu gastó su último cartucho contra un moro que asomó sobre un risco próximo, y al que derribó de un certero impacto en la frente. Pero apenas un minuto después, una bala le atravesó el muslo. Casi no sintió nada, porque el proyectil pasó sin tocar hueso. El dolor vino más tarde, como un ardor y a la vez un frío de muerte.

– Maldita sea, la pierna -dijo.

La herida podía ser mala, muy mala. Decían que un balazo en la femoral era una de las maneras más lindas y más rápidas de quedarse en el sitio. Andreu, renqueando, se llevó la mano al muslo herido. La vista se le nublaba, pero no salía mucha sangre. Si te partían la arteria, decían, brotaba a borbotones, como un manantial caliente con el que se te iba la vida en un santiamén. Amador, que andaba cerca, vino a ofrecerle rápidamente su hombro. No olvidaba la deuda que había contraído con Andreu.

– Vamos, libertario -le animó-, no te me quedes ahora a medias. Ya te curarán eso cuando estemos a salvo.

A Amador, que también había agotado sus municiones, ya no le quedaba más que tratar de seguir en pie hasta Sidi Dris y llevar hasta allí a su compañero. El camino que habían recorrido juntos desde el blocao de la avanzadilla de Talilit había sido tan largo y azaroso como increíble. Amador, que era supersticioso, presintió que no habría término medio: o libraban el pellejo los dos, o no lo libraría ninguno. Ya tenían a la vista la posición. Los policías seguían protegiéndolos, en un derroche de sacrificio y valor que conmovió a los más recelosos, pero en el trecho final el fuego de la harka se volvió insoportable. Los últimos metros vieron caer a muchos de los soldados que habían sobrevivido hasta allí, y los policías también pagaron un alto precio. El caballo blanco de Haddú se vino espectacularmente abajo, herido de muerte. Por muy poco se escapó el sargento de quedar aplastado bajo su montura. Cojeando, se unió a sus hombres y siguió replicando sin desmayo a los tiradores montañeses. Al final, los policías que entraron en Sidi Dris eran la mitad de los que habían salido. De los fugitivos de Talilit se habían salvado unas dos terceras partes. Si es que podía llamarse a aquello salvación.

En Sidi Dris reinaban a partes iguales la inquietud y el desaliento. Amador arrastró a Andreu hacia la enfermería, donde se amontonaban los heridos. El oficial médico vino a examinarlo al cabo de media hora. Le bajó el pantalón y se inclinó con gesto impasible sobre la herida. Le volteó para verla por atrás.

– Entrada y salida y sin tocar el hueso ni la arteria -concluyó-. ¿Tú juegas mucho a la lotería, chaval?

– No precisamente -respondió Andreu.

– Pues deberías. Voy a limpiarte la herida y a vendarla. Y no hay mucho más que hacer, hasta que venga el barco a sacarte.

En un catre cercano había un soldado con la cabeza vendada. Estaba inmóvil, mirando al techo. Canturreaba, en voz queda:

Los suspiros de Melilla no llegan a mi ventana, porque pasa el mar por medio y se quedan en el agua.