Desde el nido de tirador en el que solía resguardarse, Molina observó a sus pobres soldados. Aquellos reclutas a los que apenas había podido enseñar a sostener el fusil se encontraban ahora en forzada y estrecha intimidad con el padecimiento y con la muerte, que a aquellas alturas ya habían visto proliferar sin tasa a su alrededor. Pensó en el recluta que también él había sido y en la manera en que había hecho aquel mismo aprendizaje. Había sido asaltando un blocao enemigo, en la zona occidental, con la compañía de voluntarios del batallón de cazadores. El blocao estaba en una loma, dominando el valle de un río caudaloso. En la zona occidental había árboles, y hierba, y aquel día era otoño y el cielo estaba gris. Al oír la orden, Molina había saltado con los demás y había trepado ladera arriba bajo el fuego enemigo. A su lado, a unos pocos metros, los hombres caían heridos en la cabeza, en el pecho, en el vientre. Lo peor de todo, lo que a Molina le aterrorizaba, era un balazo en el vientre. Con eso eran muy pocos los que se salvaban, y según contaban, uno agonizaba durante horas, martirizado por una sed que no podía calmar, porque beber agua con un balazo en el vientre equivalía a suicidarse. Al final, sin saber cómo, después de disparar hasta hacer que el fusil les quemara las manos y de arrollar con la bayoneta calada a los defensores, Molina y otros veinte supervivientes habían izado la bandera sobre el blocao conquistado. El sargento se había fijado en los rostros y en la mirada demente de aquellos veteranos exultantes, y había comprendido que después de aquello nada sería lo mismo.
Había esquivado la muerte, había bailado con ella y la había burlado cuando ya estaba a su merced. En su cabeza tenía grabada la imagen de los que habían quedado por el camino, tendidos sobre la hierba húmeda de aquella loma fatídica. Ese recuerdo hacía más grande estar allí, en lo alto, contemplando el río que se perdía al fondo del valle. Aquel día, Molina había aprendido a amar la sensación de estar vivo, pero también a respetar la muerte. Por eso, porque con la muerte no podía jugarse, había procurado salir cuanto antes de la compañía de voluntarios del batallón de cazadores. Desde entonces había evitado las unidades de choque; no era pusilánime, pero tampoco tenía razones para morir. Sin embargo, al quedarse en el ejército, había debido aceptar que algún día podía suceder lo que ahora le sucedía, sobre la tierra áspera de Afrau: aunque él no fuera a buscarla, la muerte sí podía venir por él. Y ahí estaba, enfrente, agazapada en la cartuchera o el fusil de un hombre de chilaba parda.
Al final, Rivas se cansó de esperar y dejó el telescopio a los ingenieros. En su mente se alborotaba una multitud de ideas febriles. Ya veía a los harqueños entrando a sangre y fuego en la posición, y a sí mismo y a sus hombres, sin municiones, cayendo bajo las gumías de aquellos alacranes. ¿Podía reconsiderar su decisión y tratar de rendirse? ¿O más bien debía tener a mano la pistola para pegarse un tiro en la sien cuando vinieran a degollarle? Pero poco antes de las cuatro, cuando ya nadie las esperaba, tres columnas de humo surgieron por el oeste. El cabo de ingenieros confirmó lo que todos deseaban oír: eran tres buques de la Armada. Los castigados defensores de Afrau no pudieron contener el júbilo. Tres barcos, después de todas las horas que llevaban resistiendo solos, les parecían una fuerza apabullante.
El teniente ordenó que se preparara sin pérdida de tiempo la evacuación. Los artilleros desmontaron los cierres de los cañones y enterraron la munición que todavía les quedaba. Lo mismo se hizo con una de las ametralladoras, mientras replegaban las otras dos para proteger la salida. Los heridos que no podían moverse fueron trasladados de la enfermería al lado norte. El médico, mientras supervisaba el traslado de los heridos, iba y venía por el terreno despejado de la posición. Alguien allá arriba debió fijarse en él, y en el tercer viaje de vuelta un balazo en la frente lo detuvo en seco. El sanitario corrió a ayudarle, pero ya no había nada que hacer. Después de eso, a los demás heridos tuvieron que moverlos con más precaución. Los hombres útiles prepararon sus armas. El teniente iba de un lado a otro, comprobando que todos estaban listos. Intercambió impresiones con Andrade y el otro alférez, con quienes discutió los pormenores de la operación. Después se acercó hasta donde estaba Molina y se dirigió a él en tono circunspecto:
– Molina, necesitamos que alguien mantenga la posición mientras los sacamos a todos. No tengo a nadie mejor que tú.
Molina comprendió inmediatamente lo que le estaban pidiendo. Aquella orden o aquella súplica del teniente significaba que debía sacrificar su suerte por la de los otros. Como cinco años atrás, en el asalto del blocao con el batallón de cazadores, le tocaba jugar con la muerte. Pero ahora, ésta era la diferencia, también tendría que obligar a otros a que jugaran con él.
– Lo que usted ordene, mi teniente -dijo.
– ¿Cuánta gente te hace falta? -preguntó Rivas.
– Veinticinco -calculó Molina, al vuelo.
– Te dejo las dos ametralladoras. Aparte de eso, coge a todos los policías y a quince de los nuestros. Elige a los mejores y no te preocupes por la munición. Os dejamos la que me pidas.
– Treinta cartuchos por hombre. Si se dan prisa en bajar.
– Hay que sacar a un centenar, incluyendo a los heridos. Hay unos doscientos metros hasta el agua. No tenemos por qué tardar mucho.
Antes de separarse, Rivas le estrechó la mano al sargento. Sintió que en el fondo era injusto que aquel hombre pagara de aquella manera ser el mejor sargento de la posición. Pero Molina era un buen soldado y cumpliría su deber. No había pasado por ninguna academia, había llegado a África desde su pueblo para hacer el servicio militar y allí se había quedado quién sabía por qué extraña razón. Y sin embargo, Rivas, que sí había pasado por la academia y se enorgullecía de ser oficial, advertía que nunca llegaría a ser la mitad de militar que aquel sargento taciturno.
Al fin los tres buques de guerra fondearon frente a Afrau. Y para saludar a su guarnición, apenas unos minutos después de echar anclas, los tres soltaron al unísono una formidable andanada sobre las montañas donde pululaban los tiradores de la harka. Los proyectiles pasaron sobre la posición y estallaron entre los moros que se cernían sobre ella, levantando una cortina de alaridos y de miembros destrozados. Ante aquel espectáculo, los soldados de Afrau, recordando los negros momentos pasados, se abandonaron a un cruel sentimiento de desquite. Lo que aquellos cañonazos trizaban eran hombres como ellos, pero ninguno lo sentía ya así. A nadie le importaba ya si tenían razón o habían ido sin derecho a guerrear a aquella tierra, si la metralla de sus proyectiles hacía viudas y huérfanos y engendraba más odio que añadir al odio. Lo único que querían era salir de allí, y para ello alguien tenía que mantener a la bestia temible de la harka aplastada contra los montes. La segunda andanada levantó una alegría incontenible.
El Princesa, en funciones de buque insignia, envió tres destellos de heliógrafo. Desde la estación óptica vieron que los botes se hacían a la mar. El cabo de ingenieros interpretó lo único que podía interpretarse:
– Eso debe ser la señal. Vienen por nosotros.
Mandó a uno de los soldados a avisar al teniente, y con el otro empezó a destrozar a culatazos todo el material. Todos tenían la misma consigna: no dejar nada que pudiera ser útil a la harka.
Rivas, acogiendo por una vez las sugerencias de Andrade, había organizado cuidadosamente la evacuación. Saldría primero la vanguardia, con el sargento Páez al frente, después una sección de flanqueo, mandada por Andrade, y a continuación el grueso con otra sección y todos los heridos, conducidos por el otro alférez. Cerraría la marcha el propio Rivas con el resto de la fuerza, que aguardaría en la playa a que bajaran Molina y los suyos, cuando ya hubieran embarcado los demás. Con aquella distribución de los efectivos tenían quien abriera camino, quien guardara el costado, quien protegiera a los heridos y quien cubriera la retaguardia. Y como último cierre estaba la unidad de Molina, con los policías y las ametralladoras, lo más escogido de la guarnición. Al ver que Rivas se apresuraba a aceptar el plan, Andrade había sonreído satisfecho. No en vano había sido siempre el primero en táctica de infantería, en la academia. Allí había descubierto que no importaba lo que uno tuviera, sino cómo lo repartía. Y el reparto que había ideado para los restos de Afrau era una verdadera obra de arte. Andrade poseía, sin duda, un temperamento artístico. Sólo así se explicaba que convivieran en él aquellas dotes ordenadoras y una fatal propensión a la indisciplina.