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La tarde fue avanzando lenta y angustiosamente. Cada cuarto de hora, más o menos, los dos buques lanzaban una andanada para escarmentar a los harqueños que rodeaban Sidi Dris. Pero al poco rato el tiroteo se reanudaba, y desde la posición respondían cada vez con menos energía.

– ¿Por qué se dejan avasallar de esa forma? -preguntó un marinero.

– Tienen que ahorrar la munición -explicó Duarte-.Ya deben olerse que no va a llegar ningún convoy para aprovisionarlos. Pon que a cada uno le hayan dado cien cartuchos. Tirando por alto, ciento veinte. Con eso tendrán que aguantar hasta el final. Y quién sabe cuánto les queda.

– Podríamos suministrarles nosotros -apuntó otro, dubitativo.

– No mientras siga cayendo tanto plomo de los montes -descartó Duarte-. La playa está batida por todas partes y nos dejaríamos la piel y los botes en el intento. Y además, diez mil cartuchos arriba o abajo no los van a salvar. Cuando la suerte se pone tan torcida como se les ha puesto a ésos, no se la endereza a no ser que venga Dios Padre con las tenazas gordas. Yo que ellos, ya estaría rezando todo lo que supiera, por si sirve.

Un poco antes del atardecer el comandante del Laya reunió a la oficialidad, para poner en su conocimiento los planes inmediatos y darles cuenta de las últimas informaciones que se habían recibido a bordo.

– Señores, supongo que se hacen cargo de la situación -comenzó el comandante, con solemnidad-. Nuestras fuerzas de tierra parecen haber sufrido un descalabro de enormes proporciones. Las noticias son todavía incompletas y confusas, pero eso no es sino un síntoma más de la catástrofe. Del Comandante General no se sabe nada desde esta mañana. Sólo podemos suponer que está prisionero o que cayó durante la retirada del campamento general. El general segundo jefe está intentando reorganizar las fuerzas hacia la zona de Dar Dríus, para tratar de contener el avance enemigo. No sabemos si lo conseguirá, pero lo que parece muy improbable es que pueda lanzar una contraofensiva. Debemos aceptar, por tanto, que esos montes que tenemos ahí enfrente serán durante algún tiempo territorio enemigo.

Los oficiales se miraron unos a otros. El comandante había hablado con franqueza y amargura, como correspondía para reconocer la derrota y el quebranto consiguiente. A todos les embargaba un sentimiento desmoralizado y trágico, porque aquélla era, sin duda, la más indeseada encrucijada en que un ejército podía hallarse. Después de haber sostenido durante meses la euforia de un avance imparable, todo se había desmoronado de pronto. Los generales desaparecían, los soldados huían y el único objetivo imaginable, que no plausible, era poder frenar la retirada en Dar Dríus, lo que ya suponía perder todo el fruto obtenido en la campaña de aquel año. Lo que algunos se preguntaban era qué podían hacer ellos, con aquel humilde buque y poco más de un centenar de marineros, para paliar la hecatombe.

Veiga, que era el más nuevo, no había paladeado las mieles de los triunfos de la primavera y el invierno anterior, y por ello sentía menos acusadamente el contraste. Sin embargo, su sensación era peor que la de los otros. Su estreno adquiría con aquel viraje de los acontecimientos un aire de fatalidad, arrojándole de cabeza al fracaso sin haberle permitido conocer una sola victoria. En la escuela, al estudiar la historia naval, Veiga se había sentido impresionado por la extensa nómina de barcos idos a pique, flotas deshechas y almirantes vencidos que llenaba los últimos cuatro siglos de aquella armada en la que había dado en enrolarse. El alférez había experimentado una emoción honda, a fuer de triste, al leer aquellos relatos sobre marinos que se enfrentaban sin éxito a enemigos superiores, sobre barcos desarbolados por cañones con mayor alcance que los suyos y sobre escuadras siempre obligadas a navegar en retirada, mientras las seguía en caza la adversaria. La derrota, tal y como se la presentaba en aquellas crónicas, tenía un aire heroico, y solía culminar con una real orden por la que se disponía que siempre hubiera un buque de la Armada que llevara el nombre del valeroso marino que había porfiado hasta hundirse con su nave. Pero la derrota, frente a aquellas costas hostiles y calcinadas de África, no tenía nada de eso. Era una simple humillación, infligida además por aquellos harqueños miserables. Un revés sórdido, cruel y polvoriento.

Pese a todo, aunque Veiga no lo constataría hasta más tarde, en la derrota había algo de aleccionador. Quien nunca la había padecido, de una forma tan absoluta como la que ahora les tocaba, carecía de aquella conciencia de la propia insignificancia y de la contingencia de todos los empeños. Tenía sus inconvenientes, sentirse solo e inerme ante esa conciencia, pero Veiga era hombre de mar y no debían repugnarle la soledad ni la desnudez. Gracias a ellas, llegaría a guardar incluso un recuerdo épico de aquella circunstancia; no una estampa gloriosa como las elaboradas a propósito de los viejos héroes infortunados, sino algo más discreto y de índole estrictamente personal. Algún día, al cabo de los años, se acordaría de aquel momento en que encaraba el desastre en aguas de Sidi Dris, y esa experiencia pesaría en su carácter y en su hechura como hombre, incluso aunque prefiriera no reconocerlo, más que cualquier triunfo que la vida pudiera depararle.

Por el momento, sin embargo, el Laya y su tripulación no eran los peor parados, y por tanto se les adjudicaba el papel de aliviar el trance a los que se encontraban en mayor apuro. El comandante, reconocida la delicada situación, quiso que sus oficiales asumieran su deber:

– El hecho es, señores, que hundido por completo el ejército, nosotros somos lo único que tienen esos desdichados que están ahí sitiados por los moros. Piensen en lo que esperarían ustedes de nosotros si estuvieran en su lugar, y con eso sabrán lo que tienen que hacer. De momento las instrucciones son apoyarlos con nuestra artillería, lo que significa que habrá día y noche una dotación al pie de los cañones para hacer fuego cuando sea preciso. Tenemos que intervenir con eficacia, pero sin escatimar.

– Mi comandante -le interrumpió el segundo oficial.

– Di, Velasco.

– ¿No perdemos el tiempo? Ahí enfrente tienen las horas contadas.

– No entro ni salgo, Velasco. Son las órdenes que tenemos y las cumplimos. El comandante del Princesa y yo mismo le hemos sugerido al Alto Comisario que no creemos que la resistencia pueda prolongarse, pero de momento y mientras no nos digan lo contrario, debemos mantener el apoyo.

– A mi juicio -opinó Velasco-, deberíamos ir pensando en la evacuación.

– No nos toca decidir eso. La evacuación sólo está autorizada para el caso de que la posición no pueda sostenerse. Y eso lo juzgará su comandante, que no lo ha pedido por el momento. Mientras él no aprecie lo contrario, las órdenes del Alto Comisario son repeler el ataque.

A muchos de los presentes la situación se les antojaba difícilmente comprensible. Los soldados de Sidi Dris podrían evacuar la posición si no podían resistir, pero debían resistir hasta que no pudieran más. La orden, confusa en su forma y en su propósito, era un indicio de la desorientación en que en aquellos momentos se hallaba sumido el mando, en parte por los cambios forzados en la jefatura de las operaciones, en parte por el sesgo imprevisto que éstas habían tomado. Para aquellos hombres, habituados a cumplir órdenes, percibir con tanta claridad el desconcierto de sus jefes era una razón más para el desánimo. La mayoría, y el comandante no era una de las excepciones, creía como Velasco que lo único sensato era aceptar que la harka había vencido en toda regla y actuar en consecuencia, es decir, tratar de sacar a aquella pobre gente de allí sin más demora.