Poco antes del amanecer vinieron a despertarle. En ese mismo instante comprobó que habían detenido la marcha, y cuando salió a cubierta vio que el Laya ya estaba fondeado en aguas de Afrau. La posición, más pequeña que Sidi Dris, estaba igualmente sitiada, aunque la intensidad del fuego que hacían sobre ella era mucho menor. A aquella hora sólo había tiros sueltos, a los que desde la posición apenas contestaban Vio que las dos piezas de la toldilla del Laya estaban apuntadas hacia tierra, pero los hombres somnolientos que las atendían se mantenían inmóviles, aguardando órdenes. El alférez tuvo un escalofrío. Durante el día el calor era espantoso, pero de noche, y especialmente cuando ya se acercaba la amanecida, el frescor de la mar le calaba a uno los huesos. Al volverse y ver la proa del barco apuntando a la aurora, Veiga notó una difusa sensación de bienestar. Haciendo un pequeño esfuerzo, hasta podían dejar de oírse los disparos en la costa. Probó a creer que nada había pasado y que aquél era un relevo rutinario, como tantos otros que había hecho despreocupadamente en las últimas semanas. Alargó el espejismo con voluptuosidad, mientras subía hacia el puente.
Desde allí, Veiga contempló adormilado el clarear del alba. Surgió al fin el disco rojo del sol, que dibujó primero la sombra de los dos cañones de proa y les arrancó después un cálido reflejo metálico. Entonces, instintivamente, Veiga se volvió hacia tierra y vio la costa que tornaba a alzarse en el horizonte, con su aridez y su agria promesa de muerte para todos.
En cuanto hubo luz suficiente, intentaron comunicar con la posición. Los moros, quizá percatándose de lo que se estaba preparando, aprovecharon el instante para intensificar su ataque. Con ello marcaban de paso el funesto inicio de una nueva jornada de asedio para los soldados de Afrau. Desde el Laya, apenas pudo advertirse aquel movimiento enemigo alrededor de la posición, se decidió intervenir. Los cañones arrojaron sobre los atacantes una lluvia de metralla y las dos piezas de la posición remataron la faena. Con ello se ganó el respiro necesario para poder intercambiar las señales.
Trataron de transmitir a la posición el plan de actuación que había sido ordenado por el Alto Comisario. Pero desde el principio recibieron desde tierra respuestas anómalas y totalmente ininteligibles. Probaron una y otra vez, sin el menor resultado. Al fin hubieron de rendirse a la evidencia: los códigos de señales no eran comunes, así que les iba a ser imposible entenderse con ellos. El hecho, intolerable e insólito, indicaba hasta qué punto llegaba en aquel ejército desguazado la desorganización. Pero esto no era una consecuencia, sino la raíz misma del desastre.
El comandante, tras comprobar la discrepancia de códigos, dijo:
– Sólo podemos esperar que sea posible comunicar con ellos por radiotelégrafo. Habrá que emitir el mensaje y ver si lo captan.
– ¿Y mientras tanto? -preguntó el segundo oficial.
– Mientras tanto nos quedamos aquí -repuso el comandante-.Y adivinamos cuándo les hacemos falta y entonces bombardeamos. Han estado solos hasta ahora. Que sientan que alguien se preocupa de ellos.
Veiga, como el resto de los hombres del Laya, se imaginó lo que pasaría por la mente de aquellos hombres, confinados en su reducto y sin posibilidad de hacerle llegar a nadie sus llamadas de socorro, porque nadie iba a descifrar sus mensajes construidos con una clave en desuso. Entretanto, la harka, que había recobrado posiciones, volvía a hostigarlos con saña. El comandante ordenó alistar también la pieza de la amura de estribor y el Laya reanudó el cañoneo en respuesta. Sólo así, a cañonazos, podían decirles a los hombres de Afrau que estaban a su lado. Pero la tierra seguía encajando impertérrita los proyectiles, como si se burlara de su patético empeño.
12 Sidi Dris
Andreu, tendido y amargado en su catre, dejaba vagar la mirada por la lona mugrienta de la tienda, cuyas manchas y rugosidades conocía ya de memoria. En la enfermería de Sidi Dris, con el cerebro y los oídos exasperados por los gritos de los heridos que allí se hacinaban, Andreu había tenido tiempo sobrado para hacerse cargo de la situación y para aprender a tenerle el respeto que merecía. Se había acabado su suerte, y con ella había caducado estrepitosamente su fe en poder esquivar el plomo mortal. Aquella bala había buscado y encontrado su carne, la había rasgado y bajo el vendaje del muslo, por más que el médico dijera que aquél no era un mal tiro, guardaba ahora la señal profunda y dolorosa de su condena.
Desde hacía horas, el herido en la cabeza del catre contiguo sólo dejaba escapar balbuceos incomprensibles. Mientras le oía, Andreu recordó el momento en que había tenido el primer presentimiento de que aquello podía sucederle, a él que tantas veces se había plantado tieso e impávido ante las armas de los enemigos del pueblo, en las remotas calles de Barcelona. Había sido allí mismo, en Sidi Dris, la noche siguiente al ataque de junio. Bajo una tienda como aquélla había pensado en el cadáver degollado de Pulido, en la harka que acababa de enseñarles los dientes, y por primera vez había tenido miedo. No el miedo abstracto, inconcreto, obligado casi, sino aquella cuchillada precisa que anulaba la voluntad y arriesgaba a quien lo sentía. Había tratado de sofocarlo, pero todos sus esfuerzos habían sido inútiles. El miedo, como había hecho con Pulido, le había reclamado a su reino, y el balazo que le había barrenado la pierna era el estigma que delataba su sumisión. A partir de ahí, y lo sabía bien, todo podía ocurrir.
Hacía tanto calor que Andreu apenas distinguía de él la fiebre que le traspasaba los huesos con sus agujas candentes. Los heridos de la enfermería de Sidi Dris se disolvían lentamente en un destilado de sudor y sangre, con el que en muchos casos venía a mezclarse el chorreón ominoso de la diarrea, provocada por el agua podrida, e incontenible para hombres que ni siquiera podían levantarse. El olor resultaba insufrible, y por si fuera poco, de algunos se desprendía además el implacable hedor de la gangrena. En aquel ambiente, los difuntos se agusanaban a una velocidad increíble, y los vivos se pudrían sólo un poco más despacio. El olor de los muertos, apilados de cualquier manera en el frente que daba al mar, también llegaba a la enfermería. Difícilmente podían enterrarlos, porque eran bastantes y porque distraer a tal fin hombres de la defensa era correr un serio peligro de incrementar antes que disminuir el número de cadáveres insepultos.
Afuera se oía el ruido de los máuseres de los europeos, cansino y deslavazado, y el pak-ko de los Lebel de la harka, rítmico y tenaz. A rachas intermitentes irrumpía el tableteo de las ametralladoras, para las que la munición, supuso Andreu, ya debía escasear severamente. Todavía más de cuando en cuando sonaban las piezas de la posición, con un latido rotundo que hacía estremecerse el suelo y al que seguía poco después el estampido de la metralla, ansiosa de morder los cuerpos de los moros. Y había todavía otro latido diferente, más distante pero más regular. A éste sucedía invariablemente un silbido que se acercaba, pasaba por encima de la tienda y terminaba rompiéndose en una explosión hacia el lado de los montes. Gracias a aquella característica secuencia sonora podían deducir los heridos, o aquellos de entre ellos que aún estaban en condiciones de deducir algo, que los barcos de la Armada habían venido a ayudarlos y se estaban empleando bien. Era lo único que contaba a su favor, en aquellos instantes. La aviación, con la que algunos soñaban con fervor infantil, apenas había hecho acto de presencia. Sólo se había dejado ver por allí un avión solitario, el primer día de la ofensiva de la harka. Había soltado una bombita insignificante, demasiado lejos de cualquier lugar donde pudiera hacer daño, y había huido oprobiosamente ante el intenso fuego de fusilería con que lo agasajaban los moros. Desde entonces, pese a la insistencia con que se los había reclamado, los aviones no habían vuelto a aparecer. Su base estaba en Zeluán, muy cerca de Melilla. ¿Acaso habría llegado ya hasta allí el enemigo?