– ¿Tú tienes miedo, Haddú? -preguntó de improviso al sargento.
– ¿Miedo? ¿De qué?
– De qué va a ser. De que vengan y nos maten.
Haddú se quedó un instante en silencio. Su mirada verdosa se perdió al fondo de la mañana, por encima del mar. Con serenidad, respondió:
– Yo nunca tener miedo de morir. Yo buen musulmán. Si Alá estar contigo, morir no tener mucha importancia.
Amador trató de averiguar si eso era lo que en realidad sentía aquel hombre. Para él la fe no era más que superstición, y no respetaba más al Dios de Haddú que al que decían adorar, infaliblemente, todos los que en su parecer representaban a los enemigos del pueblo. Pero sintió que Haddú era sincero, y por primera vez en su vida envidió a un creyente. Le sacó de su estupor Andreu, que despertó de pronto para sugerir, malévolo:
– Si ha de estar en alguna parte, Alá está con los de ahí enfrente, sargento, que son los que van a llevarse este gato al agua.
Haddú no respondió. Ni siquiera se volvió para mirar a Andreu. Amador pensó que el sargento ya le daba por perdido y no consideraba necesario emplear sus energías en discutir con él. Pero Amador sí quiso mirar a su maltrecho compañero. Con la bala que le había atravesado la pierna se le había infiltrado en el alma un veneno que parecía habérsela cambiado enteramente. Ya no era el mismo hombre que le había ayudado a él a salir vivo de Talilit, ni el que había asombrado con su temple y su sangre fría a todos los que combatían a su lado. La bala le había sacado a la luz un resentimiento oscuro y destructivo. Tal vez no era nuevo, tal vez lo había llevado siempre dentro, pero hasta entonces había sabido dominarlo y sustraerse a él. Viendo el gesto de indiferencia de Haddú, Amador comprendió, aunque le fustigara la culpa, que tampoco él podía ligar su suerte en la batalla a la de aquel soldado que había decidido condenarse. Ninguna deuda podía abocarle a eso.
Mientras tanto, al otro extremo de la posición, el comandante y un par de oficiales examinaban la bajada hasta la playa, unos trescientos metros de terreno difícil y completamente expuesto.
– Tendremos que salir por aquí -indicó el comandante-. Los heridos primero, con una sección de apoyo. No hay espacio desde donde podamos cubrir la salida, así que habrá que llegar a viva fuerza.
– Sólo se puede echar a correr y confiar en la suerte, mi comandante -dijo el capitán segundo jefe, con voz desganada. Tenía una herida en el antebrazo derecho y la fiebre le hacía crujir las muelas.
– No podemos hacerlo así -se opuso el comandante-. Tenemos que reunir a unos pocos hombres útiles para que devuelvan el fuego como puedan. De lo contrario nos cazarán como conejos.
– No tenemos apenas municiones, mi comandante.
– Pues gastamos las que tengamos. Esto ya se ha jodido del todo.
El comandante se quedó callado, mientras observaba el sendero serpenteante que llevaba hasta la playa. Por su cabeza pasaban las últimas semanas transcurridas en la inercia embrutecida de la guarnición, mientras la harka se iba formando detrás de las montañas. Recordaba también el ataque de junio, tras el que había elevado al mando un informe en el que exponía sus preocupaciones sobre la situación en la zona. En sus páginas sostenía que un suceso como aquél no podía despacharse como un simple incidente. Aquel informe había sido acogido como la exagerada reacción de un oficial demasiado impresionado por el hecho de haber sufrido un ataque. Hasta le había valido algún reproche de sus superiores. El mando estaba lleno de optimistas, y quien más y quien menos ya tenía sus planes para el permiso de verano, que el comandante de Sidi Dris trataba de ensombrecer con su mal agüero. Él no se había marchado, y así había caído en la trampa. Cuando todo se había ido al garete, le habían echado encima a los fugitivos de Talilit y le habían ordenado resistir. O lo que era lo mismo, que se apañara como pudiera.
– Lo que más me subleva -dijo, poniendo en voz alta sus pensamientos- es que esto lo teníamos que haber intentado hace dos días, cuando aún nos quedaban cartuchos y no teníamos a toda la gente hecha papilla.
– Los marineros se cagan patas abajo por tener que venir a buscarnos, mi comandante -dedujo el capitán-.Yo creo que han esperado hasta ver si la harka nos liquidaba y les ahorraba el disgusto. Pero les hemos salido duros y ahora ya les da demasiada vergüenza seguir mirando.
– No han sido sólo ellos -le enmendó el comandante, con rencor-. Si sales de aquí, no te olvides de contar a quien quiera oírte que el Alto Comisario tardó más de dos días en autorizar la evacuación.
– Y para qué va a servir eso, mi comandante.
– Para lo que sirva. Aquí hemos estado trescientos hombres aguantando plomazos y bebiéndonos las meadas, y sólo nos ayudan a salir ahora que estamos medio muertos. No hay que dejar que eso se olvide.
A las once y media, la escuadra aún no había hecho la señal. Los heridos habían sido transportados hasta la retaguardia de la posición, y con los restos de varios pelotones se formó una improvisada sección de flanqueo. En total, aquel primer grupo, que se agolpaba en la parte resguardada del parapeto, sumaba un centenar de efectivos, de los que sesenta o más estaban inutilizados para el combate, bien por estar heridos, o desarmados, o por tener que arrastrar a alguien que no podía valerse. Al mando de aquel deplorable montón de despojos humanos se puso el capitán segundo jefe, mientras el comandante organizaba a los que quedaban en la posición para sostenerla hasta el final. Los soldados de la sección de ametralladoras desmontaron con presteza las máquinas, que no debían abandonarse al enemigo, y los supervivientes de la sección de policía indígena tomaron posiciones, junto con una veintena de elementos de tropa europea, a fin de cerrar en todo momento la columna por detrás. Algunos de aquellos hombres no disponían de más defensa que la bayoneta, pero así estaban las cosas.
Amador y Andreu se contaban entre los afortunados con los que se formó el primer grupo: Andreu en su condición de herido grave, y Amador al frente de uno de los pelotones de la sección de flanqueo. Entre los hombres que ahora mandaba se contaban dos que ya le habían acompañado desde Afrau hasta Talilit, otros tres que habían logrado salvarse de esta última posición y media docena de los que habían estado desde el principio en Sidi Dris. Ya no podía distinguirse a los veteranos de los bisoños, porque todos ellos eran unos robinsones barbudos y ojerosos que se agarraban al máuser como a la tabla salvadora de un naufragio. Los nervios los atenazaban, especialmente a Enrile, que no dejaba de enredar con la correa del fusil.
Haddú, una vez más, quedó atrás, con sus hombres. Aceptó sin protesta su aciago destino, y aún tuvo ánimo para despedirse de Amador con un apretón de manos, mientras le deseaba:
– Suerte, cabo. Tú decir a Molina que Haddú acordarse mucho de él.
– Ya se lo dirás tú -contestó Amador, contrariando lo que pensaba.
– Tú ser buen amigo juzgó Haddú-. Molina tener ojo para escoger.
A las doce menos cuarto, el Princesa hizo al fin la señal convenida. El capitán, sujetándose el brazo herido para que no le doliera, aulló:
– ¡Fuera todos!
Los botes ya estaban en el agua y los marineros bogaban con fuerza hacia la playa. Desde el promontorio en que se encontraba la posición, las barquitas que avanzaban hacia la costa, impulsadas por aquellas frenéticas figuras blancas, ofrecían una imagen de alarmante fragilidad. El mar estaba un poco rizado, aunque el viento no pasaba de ser una brisa moderada que además empujaba a los botes hacia su objetivo. Los barcos soltaban las primeras andanadas de protección, y los sitiadores notaron al punto sus efectos.